Sabanilla, Costa Rica
Anoche tuve un sueño tan vívido que me pareció que realmente lo estaba viviendo. En ese sueño me veía y me sentía como una profesora en una universidad feminista internacional enclavada en lo alto de las brumosas montañas de Costa Rica, la Universidad de la Vida. Universidad que se erige como un faro que ilumina la importancia de lograr una armonía entre la humanidad y la naturaleza, así como la absoluta necesidad de equilibrar los valores universales con los derechos individuales. Durante nueve meses transformadores, estudiantes de todo el mundo se reúnen en este santuario verde, donde el aire está impregnado del aroma de las orquídeas en flor, el sonido de las cascadas y los ricos colores de los colibríes que vuelan con gracia de flor en flor. Aquí, las y los participantes y facilitadoras/es se sumergen en talleres prácticos, aprenden a cultivar huertos orgánicos y a cocinar comidas hermosas y deliciosas, a aprovechar las energías renovables y a practicar una vida sostenible a medida que aprenden más y más sobre sus capacidades intelectuales, emocionales, sexuales y espirituales, sus cuerpos físicos y energéticos y quiénes son realmente.
Cada día comienza con la elección de alguna práctica o ritual espirituales que ofrece el personal o las y los propios participantes, seguidos de proyectos colaborativos que van desde la construcción de refugios naturales hasta la creación de arte a partir de materiales reciclados, pasando por el cuidado de seres vivos y mucho más. Las y los estudiantes comparten sus diversas habilidades, enseñándose unos a otros sobre permacultura, fitoterapia, prácticas saludables, amor propio. Uno de estos proyectos, muy popular entre la mayoría de las y los estudiantes, se basa en la filosofía de la economía del regalo que se centra en la idea de dar y recibir de manera altruista, sin esperar nada a cambio ni sentir la necesidad de corresponder. En los proyectos de la economía del regalo las y los participantes practican ofrecer bienes, servicios o apoyo de manera desinteresada, motivadas por el deseo de contribuir al bienestar de los demás y fortalecer los lazos sociales. Al aprender a dar sin esperar nada a cambio, se cultiva una cultura de generosidad y confianza, donde cada acto de dar se convierte en una expresión de empatía y solidaridad. Al mismo tiempo, aprenden a recibir sin sentirse obligadas/os a corresponder porque entienden que esto implica aceptar los regalos con gratitud y humildad, reconociendo el valor del gesto y permitiendo que el ciclo de dar y recibir continúe de manera natural. Estas prácticas les ayuda a superar la idea de que todo debe ser un intercambio como lo es en el paradigma del mercado capitalista.
Basados en la generosidad, la comunidad y la confianza, los principios de la economía del regalo fomentan un sentido de unidad y cooperación, reforzando los lazos sociales y el apoyo mutuo. Cuando el mundo exterior está dominado por las transacciones y el intercambio monetario, una economía del regalo nos recuerda el valor de la conexión humana y la alegría de dar, lo que a su vez promueve un espíritu de generosidad por encima de la competencia. Esta filosofía resuena profundamente con las aspiraciones feministas, promoviendo la igualdad y desmantelando las jerarquías que dictan las dinámicas de poder tradicionales. Reconociendo la necesidad de transformación personal de cada participante, la universidad crea espacios seguros para que las y los estudiantes confronten y reformen sus propias ideas, actitudes y prácticas que obstaculizan la cooperación y la generosidad, fomentando la autorreflexión y el crecimiento personal.
Parte integral de este viaje es una exploración de la historia global del patriarcado, las formas sexistas de organizar la sociedad que han dado lugar a innumerables formas de explotación y las formas en que éstas se han interiorizado y normalizado incluso por aquellas de nosotras que hemos experimentado las peores formas de violencia sexual. A través de interesantes debates y análisis críticos, las y los estudiantes adquieren conocimientos sobre cómo estas estructuras opresivas se manifiestan en sus propias comunidades, hogares, mentes y cuerpos. Equipados con este conocimiento, logran reconocer, nombrar y desafiar estos patrones, fomentando una cultura de autorreflexión con valentía y honestidad.
Cada atardecer es un acontecimiento. Sentadas/os alrededor de hogueras crepitantes, donde se intercambian historias personales o prácticas culturales, la música y la danza llenan el aire y las risas resuenan entre los árboles. En este entorno enriquecedor, florecen las amistades y aparece una profunda comprensión de la interconexión. Al concluir el programa, las y los estudiantes se van no solo con nuevas habilidades, sino con el compromiso de vivir como creadoras/es conscientes, dedicadas/os a un mundo donde la cooperación alegre, el amor por la naturaleza y los derechos humanos reinan por encima de todo.
En esta universidad única, las feministas de todo el mundo tienen muchas oportunidades de aprender unas de otras y compartir sus visiones y estrategias para apoyar y mejorar la paz, la justicia y la igualdad. Al principio de mi sueño, era el año 2125 y el mundo era un lugar muy diferente al que había sido un siglo antes. El horizonte de la ciudad, en el valle, brillaba bajo el resplandor ecológico y energéticamente eficiente de los mensajes holográficos que promovían la igualdad, las actitudes biofílicas y la comunidad. Las calles, antes llenas de las sombras de la explotación, ahora resonaban con los vibrantes sonidos de la risa y la alegría. Como a veces sucede en nuestros sueños, sabía que el tiempo con el que estaba soñando era uno al que había dedicado mi vida para ayudar a lograrlo. Durante décadas había participado en la lucha para poner fin a todas las formas de violencia contra las mujeres y la universidad con la que soñaba era la culminación de una lucha de un siglo por un espacio educativo centrado en los derechos humanos de las mujeres. La creación de dicho espacio nació en 2004 cuando feministas de muchos países participaron en el Instituto de Derechos Humanos de la Mujer en OISE, la Facultad de Educación de la Universidad de Toronto.
En el sueño, era consciente de que la industria del sexo era solo una de las muchas instituciones que apoyan y se mantienen gracias al profundo desdén hacia las mujeres y la necesidad de ejercer poder sobre todas ellas. Sabía que desmantelar todas esas instituciones era necesario para lograr la igualdad para todos y, específicamente, la igualdad entre hombres y mujeres, pero, transformar o desmantelarlas a todas en un solo sueño era imposible. Por eso, en este sueño en particular, las imágenes se centraban en cómo algunas feministas del siglo XXI, que se hacían llamar abolicionistas, lideradas e inspiradas por la fuerza y el coraje de las supervivientes de la industria del sexo, fueron capaces de desmantelarla.
Justo cuando esta idea apareció en mi sueño, aparecieron imágenes de la industria del sexo. Eran imágenes de realidades inquietantes y a menudo desgarradoras que yo había visto personalmente en mi trabajo anterior. Vi imágenes de mujeres fuertes, que habían sido vulnerabilizadas debido a violaciones en serie, dificultades económicas, abusos físicos o falta de cualquier tipo de amor y apoyo humano, obligadas a dejarse explotar en una industria que se beneficia del cuerpo de las mujeres, comercializando el fenómeno humano básico de la sexualidad, basado en el concepto extremadamente misógino de que el cuerpo de las mujeres existe para ser utilizado en beneficio de los hombres. Vi imágenes dolorosas de violencia, mercantilización, explotación y desigualdad social. Las imágenes que aparecieron en mi ahora no tan hermoso sueño fueron imágenes que mostraban rostros cansados, ojos llenos de resignación y el marcado contraste entre las realidades cotidianas de estas mujeres y el brillo y resplandor artificial asociado con la industria del sexo.
El sueño, que ahora era una pesadilla, estaba lleno de escenas de confinamiento y desesperación que ilustraban la difícil situación de las personas que se prostituyen. Habitaciones con poca luz y ventanas enrejadas o, por el contrario, habitaciones con mucha luz, con ventanas y puertas abiertas que daban a coloridos jardines, eran las prisiones donde se retenía a personas, en su mayoría mujeres, contra su voluntad, y sus cuerpos evocaban una sensación de miedo e impotencia.
Luego aparecieron escenas de mujeres que consumían drogas y alcohol como mecanismos de supervivencia. Las peores de estas imágenes eran de mujeres de diferentes edades, cuyos cuerpos mostraban las marcas del abuso y el abandono. Escuché las amenazas de violencia que se cernían sobre la vida de muchas y vi cuerpos magullados, espíritus destrozados y las secuelas de la violencia física y emocional, que transmitían una sensación de trauma y miedo continuos.
Vi calles vacías y puertas cerradas que simbolizaban la falta de acceso a ayuda, asesoramiento o vías seguras de escape. De hecho, a medida que las imágenes se volvían cada vez más oscuras, comencé a sentir un dolor insoportable en mi cuerpo mientras la ira llenaba mis ojos y mi pecho. Ira por las imágenes de tantas feministas y tantas organizaciones de derechos humanos que se habían dejado engañar o llevadas por su propia misoginia para estar de acuerdo en llamar a esta explotación «trabajo sexual». Esas dos palabras fueron como un puñetazo en la nariz que me golpeó al darme cuenta de que al llamarlo trabajo hacían casi imposible hablar de las mujeres prostituidas como víctimas, lo que a su vez legitimaba su explotación y reforzaba la idea de que todas las mujeres somos más o menos desechables. Y, por supuesto, si las mujeres que ejercen la prostitución han elegido este «trabajo» y, por lo tanto, no son víctimas, entonces no puede haber perpetradores y, por lo tanto, quienes pagan por sexo —la razón por la que existe la industria del sexo en primer lugar— quedan completamente exonerados de una manera muy conveniente e imperceptible.
Luego escuché las voces de tantas supervivientes que tienen que explicar una y otra vez a feministas, defensores de los derechos humanos y ecologistas, que deberían estar en contra de la mercantilización de cualquier ser vivo, que la prostitución requiere que existan y florezcan las desigualdades sistémicas. Las escuché explicar cómo denominar la prostitución como trabajo sexual es similar a creer que la industria minera está interesada en conservar nuestro planeta para las generaciones futuras. Las altas tasas de prostitución en las comunidades mineras son prueba de que ambas industrias dependen de la mercantilización: la primera depende de la mercantilización de las mujeres, la segunda de la tierra y los recursos naturales. Ambas perjudican nuestra supervivencia.
Mientras estas y otras imágenes llenaban mi sueño, me di cuenta de que no eran escenas del año 2125, sino de principios del siglo XXI, cuando la industria del sexo era una compleja red de explotación, trata y abuso sistémico. Millones de mujeres y algunos hombres marginados quedaron atrapados en un ciclo que les robó su poder. Recordé que, a pesar de la creciente concienciación sobre estos problemas, la industria prosperaba, a menudo enmascarada por la retórica de la elección o consentimiento libremente acordado, el empoderamiento y la incapacidad de comprender que reconocer a una mujer como víctima de abusos contra los derechos humanos no la despoja de su voluntad ni de su dignidad, sino que, por el contrario, le da la fuerza para reclamar la soberanía sobre su propio cuerpo. Cuando estos pensamientos aparecieron en mi sueño, recordé que muchas feministas y tantas valientes supervivientes lucharon incansablemente contra estas narrativas, defendiendo los derechos de quienes estaban atrapadas en el sistema y exigiendo un cambio sistémico. Y lo que es más importante, las numerosas supervivientes que conocí fueron la prueba de que, incluso cuando las mujeres son víctimas de los peores abusos, pueden convertirse y se convierten en magníficos seres humanos cuando cuentan con el apoyo de otras supervivientes y feministas abolicionistas.
Entonces experimenté lo que a veces sucede en sueños vívidos: soñé que me despertaba y de inmediato comenzaba a escribir sobre cómo el movimiento feminista internacional y las sobrevivientes de lo que realmente es una forma de esclavitud sexual finalmente habían ganado la batalla contra la poderosa industria del sexo. En el sueño, pensando que ya no era un sueño, me prometí a mí misma que enseñaría sobre este éxito en mis clases en la Universidad de la Vida. Nunca dejaría de lado el hecho de que, en la década de 2040, el movimiento había cobrado un impulso sin precedentes. Las organizaciones de base se unieron a través de las fronteras, compartiendo recursos, estrategias e historias que ponían de relieve las crudas realidades del comercio sexual, que, según una agencia internacional de mujeres, involucraba a millones de mujeres en la explotación sexual forzada en todo el mundo. Las estadísticas eran asombrosas, pero fueron las historias personales de las supervivientes las que encendieron un fuego en los corazones de muchos. Las supervivientes se convirtieron en las voces del cambio, compartiendo sus experiencias y exigiendo justicia.
