Miguel Concha
La Jornada
En su afán recurrente
por legalizar lo ilegal, el actual régimen muestra de nueva cuenta
características del autoritarismo del siglo XXI. México se vuelve punta
de lanza entre las formas de gobierno que, a decir de Giorgio Agamben,
se sostienen en la suspensión misma del derecho, de acuerdo a su
conveniencia y privilegios, son gobiernos en permanente estado de
excepción.
Ahora se nos presentan nuevas legislaciones posibles, que apuntalan
más la idea de un Estado que, bajo el amparo de las normas jurídicas,
excede mañosamente facultades en relación al uso de la fuerza pública, y
que, conforme a lo que hemos conocido, las amplía todavía más con la
fuerza militar; construye formas jurídicas sutiles que le permiten
reafirmar su paradigma de seguridad y control, amparado bajo el discurso
del orden y el derecho que, como hemos visto, es contrario a un Estado
basado en el respeto y protección de las garantías de las personas y
pueblos. Las recientes reformas al Código de Justicia Militar y la
creación de un Código Militar de Procedimientos Penales, aprobadas por
la Cámara de Diputados y turnadas al Senado, se convierten en una pieza
más de estas
sutilezas legalesen el actual sistema de normas jurídicas en el país. Preocupa primeramente que este tipo de legislaciones se aprueben en tiempo récord y que incluso los legisladores hayan votado sin conocer sus contenidos. Ahora sabemos que fue prácticamente hasta que se dio la discusión en el pleno de San Lázaro cuando la sociedad en general conoció las implicaciones a los derechos humanos que traería la aprobación de estas leyes castrenses. Sabemos que estas propuestas legales pretenden equiparar el nuevo sistema penal acusatorio, basado en juicios orales, con un nuevo sistema de justicia militar. No han quedado, sin embargo, claras las facultades otorgadas a militares, y hasta la fecha no se ha informado de las ambigüedades en torno a que, en este nuevo sistema de justicia militar, jueces de control puedan emitir órdenes de cateos en domicilios particulares, incluso contra instituciones del Poder Legislativo, tanto federal como local, así como órganos autónomos de protección de derechos humanos.
Este tipo de conceptualizaciones y de procedimientos jurídicos,
enmarcados en la racionalidad militar, resaltan el desdén que las
fuerzas armadas tienen hacía los sistemas de impartición de justicia
civiles. Podemos sostener que crean su propio orden judicial, que
robustecen sus instituciones, les dan más facultades y, lo que es más
grave, los exime de conocer violaciones a derechos humanos, cuyas
víctimas son particulares o los propios militares. Sabemos que con la
discusión sobre el fuero militar, ya desde hace algunos años se avanzó
para que los casos en los que existan violaciones a derechos humanos
cometidas por militares contra civiles deban ser juzgados por tribunales
civiles y no castrenses. Pareciera, sin embargo, que este nuevo sistema
de justicia militar genera procesos paralelos y busca circunscribir
nuevamente al orden militar el procesamiento de sus propios miembros. En
este sentido, las nuevas propuestas generan facultades para una
Fiscalía General de Justicia Militar, que funge como Ministerio Público y
que, bajo el sistema de jueces de control, estaría encargada de
ejecutar cateos e intervención de comunicaciones de militares o de
particulares.
Frente a esta nueva reglamentación, ¿cómo se pretende
armonizar el amplio marco de protección de derechos humanos con el
sistema de justicia militar? ¿Por qué la necesidad de mantener un orden
judicial castrense
similaral de justicia civil? ¿Por qué, si se pretende que estas legislaciones tengan efecto únicamente en el ámbito militar, se amplían facultades para intervenir en el campo de lo civil? Ya sean casos de delincuencia organizada, o de homicidios dolosos, graves y violentos, con armas de fuego y explosivos, lo cierto es que bajo ningún argumento las fuerzas armadas pueden, en primer lugar, eximirse de darnos certeza acerca de que estos procedimientos legales que buscan establecer no generarán más violaciones a derechos humanos cometidas por militares y, en segundo, no se pueden exculpar por violar derechos humanos contra particulares, e incluso contra semejantes militares.
En medio de todas estas discusiones, lo que provoca más desconcierto
es el uso de fondo de las fuerzas armadas en el campo de la seguridad
pública. Después de iniciada la supuesta guerra contra el narcotráfico,
México vive una agravada crisis de derechos humanos, en la que el
Ejército mexicano tiene un papel preponderante, tal como lo externó la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el informe de su
visita in loco, según el cual
la violencia está estrechamente relacionada con la presencia de fuerzas militares en las diversas áreas del país de mayor presencia de crimen organizado, narcotráfico y conflictividad.
Podemos sostener que las fuerzas armadas están en franco desgaste,
actúan al margen de sus obligaciones para con los derechos humanos y
algunos de sus miembros se encuentran corrompidos por los mismos grupos
delincuenciales que combaten. Es menester, entonces, que el Congreso
informe sobre lo que legisla, asuma su responsabilidad en la aprobación
de estas leyes castrenses y, desde luego, ajuste todas éstas al estricto
respeto de los derechos humanos.
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