4/19/2018

Inseguridad: hechos y percepciones

La Jornada 


De acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), efectuada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 77 de cada 100 adultos que residen en las urbes del país consideró insegura la ciudad en la que habitan, un incremento de cuatro puntos con respecto a la cifra del estudio precedente (marzo de 2017). Significativamente, los porcentajes varían por género, pues mientras que 71 por ciento de los hombres consideran esto, en el caso de las mujeres el indicador se eleva hasta 81 por ciento.
El promedio nacional es de suyo alarmante, pero se agudiza en áreas y ciudades como sucede en el oriente capitalino, en donde llega a 96.7 por ciento; Coatzacoalcos, Veracruz (94.8); Fresnillo, Zacatecas (94.7); norte de Ciudad de México (94); Chilpancingo, Guerrero (93.3), y Cancún, Quintana Roo (93.2). En contraste, la urbe con el índice más bajo en percepción de inseguridad es Mérida, Yucatán (29.9 por ciento), seguida por Saltillo, Coahuila (33.5), y Los Cabos, Baja California Sur. En promedios nacionales, 81.3 por ciento de las personas perciben situaciones de peligro en los cajeros automáticos localizados en la vía pública, 74.3 en el transporte colectivo, 68.7 en las calles que forman parte de sus recorridos habituales y 68.1 en las sucursales bancarias.
El discurso oficial ha afirmado en distintas ocasiones que la inseguridad es un asunto de percepción, más que de realidades, pero no puede soslayarse el hecho de que existe una relación directa entre las ciudades y regiones urbanas consideradas inseguras por sus habitantes y los índices delictivos que imperan en ellas. En otros términos, los pobladores del oriente y el norte de la ciudad capital, de Coatzacoalcos o de Chilpancingo, no sufren de paranoia, sino que están inmersos en una oleada delictiva atroz y, al parecer, imparable.
Otro tanto puede decirse de la diferencia en la percepción de inseguridad entre géneros. Es un hecho que las mujeres están más expuestas a agresiones, así sea porque a los delitos cometidos en contra de la población en general debe sumársele, en su caso, la violencia de género, que va desde ataques verbales y acoso hasta feminicidios.
Flaco consuelo resulta, por otra parte, el dato de que en las urbes más apacibles del país un tercio o más de los habitantes viven en una cotidiana sensación de peligro.
Si, como lo estipula la Constitución, la seguridad pública es una responsabilidad compartida por los tres niveles de gobierno, la percepción de falta de ella en la abrumadora mayoría de la sociedad es indicativa de una ausencia del Estado o, cuando menos, de una claudicación en el cumplimiento de la obligación primaria e irrenunciable de garantizar la integridad física y patrimonial de la población.
Lo cierto es que a lo largo de casi 12 años las autoridades federales, estatales y municipales han fallado en el cumplimiento de ese deber y que, los propósitos, programas, reformas legales y estrategias adoptados en ese lapso no sólo no han contribuido a que la población se sienta más segura sino que la sensación de lo contrario ha crecido en forma paralela a los indicadores la violencia, la criminalidad y la impunidad.
Resulta inadmisible y peligroso que 77 de cada 100 mexicanos vivan en la zozobra ante los peligros que entraña ir al banco, abordar un transporte público o caminar por las calles, no sólo por el sufrimiento y la exasperación que tal situación genera sino también porque el estado de derecho y las instituciones del país han perdido credibilidad ante ese mismo porcentaje de personas. Es obligado e impostergable, pues, que las autoridades de los tres niveles de gobierno empiecen, independientemente del momento político nacional, a mostrar eficacia y resultados reales en el combate a la inseguridad.

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