Sara Sefchovich
Qué sorprendente la manera como han reaccionado los japoneses a la enorme tragedia. No hemos visto escenas de pánico, histerias, conatos de violencia, todo lo que uno esperaría que se produjera, considerando que hay miles de muertos y desaparecidos, millones de refugiados y evacuados y que no quedó piedra sobre piedra en ciudades y pueblos del norte de la isla.
Y sin embargo, lo que se ve es a las personas obedeciendo las instrucciones de las autoridades, esperando pacientemente en la cola su ración de agua o la medición de la radiactividad en su cuerpo. Y entonces nos damos cuenta de que nuestra lógica no es la de ellos, de que no todos reaccionamos de la misma manera ante los desastres.
Y trato de encontrar una explicación.
Me parece que ella puede estar en su geografía: islas con escarpadas montañas y mar profundísimo, un territorio con pocos recursos naturales al que hay que arrancarle todo a golpe de esfuerzo y carácter y trabajo duro. Su grano básico, el arroz, exige para su cultivo un grado de paciencia y precisión, de trabajo intenso y de obligatoriedad de acuerdo colectivo para lograr el éxito de la cosecha, que marcan a la cultura.
Pero también puede estar en su historia: un país cerrado en sí mismo hasta casi fines del siglo XIX (aunque los vecinos chinos influyeron de manera importante en su cultura) dominado por los shogunes, que ejercían el poder absoluto. Eso hizo de la lealtad y el honor el centro inevitable de su existencia para poder sobrevivir en los enfrentamientos entre grupos internos. ¿Quién no recuerda las películas de Toshiro Mifune sobre esto?
Está además su religiosidad, el sintoísmo que es (no podría ser otra cosa), el culto a la naturaleza y la veneración a los espíritus de los fenómenos naturales, que deben haber sido tremendos (los temblores y tsunamis han sucedido con rigurosa periodicidad) como para que sus santuarios sean sencillos, cabañas que si sobreviven a ellos, de todos modos deben desmontarse y volverse a levantar cada 20 años, como señal sin duda de la impermanencia de todo. Y el budismo, con su idea cíclica de la vida.
Y luego está la sociedad, esa que combina al Japón viejo y refinado que nos describen Kawabata y Mishima, el que encontró Kipling a fines del siglo XIX y fantaseó Puccini en Madame Butterfly y el de un Japón nuevo, el de los cómics y caricaturas junto con los relatos de Banana Yoshimoto.
Y por fin, está la sicología. Sin duda siempre se supieron en situación vulnerable. Allí está la famosísima estampa “La gran ola de Kanagawa” de Hokusai, que muestra una ola gigante a la vez hermosa y terrible, o las estampas de Sesshu, en donde la naturaleza de repente adquiere una vida que fascina y asusta. Podríamos hablar de toda una estética en la que siempre se pone de manifiesto la pequeñez del hombre y la superioridad de la naturaleza, no importa el grado de modernidad, como se ve en la película Sueños de Akira Kurosawa, que en uno de los relatos dejó ver la ansiedad oculta de lo que sería una explosión nuclear y la imposibilidad de huir a ninguna parte porque la nube radiactiva los alcanza implacablemente.
Por supuesto, nada de esto es suficiente para entender a una cultura que se precia de tener, como escribió Mishima, un significado en la superficie y un significado oculto. Pero quizá sirva para entender por qué en 1889 Kipling habló de los japoneses como un gran pueblo, con un gobierno “tan emprendedor como se pueda esperar de un gobierno” y un siglo después, una joven escritora japonesa habló de que son personas que intentan siempre ir hacia delante, luchando con su vida de todos los días silenciosamente y con ímpetu.
Esta vida es la que se ha trastocado con los cuatro jinetes del Apocalipsis que les cayeron encima: sismo, tsunami, debacle bursátil, amenaza nuclear. Nada será igual con el hermano desaparecido, la hija que se llevó el agua, la casa derruida que guardaba las fotos, el vestido nuevo, el sillón de la abuela, los papeles de identidad y de escolaridad, el dinero penosamente ahorrado. Por eso, igual que Banana Yoshimoto, nos preguntamos ¿por qué ha sucedido esto? ¿Acaso Dios no existe?
