Chile
El Desconcierto
Luego de aprobado, en
su primer trámite constitucional, el proyecto de ley que despenaliza el
aborto en tres causales se planteó –entre otros por Daniel Mansuy- que
dicha aprobación sería un triunfo del individualismo pues se sustentaría
en que “la
mujer es dueña de su cuerpo y de sus decisiones y, por tanto, resulta
ilegítimo imponerle algún tipo de obligación vía legal en esta materia”.
Más allá de que es harto discutible que un proyecto tan restrictivo
pueda ser considerado individualista en el sentido que pretende darle
Mansuy, quisiéramos detenernos en algunos aspectos específicos de la
argumentación que es bien tramposa: ¿cuál es el lugar que ocupa el
individualismo en la justificación de la despenalización del aborto bajo
tres causales?
El individualismo puede ser entendido, siguiendo a
Kukathas y Pettit, en un sentido metafísico o moral. Un individualista
metafísico cree dos cuestiones: en primer lugar, que los agentes
individuales son los motores principales de la vida social, que su
condición de agentes no se ve comprometida por regularidades sociales de
ningún tipo; y, en segundo lugar, que los sujetos individuales no
dependen de las relaciones que tengan unos con otros. El individualista
moral, en cambio, piensa algo bien distinto: los agentes individuales
son los que importan primordialmente en el diseño de las políticas
públicas y son sus intereses los que deben ser considerados
preferentemente al planear tales arreglos.
El error del
planteamiento de Mansuy es creer que todo individualista moral es
también un individualista metafísico. Defender la libertad de decidir no
supone, en ningún caso, comprometerse con posiciones que desconozcan
las fuentes sociales de nuestras convicciones, el lugar relevante que
ocupa la tradición, la cultura, para algunos también la religión, en la
conformación y consolidación de la identidad individual. Somos seres
sociales y todo buen diseño institucional ha de ser sensible al lugar
relevante que ocupan los horizontes de sentido común en la construcción
del yo, un proceso en el que siempre confluyen rasgos individuales y
sociales. Luego, no es cierto que defender la autonomía suponga un
desprecio por la construcción de un bien común, de impulsar valores como
la solidaridad y la empatía por los otros. Al contrario, el
individualismo es perfectamente coherente con bienes de carácter
agregativo; pero que son gozados individualmente.
Entonces ¿qué
es lo que realmente está detrás de la “libertad de decidir”? Lo que
realmente está en juego es una de las conquistas más estimables de la
modernidad: la convicción moral intransable de que, en última instancia,
cada ser humano ha de ser soberano sobre las decisiones fundamentales
de su vida, no importa cuánto ame, tema o respete a los demás. El
individualismo moral defiende una tesis modesta: a una mujer no se le
puede obligar, menos por la vía penal, a llevar adelante un embarazo
forzado o a poner en riesgo su vida por las convicciones religiosas de
otros y eso no tiene nada de individualismo radical, sino que es la base
misma de cualquier moralidad plausible: cada persona ha de ser
considerado como un fin en sí mismo y nunca como un medio para los fines
de otros.
En otra columna Mansuy
no sólo descarta esta versión modesta de la autonomía, sino que también
la pertinencia de una aproximación anclada en la igualdad. Mansuy
afirma que abordar el aborto como una cuestión ligada a la distribución
de cargas sociales (es decir, en clave de igualdad como propone Bellolio
en una columna previa en la que discute la idea de que el aborto sea
una expresión neoliberal) pecaría también de sesgo individualista porque
no advertiría, por un lado, que la maternidad y la paternidad tendrían
una especie de contenido místico (“una instancia misteriosa que
transmite lo humano”) y, por otro, que no sería posible redistribuir
socialmente las cargas asociadas a la primera porque solo las mujeres se
embarazan y no los varones. La representación de la maternidad y de la
paternidad como vectores de la reproducción de lo humano incurre
en el mismo problema que el comentarista dice querer combatir: la
construcción de fórmulas abstractas que suprimen o distorsionan la
complejidad social de las relaciones humanas. La imagen edulcorada de la
familia heterosexual que nos presenta Mansuy es también patriarcal:
presupone que el rol de reproducir la especie (incluyendo el cuidado de
los niños) le incumbe naturalmente a las mujeres, y que no puede haber
injusticia en esta distribución de roles porque aquella sería expresión
de la naturaleza.
