-Al
observar algunas de las reacciones que las mujeres como colectivo hemos
adoptado en las redes ante los delitos y los abusos ejercidos por los
hombres contra nosotras, me ha llamado la atención la forma patriarcal,
retaliativa y reactiva (ley del Talión) de algunas de nuestras
respuestas, a menudo parecidas a ese populismo punitivo que ruge con
deseos de venganza, y demanda penas mayores ante delitos de intenso
calado social.
Cabe entonces preguntarse lo siguiente: la justicia que las mujeres
deberíamos preferir para reparar un daño sufrido ¿tiene que tener
forzosamente los mismos mimbres que la justicia punitiva patriarcal? O,
por el contrario, ¿podríamos promover desde el feminismo formas nuevas
de reparación de la víctima y de rehabilitación del agresor?
Intentando responder a esta cuestión pensé de inmediato en la
justicia que impartieron Nelson Mandela y Desmond Tutú en Sudáfrica al
investigar los crímenes del apartheid mediante la creación de la
Comisión para la verdad y la reconciliación de 1996; así como en otras
formas de reparación que se utilizan terapéuticamente en algunos casos
de incesto.
La Comisión sudafricana confrontaba a las dos partes de un delito en
una confesión pública que buscaba el rechazo de la violencia ejercida
por el agresor y la reparación de la víctima, buscando llegar al perdón y
a la reparación del daño, si bien este nunca puede ser del todo
cicatrizado, como bien saben quiénes siguen la sociedad sudafricana
actual. Lo mismo sucede en los casos de incesto; el reconocimiento del
incesto por parte del agresor restituye el orden de la convivencia,
refuerza la prohibición y la ley, y facilita la reconciliación, aunque
la víctima puede elegir qué tipo de relación prefiere mantener en
adelante con el familiar que la agredió.
No soy especialista en Derecho, pero investigué someramente al
respecto y encontré una amplísima literatura, desconocida para mí, sobre
la llamada Justicia restaurativa, que confirmó mis intuiciones. Este
texto debe leerse solo como aproximación a un campo que ha despertado
enormemente mi interés, y espero que también despierte el suyo,
ayudándonos a pensar sobre lo que aquí se plantea.
En el Manual sobre Justicia restaurativa de Naciones Unidas, el
proceso restaurativo se define así: es cualquier proceso en el que la
víctima y el ofensor y, cuando sea adecuado, cualquier otro individuo o
miembro de la comunidad afectado por un delito, participan en conjunto
de manera activa para la resolución de los asuntos derivados del delito,
generalmente con la ayuda de un facilitador.
Pero, en texto ya clásico, El pequeño libro de la justicia
restaurativa, de Howard Zehr, se va más allá y se afirma que en los
procesos restaurativos: No debería haber ningún tipo de presión, ni para
perdonar ni para buscar la reconciliación. Pues se insiste en que este
tipo de justicia no ha de confundirse con la mediación, donde se supone
que las dos partes litigantes son responsables del conflicto, sino que
en aquella hay un reconocimiento explícito de la existencia de una
víctima y un agresor. Para participar en encuentros restauradores, los
ofensores siempre tienen que aceptar en alguna medida la responsabilidad
por su delito, puesto que un componente importante de tales programas
consiste en identificar y reconocer el mal causado. El lenguaje neutral
usado en los procesos de mediación puede ser engañoso y a veces hasta
puede resultar ofensivo para las víctimas.
Se trata de una justicia que no excluye la justicia retributiva o
punitiva actual, ni el encarcelamiento, ni el sistema legal que nos
regula, sino que amplía el campo de intervención a la comunidad
implicada en el hecho, insiste en la reparación del daño y en la
necesidad de que el ofensor reconozca su culpa y analice las causas de
su comportamiento. La justicia restaurativa se basa en que el daño
causado comporta obligaciones del ofensor hacia la víctima y hacia la
comunidad, La justicia restaurativa requiere, como mínimo, que atendamos
los daños y necesidades de las víctimas, que instemos a los ofensores a
cumplir con su obligación de reparar esos daños, e incluyamos a
víctimas, ofensores y comunidades en este proceso.