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Y sin embargo, lo que se ve es a las personas obedeciendo las instrucciones de las autoridades, esperando pacientemente en la cola su ración de agua o la medición de la radiactividad en su cuerpo. Y entonces nos damos cuenta de que nuestra lógica no es la de ellos, de que no todos reaccionamos de la misma manera ante los desastres.
Y trato de encontrar una explicación.
Me parece que ella puede estar en su geografía: islas con escarpadas montañas y mar profundísimo, un territorio con pocos recursos naturales al que hay que arrancarle todo a golpe de esfuerzo y carácter y trabajo duro. Su grano básico, el arroz, exige para su cultivo un grado de paciencia y precisión, de trabajo intenso y de obligatoriedad de acuerdo colectivo para lograr el éxito de la cosecha, que marcan a la cultura.
Pero también puede estar en su historia: un país cerrado en sí mismo hasta casi fines del siglo XIX (aunque los vecinos chinos influyeron de manera importante en su cultura) dominado por los shogunes, que ejercían el poder absoluto. Eso hizo de la lealtad y el honor el centro inevitable de su existencia para poder sobrevivir en los enfrentamientos entre grupos internos. ¿Quién no recuerda las películas de Toshiro Mifune sobre esto?
Está además su religiosidad, el sintoísmo que es (no podría ser otra cosa), el culto a la naturaleza y la veneración a los espíritus de los fenómenos naturales, que deben haber sido tremendos (los temblores y tsunamis han sucedido con rigurosa periodicidad) como para que sus santuarios sean sencillos, cabañas que si sobreviven a ellos, de todos modos deben desmontarse y volverse a levantar cada 20 años, como señal sin duda de la impermanencia de todo. Y el budismo, con su idea cíclica de la vida.
Y luego está la sociedad, esa que combina al Japón viejo y refinado que nos describen Kawabata y Mishima, el que encontró Kipling a fines del siglo XIX y fantaseó Puccini en Madame Butterfly y el de un Japón nuevo, el de los cómics y caricaturas junto con los relatos de Banana Yoshimoto.
Y por fin, está la sicología. Sin duda siempre se supieron en situación vulnerable. Allí está la famosísima estampa “La gran ola de Kanagawa” de Hokusai, que muestra una ola gigante a la vez hermosa y terrible, o las estampas de Sesshu, en donde la naturaleza de repente adquiere una vida que fascina y asusta. Podríamos hablar de toda una estética en la que siempre se pone de manifiesto la pequeñez del hombre y la superioridad de la naturaleza, no importa el grado de modernidad, como se ve en la película Sueños de Akira Kurosawa, que en uno de los relatos dejó ver la ansiedad oculta de lo que sería una explosión nuclear y la imposibilidad de huir a ninguna parte porque la nube radiactiva los alcanza implacablemente.
Por supuesto, nada de esto es suficiente para entender a una cultura que se precia de tener, como escribió Mishima, un significado en la superficie y un significado oculto. Pero quizá sirva para entender por qué en 1889 Kipling habló de los japoneses como un gran pueblo, con un gobierno “tan emprendedor como se pueda esperar de un gobierno” y un siglo después, una joven escritora japonesa habló de que son personas que intentan siempre ir hacia delante, luchando con su vida de todos los días silenciosamente y con ímpetu.
Esta vida es la que se ha trastocado con los cuatro jinetes del Apocalipsis que les cayeron encima: sismo, tsunami, debacle bursátil, amenaza nuclear. Nada será igual con el hermano desaparecido, la hija que se llevó el agua, la casa derruida que guardaba las fotos, el vestido nuevo, el sillón de la abuela, los papeles de identidad y de escolaridad, el dinero penosamente ahorrado. Por eso, igual que Banana Yoshimoto, nos preguntamos ¿por qué ha sucedido esto? ¿Acaso Dios no existe?
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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