Desde entonces, quienes le han sucedido han improvisado en torno a esa propuesta y han creado, disuelto, modificado y cuanto han querido con las corporaciones policiales y las instancias encargadas de elaborar las políticas públicas en seguridad.
En ese cuarto de siglo, la delincuencia siguió su propia dinámica. Creció y se desarrolló, por razones internas y del exterior, hasta convertirse en lo que ahora es: una fuerza beligerante que desafía cotidianamente al Estado.
Le ha arrebatado territorio, expolia y asesina a su población, gana batallas culturales y hasta recibe subsidio indirecto con la cooptación de policías y militares que se han capacitado con recursos del erario.
Hace rato que el Estado mexicano dejó de garantizar la integridad de las personas y la posesión de sus bienes, premisa a partir de la cual surgió el Estado como institución.
Por eso, a nadie sorprende los resultados del Inegi sobre la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), según la cual ocho de cada diez mexicanos se siente inseguro en la ciudad donde vive.
Es el fracaso del Estado puesto en cifras. A decir de sus propios habitantes, México es un país con miedo.
Para nadie es un secreto el poder de fuerza de las organizaciones delictivas. El Ejército, la Marina y la Policía Federal lo han aceptado públicamente. Lo que nunca van a admitir, empezando por sus jefes políticos, es que México vive un conflicto armado interno de proporciones incluso superiores a la de una guerra civil por el número de muertos, desaparecidos, desplazados y un abultado etcétera de violaciones a la dignidad humana y a derechos esenciales en una democracia.
La recuperación de la paz es el principal tema de la elección presidencial de 2018. Sin paz no hay desarrollo. Ni económico, ni educativo, ni de ningún tipo. Las empresas han incrementado sus gastos para tener más seguridad y trasladan esos costos a los consumidores. En muchas partes del país, los maestros se están capacitando sobre cómo reaccionar para proteger a los niños en casos de balaceras afuera de las escuelas.
La disyuntiva es mantener o no el esquema de guerra de Felipe Calderón y Enrique Peña, cuyo saldo más ominoso es el festín de barbarie en el que participa también el Estado. El resultado también ha sido benéfico para los grupos delictivos. Aunque mutantes, siguen obteniendo grandes ganancias en esta guerra económica.
Andrés Manuel López Obrador dice estar dispuesto a acabar con ese esquema. Es el único candidato presidencial en esa posición. Aun cuando se lo propusiera, los primeros tiempos de su eventual gobierno estarían marcados también por la violencia, dado el actual ciclo de confrontación y la inercia que mantendrá. Pero por más que quiera hacerlo y se levante de madrugada para tener reuniones con su gabinete de seguridad, no basta con su voluntad para que en México haya paz.