Luis Linares Zapata
Estos dos personajes de la
política de sus respectivos países tienen ciertos parecidos. Ambos son
presidentes de la República, jefes de Estado y de gobierno. Son,
también, líderes de sus respectivos partidos que, por añadidura, son
mayoría: en las Cámaras del Congreso para el primero y en la Asamblea
Nacional para el segundo. Fuera de tales coincidencias, en lo demás, no
podían ser más distintos. Lo son en sus fisonomías, en sus antecedentes
como individuos y en su carrera profesional, en sus modos de actuar, en
sus estudios universitarios, en los orígenes familiares, en sus
relaciones cercanas, en sus pasatiempos, actitudes y conducta. Pero en
lo que más se distinguen uno del otro, es en sus respectivas
concepciones del mundo, en el modelo de gobierno que persiguen y en esa
filosofía íntima que ampara objetivos, principios y marcadas
prioridades, usables para asentar el bienestar popular. En fin, son dos
actores de la escena mundial que muy poco o, mejor dicho, en casi nada
se parecen.
Son dos mandatarios a los que se les puede predicar ciertos epítetos (fifí y chairo,
por ejemplo) por ahora de uso corriente en la vida pública mexicana.
Tanto uno, como el otro, conllevan toques conceptuales, rasgos
sicológicos, sociales y hasta culturales que han sido dados por
distintos núcleos ciudadanos. Epítetos que se contrastan por sus
referentes. El de fifí, a Macron le queda bien ajustado por su
apariencia física y desplantes. Lo refuerza con el entorno social de sus
relaciones personales y en su peculiar modo de vida. Lo da, casi a
cabalidad, por aquellos para los que gobierna: la plutocracia francesa,
el gran empresariado y los medios de comunicación, no sólo de su país
sino de cualquier otro país que pueda prestarle oído, cámaras y letras. Y
lo da por el corte y la orientación de los programas que propone su
administración: todos ellos apegados al neoliberalismo financierista tan
en boga entre la élite política de la Europa de estos singulares y
rijosos tiempos. Y, lo más trascendente, por su ambición de convertirse
en una especie de atractivo héroe del panorama mundial. Un visionario y
creativo conductor del futuro europeo.
Frente a tales desplantes y arrogantes pretensiones, su
desenvolvimiento como presidente de la república francesa deja mucho que
desear. Hoy padece una vigorosa y extendida rebelión de buena parte de
la sociedad, precisamente esa que ha sido afectada por la globalidad.
Macron se convirtió, de la noche a la mañana, en un envidiable símbolo
del nuevo político que irrumpe, con calidades propias, en el panorama
mundial. En el México de la ilustrada actualidad se le vio como
atractivo político de nuevo corte, digno de imitación. La idea de
encontrar un símil local circuló con profusión entre aquellos que se
ven, a sí mismos, como agentes libertarios de la modernidad. Su
indiscreta historia amorosa le puso adicionales toques románticos a su
figura. La derecha mexicana encontró, en Macron, el modelo ideal para
sus patrones de imagen. Era un financiero convertido en político, con
controles responsables y, lo mejor, allegado a los llamados mercados.
Desafortunadamente la realidad ha sido implacable, drástica en sus
condicionamientos para las ambiciones del francés. Sus programas, de
cargado neoliberalismo, propuestos con lujo de fuerza inicial, han
chocado de frente con los sentires y deseos de su pueblo. Su persona ha
caído, precipitadamente, en el aprecio popular y su posibilidad como
guía y hacedor de realidades está por demás condicionada.De poco le han
servido los apoyos de las activas audiencias de élite y los negocios de
escala muy favorecidos por él.
AMLO, por su parte, es casi el reverso de esa moneda descrita arriba
de Macron. Ha labrado su perfil de hombre público en prolongado proceso
de basamento popular. Se nutrió, en sus inicios, en claro activismo
social hasta llegar a madurar como político. Su decidida preferencia por
los de abajo lo sitúa en una esquina ideológica opuesta a la de Macron.
Hoy, como guía de los chairos poco se asoma, al menos por
ahora, a la escena mundial. Sus promesas de campaña las persigue con
energía notable y sus destinatarios son, antes que otros, los grupos
vulnerables de la sociedad. La austeridad baña, desde el inicio de su
mandato, toda la retórica y su quehacer. Ha sabido deslindar, con duros
gestos y voluntad, los campos de la política y los intereses de los
grupos de presión. No gobernará para los mercados sin perderlos de
vista. Ha podido, hasta el presente, mantener el apoyo recibido en las
urnas y, más aún, aumentar la confianza ciudadana. No tiene, ni tal vez
tendrá, el apoyo, la simpatía pues, de buena parte de la élite local. En
especial esa de ese grupo que ha recibido privilegios desmedidos. Su
lucha la finca en la justicia distributiva y no transige en tal ruta a
pesar de ser tildado de necio, que lo es.
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