Pedro Miguel
En
tanto llegan los días decisivos de poner a votación la entrega del
petróleo nacional a intereses corporativos privados, nacionales y
extranjeros, las bancadas legislativas de los principales partidos se
entretienen en la rebatinga de una reforma electoral cuyas modalidades
sólo tienen interés para la clase política y que no suscita el menor
interés para el resto de la sociedad. No es para menos: lo que está en
juego es un reacomodo institucional que afecta sólo tangencialmente el
modelo de democracia representativa formal tras el que se esconde la
dominación oligárquica del país: el de la iniciativa y la consulta
ciudadanas.
Una acción positiva, que acercara a las cámaras legislativas a la
población y contribuyera a remontar el enorme desprestigio y la falta
de credibilidad de diputados y senadores sería el poner sobre la mesa
el tránsito hacia una democracia participativa que aportara
funcionalidad y credibilidad al conjunto de las instituciones,
empezando por las electorales. El IFE es hoy en día –y así lleva una
década– un elefante blanco que no sirve ni para hacer aparentar que en
México se respeta la voluntad ciudadana. Del fraude cibernético operado
por la cosa que encabezaba Luis Carlos Ugalde a la compra masiva de
sufragios tolerada por la que presidió Leonardo Valdés Zurita, el IFE
malgasta más de 333 millones de pesos al año. En el colmo de la ironía,
para llegar a esa cifra la dependencia invirtió 16 millones más, a fin
de que una consultoría la pusiera en negro sobre blanco. Eso, sin
contar con chanchullos inmobiliarios recientes ni con el dinero que se
embolsaron los funcionarios desconocidos que hicieron llegar el listado
del Registro Nacional de Electores a empresas de marketing de Estados
Unidos y, de manera directa o indirecta, al mercado de Tepito.
Sería pertinente, por ejemplo, sacar al IFE del control de la clase
política y seleccionar periódicamente, por sufragio universal, y
mediante planillas o no, a su consejo general. Serían esas las mejores
candidaturas ciudadanaso independientes que podrían instituirse. Porque, claro, habría que estipular que los aspirantes no podrían ser postulados por los partidos.
Sería
también deseable establecer un mecanismo de transparencia independiente
del órgano electoral que, en lo sucesivo, disuadiera a sus funcionarios
de manejar en forma tan alegre el presupuesto asignado. Esa misma
receta habría que aplicar al Legislativo, al Judicial y a la miríada de
organismos autónomos que hoy proliferan en la Constitución y en los
organigramas y en los que el gasto se ejerce sin ninguna forma de
control por parte de los electores ni de supervisión de la opinión
pública.
Desde luego, sería también recomendable olvidarse por un rato de ese
distractor de la relección de diputados y senadores federales y
estatales y establecer un mecanismo realmente eficaz de control
ciudadano sobre esos y otros representantes populares: la revocación
del mandato, un sistema simple y directo que obligaría a los políticos
electos a preocuparse por rendir cuentas.
Y sí, por supuesto que es urgente introducir las figuras del
referendo, la consulta popular y la iniciativa ciudadana en la
legislación electoral del país. Es de obvia necesidad que la clase
política comparta potestades y funciones con la sociedad a la que dice
representar, un aserto que es puesto en duda por un número creciente, y
muy posiblemente mayoritario, de ciudadanos.
Mientras llega la hora de las definiciones en torno al intento de
entregar la industria petrolera, los legisladores podrían empeñarse en
convencernos, en suma, de que aspiran a la construcción de un país
democrático, que están comprometidos en la remoción de obstáculos en
esta dirección y que no ven el poder y los cargos de representación
popular como un coto y como un botín.
Pero cabe sospechar que tienen muchos motivos para mantener
secuestrada la institucionalidad política del país y que quieren seguir
así. Ya lo verán.
Twitter: @Navegaciones
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