Cartón de Rocha |
La mayoría, sin embargo, no está allí. Carente de una mismidad
firmemente delimitada y orientadora, necesita, frente a sus fuerzas
destructivas, una contención. San Agustín –quien experimentó en sí mismo
y en el mundo de su época esa condición no fija de la humanidad antes
de que Nietzsche la formulara– la vio en la Iglesia; los modernos, en el
Estado. Una y otro son la casa que en el imaginario humano de Occidente
nos protege frente al exceso de las fuerzas que en los seres humanos
tienden al mal o al caos.
Sin embargo, esas instituciones, hechas por mano humana para
contenernos, corren, como todo lo humano, el riesgo de corromperse con
rapidez y, con esa misma rapidez, lanzarnos a lo salvaje, a la
degradación de la vida y a la inseguridad del caos.
Esa corrupción se ha instalado desde hace varias décadas en México.
Sus consecuencias son ya un lugar común del horror, el miedo, la
inseguridad y la muerte. Vivimos, en este sentido y como no he dejado de
repetirlo, un tiempo del fin, un tiempo en el que, como lo comenta el
filósofo Rüdiger Safranski, las instituciones agotaron su búsqueda de
ideas orientadoras y creadoras de sentido. Aunque la humanidad continúa
cultivándolas con lo que queda de sentido, ellas perdieron la fuerza
formadora de otro tiempo en relación con el bien y el mal.
La corrupción de las instituciones, que es una forma de la corrupción
de lo humano, ha derruido la búsqueda de dar sentido al tiempo que
transcurre en la historia y ha dejado sitio a estructuras anónimas que,
en su búsqueda de instrumentalizar todo, nos han sumergido en el caos,
la anomia y el horror, y amenazan con destruirlo todo.
Frente a ese tiempo del fin, incapaces de imaginar algo nuevo que nos
permita, en un pacto solidario, detenernos y reconstruirnos desde otras
bases que recuperen el sentido de lo humano y su civilidad, continuamos
imaginando que las elecciones, pese a su carga de conflictividad, de
disputa, de soberbia y de descrédito, pueden rehacer la mediación
institucional del Estado.
Yo, por desgracia, no lo creo. Creo, por el contrario, que el tiempo
del fin, como una arena movediza, continuará tragándonos hasta que un
día, agotados por el sufrimiento, nos detengamos para construir una
unidad que hasta el momento está perdida. Creo, por lo tanto, que ante
eso lo único que podemos hacer es seguir el consejo que alguna vez dio
el poeta Gottfried Benn frente al desastre de su época: “Cuenta con tus
reservas”.
Esas reservas, en el caso de las víctimas, que son el rostro más
claro del desfondamiento de las instituciones; esas reservas que se han
expresado como resistencia en la protesta y que han creado mediaciones
institucionales –la ley de víctimas y la de desaparición–, que, dado su
desfondamiento, han sido y son más inoperantes que operantes, deben
pasar ahora de nuevo y, como ya lo solicitó el Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad, por un diálogo con los candidatos en el que se
establezca una agenda encaminada hacia la paz, la justicia y la
reconciliación, una agenda que debe ser asumida en común por todos.
Quien gane las elecciones se comprometerá a ponerla como tema
fundamental de su gobierno; quien pierda, a apoyarla mediante sus
bancadas.
¿Se logrará ese diálogo? ¿Los candidatos serán capaces de asumir esa
agenda indispensable para, como lo sueñan ellos y una buena parte de los
ciudadanos, rehacer las instituciones en su condición de contenedoras y
mediadoras de la vida humana, para darle el suelo que ha perdido el
país? ¿O nos dirán con su negativa, sus disputas, su énfasis en la
división y su desprecio por la vida humana y su territorio, que han
apostado por ahondar el tiempo del fin?
No lo sé. En todo caso, la propuesta de esa reserva moral que las
víctimas han mantenido está lanzada. Veremos si los candidatos y sus
partidos asumen el enorme desafío que tiene la nación y en un gesto de
unidad rehacen las instituciones y las vuelven operantes en el orden de
la contención del mal o si más bien habrá que aceptar que la anomia, el
caos y las fuerzas instintivas que han desfondado a las instituciones y
al país son quienes nos determinan y actúan a través de nosotros sin que
nosotros podamos ya controlarlas ni ordenarlas.
Contra mi intuición apocalíptica de que, pese a toda denuncia y toda
resistencia, nuestra época está perdida y su intolerable rostro se hará
más monstruoso, nada me gustaría más que estar equivocado. No es una
esperanza humana. Nada a mi alrededor me garantiza que así será. Es una
esperanza teológica, una esperanza que, como la de todas las víctimas
que no encuentran un eco en el mundo de los seres humanos, es casi
infernal, una esperanza como la que Cristo padeció en ese momento oscuro
y carente de cualquier significado humano que fue la Cruz y cuyo
misterio acabamos de conmemorar.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés,
detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los
presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a
gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
Este análisis se publicó el 8 de abril de 2018 en la edición 2162 de la revista Proceso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario