La Jornada
De acuerdo con los
resultados de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU),
efectuada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi),
77 de cada 100 adultos que residen en las urbes del país consideró
insegura la ciudad en la que habitan, un incremento de cuatro puntos con
respecto a la cifra del estudio precedente (marzo de 2017).
Significativamente, los porcentajes varían por género, pues mientras que
71 por ciento de los hombres consideran esto, en el caso de las mujeres
el indicador se eleva hasta 81 por ciento.
El promedio nacional es de suyo alarmante, pero se agudiza en áreas y
ciudades como sucede en el oriente capitalino, en donde llega a 96.7
por ciento; Coatzacoalcos, Veracruz (94.8); Fresnillo, Zacatecas (94.7);
norte de Ciudad de México (94); Chilpancingo, Guerrero (93.3), y
Cancún, Quintana Roo (93.2). En contraste, la urbe con el índice más
bajo en percepción de inseguridad es Mérida, Yucatán (29.9 por ciento),
seguida por Saltillo, Coahuila (33.5), y Los Cabos, Baja California Sur.
En promedios nacionales, 81.3 por ciento de las personas perciben
situaciones de peligro en los cajeros automáticos localizados en la vía
pública, 74.3 en el transporte colectivo, 68.7 en las calles que forman
parte de sus recorridos habituales y 68.1 en las sucursales bancarias.
El discurso oficial ha afirmado en distintas ocasiones que la
inseguridad es un asunto de percepción, más que de realidades, pero no
puede soslayarse el hecho de que existe una relación directa entre las
ciudades y regiones urbanas consideradas inseguras por sus habitantes y
los índices delictivos que imperan en ellas. En otros términos, los
pobladores del oriente y el norte de la ciudad capital, de Coatzacoalcos
o de Chilpancingo, no sufren de paranoia, sino que están inmersos en
una oleada delictiva atroz y, al parecer, imparable.
Otro tanto puede decirse de la diferencia en la percepción de
inseguridad entre géneros. Es un hecho que las mujeres están más
expuestas a agresiones, así sea porque a los delitos cometidos en contra
de la población en general debe sumársele, en su caso, la violencia de
género, que va desde ataques verbales y acoso hasta feminicidios.
Flaco consuelo resulta, por otra parte, el dato de que en las
urbes más apacibles del país un tercio o más de los habitantes viven en
una cotidiana sensación de peligro.
Si, como lo estipula la Constitución, la seguridad pública es una
responsabilidad compartida por los tres niveles de gobierno, la
percepción de falta de ella en la abrumadora mayoría de la sociedad es
indicativa de una ausencia del Estado o, cuando menos, de una
claudicación en el cumplimiento de la obligación primaria e
irrenunciable de garantizar la integridad física y patrimonial de la
población.
Lo cierto es que a lo largo de casi 12 años las autoridades
federales, estatales y municipales han fallado en el cumplimiento de ese
deber y que, los propósitos, programas, reformas legales y estrategias
adoptados en ese lapso no sólo no han contribuido a que la población se
sienta más segura sino que la sensación de lo contrario ha crecido en
forma paralela a los indicadores la violencia, la criminalidad y la
impunidad.
Resulta inadmisible y peligroso que 77 de cada 100 mexicanos vivan en
la zozobra ante los peligros que entraña ir al banco, abordar un
transporte público o caminar por las calles, no sólo por el sufrimiento y
la exasperación que tal situación genera sino también porque el estado
de derecho y las instituciones del país han perdido credibilidad ante
ese mismo porcentaje de personas. Es obligado e impostergable, pues, que
las autoridades de los tres niveles de gobierno empiecen,
independientemente del momento político nacional, a mostrar eficacia y
resultados reales en el combate a la inseguridad.
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