oro negro, el petróleo. Todo esto avalado por la ONU.
La guerra, siempre la guerra, esta semana en el norte de África, dando razón a los postulados del instinto de muerte que describió Sigmund Freud.
Si, la guerra bestia salvaje y feroz, sin rostro, devoradora implacable de la humanidad, aparece como parida por el averno cual depredadora siniestra apareada con la crueldad. Voraz e insaciable, se convierte en un peligro inmanejable para la sociedad, porque la vida se torna persecución, paranoia, terror y desesperación cotidiana que enloquece por el miedo a ser engullido.
Cada ataque aéreo sobre suelo libio deja a la sociedad con un amargo sabor a muerte, a putrefacción, semejante a la caída en un abismo. Desafío y afrenta cargados de crueldad que nos asombra, indigna y termina por paralizarnos. Crueldad que adopta formas y dimensiones para las cuales no tenemos una explicación. Si bien sabemos que subyacen turbios intereses políticos, económicos, raciales y religiosos, agregados de un deseo megalomaniaco y maligno de poder del dictador Kadafi. Estos aspectos no alcanzan para explicar las nuevas formas de crueldad sin límite. Drama violento que nos indica el fracaso de lo propio, la disolución de los límites y las reglas, la muerte del otro y la muerte propia bajo la sombra regresiva y odiada de la persecución generadora de ese pánico que aturde, atonta y nos abruma con una carga de angustia desgarradora.
Este aquelarre se ha vuelto una pesadilla cotidiana. Pero a la inversa de la economía mundial que inexorablemente va en picada, la crueldad y la guerra van al alza, llegando a límites que desbordan hasta la capacidad de comprensión, retando cínicamente a la razón. El yo se descubre como un yo herido, sangrante, afrentado y humillado de manera despiadada hasta la indefensión; un yo que intenta remediar sus pérdidas sin saber de qué manera hacerlo. El enemigo se torna irrepresentable, aparece desde lo siniestro al esconder su identidad y conducir a la sociedad civil al sufrimiento extremo cuyo único recurso defensivo es el repliegue sobre sí misma, así como un viraje al silencio consolador que crece entre los lamentos.
¿Quiénes son esos grupos que se enfrascan en una lucha a muerte, enseñoreándose para infligir dolor a víctimas inocentes, usufructuando un goce perverso y un sadismo omnipotente? Libia vive una pesadilla, ante los disparos, estallidos, voces, gritos, rumores y sirenas pero sobre todo llantos y lamentos.
Voces confusas, palabras ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen, terror y confusión, entre enormes charcos de sangre, intranquilidad y angustiante sensación de indefensión sólo quedan traumas de muy difícil elaboración sobre una úlcera que carcome a la humanidad. Con todo esto, de manera tala-drante y subrepticia, corre el do-lor bajo una nota inquieta de va-cilación, de inestabilidad e inseguridad ineludibles que se introducen de manera abrupta y desbordan toda posibilidad de simbolización. Las voces de millones de pacifistas se tornan débil susurro ante la desgracia.
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