A unos cuantos días de
la votación del primero de julio los temores se acrecientan entre los
que piensan que serán afectados por el inminente cambio. La élite del
oficialismo, actualmente en el poder, no discierne bien entre sus
intereses –muchos de ellos espurios–, su muy posible expulsión del
cuarto de las decisiones y los castigos adicionales que habrán de
padecer. Han auxiliado a sus intelectuales orgánicos, sus muchos
columneros y demás repetidores de consigna, a levantar una imagen por
completo deformada de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y, ahora, ya no
distinguen ni sus simples contornos, menos todavía la sustancia que, en
efecto, le da sustento y la que, andando el mañana, orientará al
gobierno. Tanto han predicado la catástrofe en caso de que López Obrador
gane la Presidencia que ya se piensan víctimas indebidas. No atinan a
entender lo que en verdad habrá de suceder con el país bajo un liderazgo
distinto y, por derivada, para con ellos mismos. Lo cierto es que se
verán obligados a separar las incontables mentiras y exageraciones que
tanto propalaron o ayudaron a deformar antes de lograr su nuevo acomodo.
Deberán ahora experimentar la sencillez, la simpleza y la hondura de un
cambio efectivo, prudente, distintivo con el que, mañana, se habrá de
gobernar.
El meollo de esta elección es su carácter plebiscitario. Se trata de
votar entre la continuidad de un estado de cosas bien conocido y el
rescate de la dignidad e independencia de una República que ha sido
ferozmente capturada. Aceptar, aunque sea a regañadientes, que las ya
varias camadas de élites perdieron el rumbo: la corrupción y el intenso
trafique de influencias los definieron. Se ocuparon, eso con diligencia,
de ir condicionando instituciones, normas, leyes, presupuestos, órganos
para procurar justicia, medios de comunicación, árbitros de competencia
y todo lo que pudiera contravenir sus privilegios. Seguir, al pie de la
letra, las lecciones de un modelo expoliador de las mayorías se
contrapone con la opción para definir las reglas del juego mirando hacia
abajo. No es sólo un asunto de preservar los fundamentos de la economía
como vara de toda decisión, sino de adjuntarle ingredientes políticos
y, en especial, la indispensable ética justiciera, ausente por ahora
entre los de arriba. ¿Cómo se puede enfrentar semejante desafío? AMLO lo
responde con una certeza: calidad moral. De inmediato se alzan entonces
las voces críticas de lo estructural diciendo que es simplista tal
posición y que está condenada al fracaso. Hay que completar tan severa
afirmación del abanderado de Morena con el respaldo que, a él y a su
partido-movimiento, darán los millones de ciudadanos con su voto. La
voluntad que expresarán el primero de julio será, ya no se duda,
avasalladora. Bien puede decirse que, el próximo, será el primer
gobierno no sólo de la alternancia efectiva, sino del deseado cambio
transformador.
Los políticos a la usanza oficial se distinguían por su
espíritu negociador a ultranza: es el meollo de la política que se
afirma como paradigma. Por esta ruta se llegó a la parálisis, a las
costumbres hechas ritual, al pánico hacia el cambio brusco, abjurar del
pleito y la disidencia para, finalmente, caer en la completa ineficacia.
Esta es, fue y trata de volver a renovarse, de continuar como esencia
del quehacer público. No tener miedo al volcán es visto como
prohibitivo, digno de revoltosos, destructores de instituciones y, al
final, enemigos del bienestar popular. Una escalera de consecuencias
predicha por elogiados académicos pero, ahora, rechazada con pasión por
los mexicanos (cerca de 80 por ciento)
Pero la fractura de las certezas actuales no coexistirá sin
tensiones. Los consensos fraguados durante décadas no serán fáciles de
erradicar. La inercia misma los apoyará y causará malestares e
incomodidades múltiples. Frente a este panorama se impone el afán de
estabilizar esas contradicciones que habrán de surgir desde el mero
interior del gobierno de nuevo cuño y que se esparcirán por buena parte
de la sociedad afectada. AMLO no puede olvidar, empero, la ruta de
justicia marcada de manera indeleble en Morena. Los nuevos añadidos a su
grupo directivo, muchos de uso apaciguador, deberán ser neutralizados
en sus factibles tentaciones restauradoras de usos y costumbres. Las
presiones y alarmas ya se dibujan claramente en el horizonte: respetar
los mercados, alegan con suficiencia de enterados. La izquierda no tiene
un hacendista que sea reconocido por los centros mundiales del capital,
afirman. Se debe buscar alguien con esa característica, ahora faltante
en la propuesta de gabinete de AMLO. El neoliberalismo hegemónico
endereza sus dictados sobre la secretaría que les preocupa: la de
Hacienda. Ahí moran y se agazapan las fuerzas que han manejado al
gobierno durante los decenios anteriores y ahí quieren, hasta con saña,
continuar. Son esos tecnócratas respetados por los mercados, los que han
sostenido a la plutocracia que los incubó. Forman un dúo temible y
pueden obligar a recapitular al triunfador del primero de julio. Sería
grave error ceder al respecto. No puede aceptarse la sugerencia de
inscribir a personajes como Santiago Levy o Guillermo Ortiz en
posiciones de tal influencia. Serían, sin duda, bien vistos por los
mercados, pero en extremo disolventes para el núcleo y la extensa base
de Morena. Correr el riesgo de ofender pruritos del gran capital es
indispensable para darle viabilidad al nuevo modelo. Recordar siempre la
fundamental legitimidad que dan los millones de votantes efectivos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario