Hermann Bellinghausen
Lo que llamamos el 68ciertamente no se limita al año en cuestión. En los meses que van de la primavera en Columbia, Berkeley, Praga y París al invierno atroz posterior a la masacre de Tlatelolco se condensa un periodo que se inició antes, y habría de terminar años después. Para Immanuel Wallerstein, el 68 duró tres años. Lo que en términos del rock –que entonces importó más que nada en la cultura global– va del Verano del Amor en 1967 al concierto de Altamont en diciembre de 1969, cuando el joven afroestadunidense Meredith Curley Hunter Jr fue apuñalado por los Hell Angels, encargados de la seguridad en un megafestival encabezado por los Rolling Stones que acabó en desastre. Los ángulos para aproximarse al 68 son muchos y diversos. En el cine ya venían de atrás la Nueva Ola francesa, con Godard y compañía; el nuevo cine checo de Milos Forman, Jiri Menzel y la gran Vera Chitilova, cuya película Las margaritas, de 1966 (que en México se exhibió en 1970 como Las pervertidas, faltaba más), marca una ruptura profunda y refrescante con la estética del sovietismo. Y el respirable nuevo cine alemán de Volker Schlöndorff, Werner Herzog, Wim Wenders.
Si tomamos otra perspectiva, en esos años la literatura mexicana emprende una ruptura sobre otra, particularmente en narrativa. Un grupo cosmopolita, bilingüe e ilustrado genera una ola de noveau roman en la que participan Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo. Desde otros supuestos creativos y políticos aparece la literatura de la onda(Margo Glantz dixit) con su propia demografía, que incluye a Gustavo Sainz, Juan Tovar y el más paradigmático y carismático, José Agustín, en lo que va de La tumba a De perfil y Abolición de la propiedad. Todo eso es el 68, los dichosos Años Sesentas, greña y flores en el pelo, y viva el amor. Pero en México el deschongue no es inmediato, no antes de Avándaro en 1971. Las imágenes del movimiento estudiantil de 1968 retratan a jóvenes de saco y pelo corto, chicas con falda plisada y no pocas veces tacón. No se ven peligrosos. La sociedad urbana era conservadora y autoritaria. Teníamos un presidente famoso de feo, dientón y canino, que se negó a escuchar a los estudiantes, les tendió una emboscada en la Plaza de las Tres Culturas y les dio su merecido sin que le temblara la mano, a 10 días de los mejores Juegos Olímpicos de la historia, incluida una sensacional Olimpiada Cultural que nos trajo a Yevgeny Yevtushenko, Maurice Béjart y la escultura pública de la Ruta de la Amistad, hoy sepultada por el efecto Perisur.
Se tiende a olvidar en lo político que en 1966 los médicos y estudiantes de medicina levantaron un valiente movimiento nacional que prefiguró lo que vendría dos años después. Plantaron la cara al poder autoritario del PRI y lo pusieron a prueba. Y éste hizo lo que sabía: golpeó, y a lo que sigue. La ola se había desatado, y sus ecos llegarían a la década siguiente. Las libertades y alivianes que asociamos a los sesentas en realidad ocurrieron en los años 70. El 68 mexicano, con su desenlace trágico, transformó a los estudiantes, las escuelas y las familias. Nacerían organizaciones barriales y proyectos colectivos, insurgencias sindicales, nueva prensa. Se acentúa el feminismo. Por primera vez en décadas, brotan proyectos armados insurreccionales en la estela de la represión diazordacista de Luis Echeverría.
Desde 1966 los roqueros se conectan a algo esencialmente nuevo, descubren que toda la música del mundo cabe en el rock, todos los instrumentos posibles. Dylan enseñó que se pueden cantar bellas y crueles, reveladoras metáforas. Los jóvenes occidentales abrazan el sonido del sitar indio, el clavecín barroco, los chelos en Eleanor Rigby, el arpa jarocha en Their Satanic Majesties Request, la música concreta y sinfónica, el jazz y la omnipresente materia prima del rythm and blues. Se experimenta con la mente, se diseminan los sicodélicos: mescalina, psilocibina y el ácido primordial de Hoffman. Es el momento de La Revolución. Los años del Che, su aventura, crucifixión y canonización. Los Panteras Negras irrumpen, brillantes y espectaculares en 1967, con su mezcla de Poder Negro y Black is Beautiful, armados y guapos, con un proyecto social nacional, abiertos a las rebeldías blancas en Estados Unidos y los gobiernos revolucionarios del Tercer Mundo. Vietnam llega a Francia y los campus de Norteamérica. Cuba es el fantasma que recorre América Latina.
En clave latinoamericana, Raúl Zibechi propone una lectura particular de la revolución mundial de 1968, ubicándola entre la Revolución Cubana el primero de enero de 1959 y el 19 de septiembre de 1973 con la caída de Salvador Allende: un ciclo de luchas impresionante que cambió la cara a la región, en el que participaron partidos de izquierda, sindicatos y guerrillas, obreros, campesinos y estudiantes, siendo los jóvenes y las mujeres los protagonistas más destacados.
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