La enfermedad es sólo un pequeño ejemplo de la trascendencia de la escucha y del valor del diálogo. Todo, o casi todo lo relacionado con los seres humanos parte del acto de primero oír y después hablar. Escuchar es una virtud y un don. Dialogar es una necesidad. Ambas cualidades han perdido vigor y presencia. La incapacidad de las personas para dialogar es cada vez mayor.
Fue Wittgenstein quien dijo: Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo
. En el mundo contemporáneo los límites del lenguaje son cada vez mayores. La persuasión, la construcción y los alcances de las palabras son cada vez menores; el contagio de la incomunicación barata se reproduce aceleradamente y engloba cada vez a más seres humanos. Por supuesto, el mal, la incapacidad de modificar a partir del diálogo, no es universal, pero, sí lo suficientemente generalizado para alarmarse. Esa admonición permite modificar la magistral idea de Wittgenstein: Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje
. La catástrofe de la incomunicación es la catástrofe del mundo.
La cortedad del diálogo achica a la persona, enjuta el mundo y constriñe la comunicación entre los seres humanos. La falta de escucha y la ausencia de diálogo no son víctimas de una conspiración planeada. Son el resultado de la falta de comunicación construida paso a paso, sotto voce, por los medios masivos de comunicación y por la nueva parafernalia de Black Berries y sucedáneos que sustituyen la escucha y el diálogo por los mensajes interminables sin cara, sin voz, sin contenido. Mensajes dirigidos a interlocutores difuminados cuyo lenguaje se limita al uso de unas pocas palabras.
Lo obvio, la imposibilidad de componer el orbe mediante la escucha y del diálogo se expande y amenaza lo que no parece obvio: la modificación, sutil o no, de la condición humana. La transformación del ser humano como consecuencia de la incapacidad para dialogar es hoy un problema tangible. Mañana, ese cambio, será una enfermedad cuyos alcances son difíciles de predecir, pero, seguramente, alterarán en forma negativa –quizás deshumanizar sea la palabra adecuada– las relaciones interpersonales. Aunque ni los mensajes, ni quien los envía, ni quien los recibe son anónimos, la idea del anonimato inscrita en ese indiálogo no es descabellada.
Los recovecos del lenguaje son invaluables. Escuchar es una bella palabra. Significa prestar atención a lo que se oye
. Escuchar proviene del latín auscultare, inclinarse para aplicar la oreja
o cultivar la oreja
, como lo hacían los galenos antes de la invención del estetoscopio. El acto de escuchar requiere primero acercarse y después, cuando sea prudente, responsabilizarse de lo escuchado, o, incluso, si lo amerita la situación, obligarse a trabajar con el contenido del mensaje. Escuchar es obligación y es responsabilidad. ¿Hacia dónde camina nuestra sociedad? ¿Qué sucederá con el ser humano tan lleno de aparatos y tan vacío de ideas? Caminará hacia la deshumanización, hacia el desconocimiento de las personas, hacía el vacío que surge de las palabras sin contenido y hacia la incapacidad para dialogar.
Han transcurrido muchos años desde que T. S. Eliot diagnosticó, en su maravilloso poema The Rock (1934), lo que ahora vivimos:
“Invenciones sin fin, experimentos sin fin, / nos hacen conocer el movimiento, pero no la quietud; conocimiento de la palabra, pero no del silencio; / de las palabras, pero no de la Palabra.
“¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?
¿Y dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?
Eliot, por supuesto tiene razón. La incapacidad para escuchar y dialogar han triunfado: la condición humana se encuentra cada vez más amenazada.
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