Cuando me di cuenta de que todavía estaba soñando, vi imágenes de la época en que las primeras abolicionistas se dieron cuenta de que abordar la demanda de sexo pagado era clave para desmantelar el comercio sexual (en aquellos días no se había convertido en la potente industria que era en el siglo XXI). Estas activistas lanzaron campañas centradas en educar al público sobre la misoginia y la explotación que alimentaban esta demanda. Organizaron talleres y seminarios en escuelas, universidades y centros comunitarios, donde debatieron sobre los impactos psicológicos y sociales de cosificar a las mujeres y mercantilizar la intimidad, que perjudicaban a todas las mujeres y no solo a las explotadas sexualmente en la industria. Argumentaron que si una sociedad empuja o incluso permite que algunas mujeres sean explotadas sexualmente sin consecuencias, envía el mensaje de que tal comportamiento es aceptable, lo que puede envalentonar a los perpetradores y hacer más probable que la explotación se extienda. Esto socava la seguridad y la dignidad de todas las mujeres, ya que erosiona las normas sociales y las protecciones legales destinadas a salvaguardarlas. Esencialmente, crea un entorno en el que la explotación puede normalizarse, poniendo en riesgo a todas las mujeres.
Además, insistieron, si todas las mujeres pueden ser deshumanizadas de esta manera, es mucho más fácil deshumanizar a cualquier hombre que no esté a la altura de los estándares patriarcales de lo que debe ser un hombre. Además, cuando un hombre explota sexualmente a las mujeres, por ejemplo, pagándoles por actos sexuales, las reduce a meros objetos para su gratificación, despojándolas de su humanidad. Al hacerlo, también se deshumaniza a sí mismo al rechazar la empatía, el respeto y la integridad moral. Este comportamiento erosiona su capacidad para entablar relaciones genuinas y respetuosas, aislándolo en última instancia de la esencia misma de lo que significa ser humano. Es un ciclo de deshumanización que perjudica tanto a la víctima como al agresor.
Entonces, mi sueño se convirtió en imágenes de nuevas tecnologías a lo largo de la historia. Vi la imprenta, la electricidad, las cirugías cardíacas, los coches, Internet, etc. Vi cómo muchos de estos inventos fueron recibidos inicialmente con escepticismo y miedo, aunque en última instancia transformaron vidas para mejor gracias a tantas/os activistas que, en lugar de luchar contra estos inventos, lucharon por mantenerlos fuera del sistema de mercado o del sector privado. Vi cómo la imprenta, inventada en el siglo XV, fue temida inicialmente por su potencial para difundir información errónea y desafiar la autoridad establecida, pero inmediatamente vi imágenes de cómo revolucionó el acceso a la información, facilitó la difusión de la alfabetización y desempeñó un papel crucial en el empoderamiento de millones de personas con conocimientos, así como en el fomento del pensamiento crítico.
Luego vi cómo la introducción de la electricidad fue recibida con inquietud, ya que la gente se preocupaba por la seguridad y los efectos desconocidos de esta nueva fuente de energía. Pero pronto mi sueño me mostró imágenes de cómo la electricidad se había convertido desde entonces en una piedra angular de la vida moderna, permitiendo avances en la atención sanitaria, la comunicación y la seguridad de las mujeres. Alimentaba equipos médicos que salvaban vidas, mejoraba la productividad a través de la automatización y conectaba a personas de todo el mundo a través de Internet. Claro, todavía necesitaba controles en las manos adecuadas, pero nuestro mundo avanzaba hacia eso.
Entonces vi imágenes de Internet y las tecnologías móviles. Vi las preocupaciones razonables sobre la privacidad, la adicción y cómo la brecha digital podría perjudicar a tantos seres humanos y, sin embargo, también vi cómo estas tecnologías han conectado a miles de millones de personas, han proporcionado acceso a grandes cantidades de información y han facilitado niveles sin precedentes de comunicación y colaboración. Vi cómo han empoderado a las personas para acceder a la educación, participar en movimientos sociales y comenzar nuevas formas de mantener sus medios de vida, mejorando sus vidas de innumerables maneras.
Y lo más importante, vi cómo los avances tecnológicos habían reducido significativamente la mortalidad materna en todo el mundo. Innovaciones como la ecografía, la telemedicina y los antibióticos habían mejorado la atención prenatal y posnatal, permitiendo detectar y tratar las complicaciones antes de que se convirtieran en amenazas graves para la vida de la madre. Me di cuenta de que la aplicación de directrices y protocolos basados en la evidencia había mejorado la calidad de la atención en los centros de salud.