La justicia restaurativa se basa en que el daño causado comporta obligaciones del ofensor hacia la víctima y hacia la comunidad,
Me preocupa la masculinización de las mujeres, que hemos sido
educadas en la plasticidad psíquica, elaborando una capacidad extrema
para mimetizarnos con los otros y con los imperativos culturales que
pretenden definirnos (la llamada heterodesignación); observo el abandono
de formas empáticas de conducirnos, derivadas de nuestra identidad
relacional y de nuestra tradicional atención a los afectos y al cuidado,
sustituidas por formas masculinas de uso del otro que tan bien
conocemos como víctimas. Creo sinceramente que un mundo donde se pierda
definitivamente el ethos de cuidado no es un mundo habitable, no es un
lugar donde podamos vivir una buena vida. Me adhiero a quienes, desde
Norbert Elías a Judith Butler, desde José María Esquirol o Adam Phillips
o Martha Nussbaum, reivindican los lazos afectivos y la proximidad como
ejes constitutivos de lo humano, y advierten sobre el peligro creciente
del individualismo.
Como rechazo de todo lo anterior, desearía que una sociedad más
igualitaria no repitiera los vicios de la sociedad patriarcal que nos ha
oprimido, sino que inaugurase una convivencia realmente nueva,
solidaria y atenta a la vulnerabilidad ontológica que nos constituye.
Una sociedad que no fomentase los comportamientos de omnipotencia
individualista, de reactividad vengativa y no- empática, que se postulan
ahora como ejes de un solipsismo consumista, sino que fomentase la
solidaridad y la sororidad que, sin embargo, vemos cómo se alejan cada
vez más de nuestro horizonte en las sociedades desiguales del
neoliberalismo y del capitalismo avanzado.
En este contexto, creo que desde el feminismo sería necesario
interrogar profundamente nuestra justicia retaliativa y punitiva bajo el
prisma que proporciona la justicia restaurativa. Que la teoría
feminista tendría que oponer resistencia, tanto íntima –en las
conciencias subjetivas de cada uno de nosotros y nosotras –, como
pública –mediante la producción de discursos políticos y teóricos – a
las formas convencionales de comportamiento patriarcal, tanto en lo
personal como en lo colectivo, que tienen que ver con el ejercicio de
una justicia punitiva que ha demostrado su insuficiencia en la
rehabilitación de los agresores. Es evidente que habrá violentos
irrecuperables, y que el ideal de justicia estará siempre por delante de
nuestros progresos; como lo es también que no podemos sostener un ideal
de venganza ni una credulidad ingenua. Pero sí podemos concebir la
construcción de una sociedad igualitaria como un largo proceso en el que
las contradicciones se vayan resolviendo poco a poco, atendiendo
siempre a la complejidad de las sociedades humanas.
En nuestro país, la reacción de la madre del pequeño Gabriel Cruz,
asesinado por la novia de su padre, Ana Julia Quezada, ha sido un
ejemplo de comportamiento empático, no reactivo ni vengativo, que invita
a la convivencia y a aislar el delito, alejándolo de los ideales de la
comunidad. Una reacción en las antípodas de la observada en otros
padres, afectados por el mismo dolor, que claman por un populismo
punitivo. Curiosamente, es una mujer quien da ejemplo y se aleja de la
venganza masculina que, sin embargo, Ana Julia sí ejerció.
Hace unos días, la antropóloga argentina Rita Segato reflexionaba
sobre cómo el escrache surgió en su país no como un modo de
linchamiento, sino de juicio justo contra la impunidad; pero también
advertía: Cuidado con las formas que aprendimos de hacer justicia desde
lo punitivo que están ligadas a la lógica patriarcal. El desarrollo del
feminismo no puede pasar por la repetición de modelos masculinos, sino
por la reparación de las subjetividades dañadas de la víctima y el
agresor. La única forma de hacerlo, afirma Segato, es la política, una
nueva política que implicaría colectivizarte y vincular.
Las mujeres fuimos educadas en el cuidado de los vínculos y los
afectos, acceder al poder, ocupar la plaza pública que se nos arrebató,
no debería significar arrojar el niño con el agua, esto es, despreciar
nuestras singularidades de género a favor de la adquisición de unos
comportamientos patriarcales, que siempre estuvieron y siguen estando en
el origen de las desigualdades, para convertirnos en agentes de la
lógica patriarcal que todos llevamos involuntariamente dentro. Las
mujeres deberíamos utilizar nuestra percepción de la vulnerabilidad para
acercar nuestra sociedad a formas más humanas de relacionarnos, de
reparar el daño, de impartir justicia.
Comparto la opinión de Segato cuando afirma:
Hilamos, tramamos, tejemos la política dentro de la sociedad,
construimos una sociedad nueva, des-generada, despatriarcalizada. Ese es
nuestro trabajo, y va a incidir directamente en el formato de la
política y en el rumbo de la historia.
Pensemos, pues, el modo de hacerlo juntos.
*Este artículo fue retomado del portal de noticias Tribuna Feminista
CIMACFoto: César Martínez López
Por: Lola López Mondéjar*
Cimacnoticias | Madrid, Esp.
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