Sin embargo, del hecho de que las mujeres
puedan gestar no se sigue, lógica, moral ni jurídicamente, que deban
hacerlo, mucho menos en condiciones trágicas. La razón por la que es tan
difícil apreciar la falacia de tal razonamiento es porque aquel expresa
una representación de lo femenino que- como dice Butler- no sólo es
discursiva sino también política. En efecto, al feminismo le ha
costado siglos de activismo y producción teórica visibilizar que la
capacidad procreativa femenina ha sido utilizada ideológicamente para
arrastrar a las mujeres incesantemente al territorio de lo natural, excluirlas del pacto social y así negar sus derechos.
Lo
mismo que muchos otros, Mansuy no ofrece ninguna razón para justificar
las implicaciones normativas que derivan de la capacidad procreativa
femenina que no sea su insistente apelación al valor de la vida.
Plantear la discusión moral sobre el aborto como un simple problema
relativo a la adhesión que los sujetos tienen respecto del valor de la
vida es también profundamente engañoso. Para darse cuenta de ello basta
realizar un simple ejercicio reflexivo. Es evidente que todos los
sujetos tenemos, en general, un apego al valor de la vida. Pero lo
anterior no significa que todos estemos de igual manera dispuestos a
desplegar las mismas conductas para proteger la vida. La adhesión al
valor de la vida se manifiesta en nuestras sociedades a través de
ecuaciones variables de defensa de dicho valor: a veces la defensa de la
vida expresa una simple autopreferencia individual que se presenta como
universalizable (mi deseo de que se proteja mi vida requiere que yo le
reconozca a otros el mismo derecho) y otras una mayor o menor
solidaridad con la mantención de la vida ajena. Así, alguien puede
autoproclamarse defensor de la vida y solo estar dispuesto a no matar a
otra persona, es decir, no necesariamente sentirse obligado a darle de
comer o a prestarle abrigo a un mendigo que se muere de hambre o frío. Muchos
de los que vociferan contra el aborto no se sienten obligados tampoco a
donarle el órgano de un pariente muerto a otras personas (aunque se
trate de niños) que necesitan dicho órgano para vivir. Otros tantos de
aquellos que defienden la vida no se consideran moralmente compelidos a
poner en riesgo la propia vida para salvar a otros sujetos, por ejemplo,
cediendo su lugar en uno de los pocos botes disponibles cuando se ha
producido un naufragio o permitiendo que otra persona escape antes que
ellos de un siniestro. Y, finalmente, muchos de aquellos que consideran
que es muy legítimo matar a alguien para defenderse de un robo, no
observan que tal idea contradiga la aseveración (que incansablemente
repiten) de que la vida es un valor absoluto.
Más que revelar
una adhesión irrestricta al valor de la vida, el rechazo al proyecto de
aborto en tres causales trasunta un profundo desprecio por las mujeres y
su dignidad. La posición que se niega a empatizar con la dolorosa
situación de quien debe decidir si continuar o no con un embarazo
deseado pero incompatible con la vida de la gestante; o que ha sido
resultado de un acto de violencia; así como su versión empalagosa que se
empeña en reclamar un sistema de acompañamiento que está más preocupado
de disciplinar a las mujeres que de apoyarlas en el difícil tránsito
que atraviesan; son continentes del germen de propietarización
neoliberal que escandaliza a Mansuy. Es en esta línea de aproximación en
la que el cuerpo de las mujeres es concebido como pura materialidad
(una incubadora) cuyo uso puede decidir discrecionalmente el Estado u
otros sujetos. Es este discurso el que se esmera en justificar que el
Estado debe apropiarse del cuerpo femenino de una manera similar a
cuando aquel expropia un bien por razones de “utilidad pública”. Es aquí
donde se tolera no solo la cosificación del cuerpo femenino, sino
también la cosificación de las propias mujeres.
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