Las imágenes que vi me enseñaron que, si bien el miedo a las nuevas tecnologías es razonable debido a las muchas formas de explotación en las que se han utilizado, la historia y el sentido común nos muestran que, con una implementación y regulación cuidadosa, estas innovaciones pueden conducir a mejoras significativas en la calidad de vida, lo que demuestra que la tecnología en sí misma no es el problema; más bien, es quien la controla quien determina su impacto en la sociedad.
El sueño se trasladó entonces al año 2050, cuando los gobiernos habían regulado finalmente la forma en que se podían utilizar la mayoría de las tecnologías. La realidad virtual y la inteligencia artificial se implementaron de tal manera que un hombre individual pudiera experimentar/empatizar/comprender el dolor infligido a las mujeres por tantas prácticas, sexuales y de otro tipo. Estas tecnologías y realidades artificiales, entre otros beneficios, crearon espacios seguros para la expresión sexual y la intimidad sin necesidad de explotación o violencia. Aparecieron plataformas que permitían a las personas explorar sus deseos en entornos seguros y consensuados. Estos espacios virtuales ofrecían experiencias inmersivas que eran satisfactorias y carecían de los riesgos asociados con lo que las mujeres habían sido obligadas históricamente a hacer para complacer a los hombres “sexualmente”.
A medida que estas tecnologías proliferaron, comenzaron a remodelar las actitudes sociales hacia las actividades sexuales. Las experiencias de realidad virtual podían adaptarse a las preferencias individuales, lo que permitía a las y los usuarios participar en escenarios de fantasía que enfatizaban el deseo y el respeto mutuos. La tecnología proporcionó una forma de explorar la sexualidad sin las limitaciones de las expectativas sociales o el bagaje histórico asociado a los encuentros sexuales tradicionales.
Uno de los cambios más significativos fue la forma en que la tecnología ayudó a redefinir lo que se consideraba erótico. En el siglo XXI, los actos “sexuales” violentos y agresivos a menudo se sensacionalizaban en los medios de comunicación, comercializándose como “emocionantes” o “tabú”. Sin embargo, a medida que el movimiento feminista ganaba fuerza y la tecnología avanzaba con debidos controles, la narrativa comenzó a cambiar.
Con el auge de la realidad virtual, los usuarios pudieron experimentar una amplia gama de dinámicas sexuales que enfatizan la conexión emocional, el deseo mutuo, la reciprocidad y la igualdad. Se pudieron diseñar escenarios para resaltar la importancia de la comunicación y el respeto, haciendo que los actos violentos o coercitivos parecieran no solo indeseables sino completamente desagradables. La naturaleza inmersiva de la realidad virtual permitió a las personas experimentar las consecuencias emocionales de sus acciones en un entorno seguro, fomentando la empatía y la comprensión. Del mismo modo que la pornografía había desempeñado un papel tan importante en la deshumanización de las mujeres para la industria del sexo, a medida que más y más hombres se involucraban con estas tecnologías, comenzaron a internalizar los valores de reciprocidad del deseo en las relaciones íntimas, lo que condujo a una disminución significativa de los usuarios de pornografía.
En la década de 2070, los programas educativos desarrollados por organizaciones feministas se integraron en los planes de estudios escolares de todo el mundo. Estos programas enseñaban a los jóvenes, desde una edad temprana, la importancia de que ambos miembros de la pareja contribuyan y se beneficien por igual en cualquier relación sana. Las conversaciones en torno al sexo, la intimidad y la dinámica de poder pasaron a formar parte del discurso cotidiano, contribuyendo a un cambio cultural que rechazaba la cosificación de los cuerpos, el uso de cualquier forma de coacción y la normalización de la misoginia.
A medida que las personas se fueron informando sobre sus derechos y responsabilidades y sobre la dinámica de poder en las relaciones, la demanda de sexo pagado disminuyó. La visión social de la intimidad pasó de ser una de propiedad y transacción (típica de una economía de mercado) a una de respeto mutuo y conexión (típica de una economía del regalo).
El punto de inflexión se produjo en 2090 con la adopción del Pacto Mundial para la Igualdad, un marco integral basado en el tratado de las Naciones Unidas de 1981 titulado Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), que pretendía erradicar, entre muchas otras instituciones patriarcales, la industria del sexo abordando sus raíces: la misoginia, la pobreza, la desigualdad sistémica y, específicamente, la cultura mundial de la violación que se había ido fortaleciendo durante milenios. Los países que firmaron el pacto se comprometieron a invertir en una educación transformadora, que incluyera la educación sexual continua para todas las personas y la creación de espacios seguros públicos, privados y virtuales que permitieran a cualquiera que lo deseara examinar sus propias actitudes, conductas o ideas que contribuían a la existencia de prácticas sexuales nocivas y estereotipos de género nocivos para ambos sexos. Para transmitir la idea de que la sexualidad humana necesitaba una transformación debido a sus aspectos violentos, las abolicionistas y las y los supervivientes de la prostitución mostraron como la sexualidad humana, tal como se entendía y practicaba en la pornografía, era una forma muy popular de educación sexual que perpetuaba comportamientos nocivos y dinámicas de poder que conducían a la violencia y la explotación. Afirmaron que, para crear una sociedad más sana y respetuosa, debemos transformar nuestra comprensión de la sexualidad. Esto implicaba promover el deseo mutuo y la reciprocidad, libres de cualquier tipo de coacción o violencia. Y lo que es más importante, implicaba promover la conexión emocional, al tiempo que se desafiaban y desmantelaban activamente las normas y prácticas tóxicas que contribuyen a la violencia misógina contra las mujeres.
El pacto también exigía servicios de salud mental accesibles para los adultos que habían sido educados en la cultura de la violación, así como la curación de traumas, el empoderamiento y oportunidades económicas y de otro tipo para las víctimas de la misma. El movimiento feminista abolicionista ganó fuerza y pronto la marea empezó a cambiar.
A medida que los gobiernos empezaron a actuar, se destinaron fondos a iniciativas destinadas a apoyar a las supervivientes de la trata y la explotación sexual. Los refugios, los servicios de asesoramiento y los programas de salida florecieron, proporcionando un salvavidas a quienes buscaban escapar del ciclo de abuso y trauma complejo. A medida que más y más supervivientes se convirtieron en defensoras del cambio, compartiendo sus historias y luchando por la justicia, la narrativa en torno a la prostitución comenzó a cambiar de una que pretendía que era empoderante para las mujeres porque era “trabajo” a una que entendía que se trataba del poder y la dominación masculinos y su relación con el sexo/género, la edad, la posición social, la clase, la raza, etc. Las supervivientes convencieron a la mayoría de la gente de que la prostitución se basa en el concepto de que el cuerpo femenino, especialmente el de una mujer pobre y racializada, debe utilizarse en beneficio de cualquier hombre, reforzando el mito de que todos los hombres tienen derecho a lo que se considera su gratificación sexual, pero que en realidad es su necesidad de dominar y ejercer poder sobre, como mínimo, una mujer prostituida.
Al compartir sus propias experiencias, las supervivientes pudieron demostrar claramente que la prostitución es una manifestación de la relación general entre los sexos en un mundo patriarcal, una relación que en realidad se trata de violencia, explotación, mercantilización y desigualdad social, pero específicamente, de la forma más concentrada de misoginia. Y, por supuesto, también va más allá de la misoginia porque la institución patriarcal de la pornografía y la prostitución es una institución más compleja y polifacética que la producida únicamente por la misoginia. Esta institución extremadamente violenta suele incluir formas subyacentes o adicionales de odio y discriminación entrelazadas con la misoginia, como el racismo, la homofobia, la xenofobia o el clasismo.
Cuando desperté de este sueño doloroso pero visionario, sentí un renovado sentido de propósito. La lucha por la igualdad estaba lejos de terminar incluso en mi sueño, pero ahora que había visto tan claramente las sociedades que las feministas habían estado tratando de construir durante siglos, estaba segura de que las mujeres de todo el mundo seríamos capaces de lograr nuestros objetivos gracias a nuestro amor por la humanidad y los demás seres vivos, nuestra resiliencia, solidaridad y determinación inquebrantable. Sabía que las mujeres seguirían alzándose, mano a mano, hacia un futuro más brillante para todos los seres vivientes. El viaje era continuo, pero con cada institución patriarcal que se desmantelaba, no solo estábamos soñando con un mundo mejor, sino que lo estábamos haciendo realidad. Las cicatrices del pasado permanecían, pero servían como recordatorio de la fuerza y el coraje de aquellas que habían luchado por el cambio.
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