10/28/2013

La NSA y la saga de Snowden



Carlos Fazio

Desde hace un cuarto de siglo, al terminar la guerra fría, los miembros de la llamada comunidad de inteligencia de Estados Unidos –que agrupa a 16 agencias, departamentos y servicios que dependen de la oficina del director nacional de Inteligencia, James Clapper− han dejado de ser parte de una cofradía fascinante de aristócratas aventureros que, inspirados por el sentimiento de que nobleza obliga, cumplía atrevidas misiones clandestinas.
Hoy día, la casi totalidad de quienes se dedican de manera profesional al espionaje está compuesta por recolectores de datos de seguridad, analistas e inquisidores que, lejos de constituir un conjunto de nerds informáticos o burócratas que interceptan llamadas, cumplen una misión eminentemente militar. Y si bien personal de la CIA, la FBI y la DEA realiza operaciones paramilitares encubiertas, de infiltración, penetración, guerra sicológica, propaganda y otras propias del espionaje tradicional, sus esfuerzos −como han venido develando las filtraciones a cuentagotas del ex analista Edward Snowden− han quedado empequeñecidos al lado de los enormes y sofisticados programas de obtención de información por medios técnicos, que ponen en práctica otros servicios como la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés), la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA, del Pentágono) y la Oficina de Reconocimiento Nacional (NRO).

Es indiscutible que por razones de seguridad nacional la obtención de información secreta constituye una función necesaria en todo Estado moderno. En cambio, sí son discutibles las masivas operaciones clandestinas, ilícitas e ilegales, ejecutadas no sólo contra gobiernos considerados enemigos, hostiles e ideológicamente adversos o personas potencialmente peligrosas, sino contra líderes aliados y amigos, miembros de gabinetes, altos funcionarios públicos y directores de empresas paraestatales estratégicas (como Pemex o Petrobras), políticos, militares, industriales, corporaciones empresariales y millones de ciudadanos de a pie pertenecientes a las clases medias digitales globales, bajo la pantalla de tareas de inteligencia antiterroristas. A ello se suman los dudosos fines a los que destina esa información el gobierno de Estados Unidos, esto es, como un instrumento secreto de la Casa Blanca, de un grupo selecto de congresistas, los amos de Wall Street y personas poderosas del complejo militar-industrial-energético-mediático, que alimenta las guerras imperiales y neocoloniales por territorios y recursos geoestratégicos en curso.
Hasta ahora, el Estado policial totalitario al servicio de Barack Obama y los grandes magnates de Estados Unidos había venido funcionando con un alto grado de cohesión, disciplina vertical y defensa mutua, y operaba con total impunidad gracias al aval de una red de poderosos aliados internacionales, como la canciller alemana, Angela Merkel; el presidente galo, François Hollande; el primer ministro italiano, Enrico Letta; el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, y el premier David Cameron, cuyo país, Gran Bretaña, integra junto con EU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda el llamado grupo de los cinco ojos.

Las revelaciones sobre la pinchadura de un teléfono móvil que la señora Merkel usó entre 1999 y julio de 2013, con el consiguiente acceso a los mensajes de texto y las conversaciones de la jefa del gobierno alemán, parecen haber modificado levemente su actitud contemporizadora, y acaba de señalar que espiarse entre amigos es inaceptable. Lo que más preocupa a los socios europeos de la OTAN es que la NSA y los servicios británicos, activos colaboradores de los estadunidenses a través de su Cuartel General de Comunicaciones (GCHQ), estén utilizando el espionaje para obtener información de bases de datos financieros y bancarios, y para robar información comercial e industrial, con la consiguiente repercusión desleal en los mercados.

Evidencias sobran. La NSA y el GCHQ infiltraron en Bélgica las redes de la compañía telefónica Belgacom, lo que les permitió acceder de manera secreta a la base de datos SWIFT −el sistema mundial interbancario−, bajo la excusa de combatir al terrorismo. La semana pasada, una comisión del Parlamento Europeo pidió que se anule el acuerdo de transferencia de datos bancarios con EU (muy sensible para Washington) y estudia suspender otro acuerdo vigente llamado safe harbour, por el que unas 3 mil empresas estadunidenses acceden a datos de los europeos.

Otras revelaciones indican que la NSA espiaba la embajada de Francia en Washington bajo el código secreto Wabash, mientras la misión gala en la ONU era monitoreada bajo el código Blackfoot, traducción literal de la conocida expresión pied noir. Las investigaciones se centraban en las mensajerías electrónicas de cuentas de Wanadoo.fr, antigua filial de la francesa Orange, y alcaltel.lucent.com, empresa franco-estadunidense que desempeña un papel clave en materia de equipamiento de redes de telecomunicación.

Italia ha sido espiada por partida doble. Por un lado, con el ya famoso programa de vigilancia electrónica Prisma de la NSA, y también por un programa paralelo y convergente llamado Tempora, utilizado por los 007 de Gran Bretaña para espiar los cables de fibra óptica que transportan las llamadas telefónicas, los correos electrónicos y el tráfico de Internet. El objetivo ha sido la obtención de datos sobre tecnologías avanzadas, potencialidades bélicas o negociaciones comerciales legales entre empresas italianas y países árabes.

La NSA es la punta del iceberg. Según Der Spiegel, la CIA y la NSA tenían 80 equipos de vigilancia en el orbe en 2010. Gracias a Snowden, Julian Assange y el soldado Manning, hoy se sabe que el espionaje masivo es una política oficial de la administración Obama, como base de un Estado policial omnipresente. No obstante, una nueva conciencia civil colectiva se abre paso y se sintetiza en el Dejen de espiarnos que resonó con fuerza frente al Capitolio el sábado.
Enlaces:
Sitio especial de La Jornada sobre WikiLeaks

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