Alicia Murillo
El imaginario imperante de la maltratada que necesita
ser salvada sigue atando a las mujeres en situación de violencia a la
misma identidad judeocristiana de la que, en principio, se las quiere
sacar.
Si de algo me han servido mis estudios en Teología ha sido para darme
cuenta de las grandes oportunidades que se nos escaparon de las manos a
las mujeres a lo largo de la historia. Este pudo ser un mundo con un
modelo normativo de mujer independiente, orgullosa y valiente que se
habría crecido ante la adversidad. Pero el patriarcado, a través del
imaginario teológico, creó a la mujer como Dios manda.
Nuestra historia ha sido el relato de la resistencia de un género a
entrar en ese patrón, las narraciones de generaciones de resilientes, de
vidas de rebeldes, de desobedientes… pero también de señoras que
decidieron negociar. Aunque, a decir verdad, todas llevamos una negociadora dentro,
no nos engañemos. Todas somos algo antes que mujeres: somos adultas o
blancas o burguesas… Valorar el precio de esa negociación es una
cuestión espinosa. Algunas negociaron para salvar la vida, otras
negociaron para salvar el coche con chófer en la puerta. Todas somos
traidoras a la lucha feminista, ¿todas somos traidoras a la lucha
feminista? Me cuesta responderme a esa pregunta. Lo que sí sé es que todas llevamos dentro una mujer como Dios manda
y la única salida que nos queda como género es caminar, siempre que
podamos, en dirección contraria a ella. Lástima que esto no siempre vaya
de la mano con nuestros caminos individuales.
Pero, ¿qué es una mujer como Dios manda?
Una mujer como Dios manda nutre y se nutre de caridad
judeocristiana. Ella se impregna de una pena muy grande. Es culpable y, a
la vez, es víctima. Es débil, enfermiza e incapaz. Está desnutrida de
forma voluntaria, camina arrastrando los pies y refregando el hombro por
las paredes. Necesita ser recogida del suelo, guiada, auxiliada. Está
loca, depresiva, es una histérica y, potencialmente, un peligro para
ella misma. La mujer como Dios manda es una loba para la mujer como Dios manda.
Para ahondar más sobre este prototipo os invito a visualizar esta performance de
la coreógrafa Bárbara Sánchez. Se trata de su trabajo “Ahuyéntanos este
furor” en el que hizo una espectacular reflexión sobre este imaginario
de feminidad patriarcal que, por cierto, también el mundo de la moda apoya publicitando, demasiado a menudo, a una mujer deprimida, lánguida, sin energía.
Desde las luchas feministas quisimos resignificar esta identidad
pero, seamos honestas, nos está quedando un cuadro que da pena. Y es
que la resignificación es siempre una trampa que nos ponemos cuando nos
da pereza eso de hacer una revolución, que es… como muy de pobres.
Resignificamos el príncipe azul y lo cambiamos por el hombre feminista.
Y, con el mismo proceso, cambiamos a la mujer como Dios manda por la víctima de maltrato. Y así ha nacido un nuevo prototipo de mujer que es una especie de ensalada mixta de viejos conceptos aliñados con salsa new age y políticas de igualdad. Mujeres, ha nacido… la víctima como Dios manda.
Mecanismos institucionales
Nefastas intervenciones desde el trabajo social institucionalizado y
un sistema judicial al servicio de los varones, han sido las bases
fundamentales para la creación del prototipo de la nueva mujer perfecta. Nuestros hijos, el día de mañana, podrán seguir diciendo aquello de: “¿Mi madre? Una santa, una mártir, sufrió muchísimo” gracias a jueces y políticos. Campañas victimizantes como esta o estas,
donde las mujeres aparecen retratadas magulladas, temerosas o,
sencillamente, con poca capacidad e inteligencia, han sido instrumentos
fundamentales en el proceso del que hablo. Y todo esto ha sido
orquestado desde ayuntamientos, áreas de Igualdad y ministerios, con
dinero público destinado a “salvarnos”.
El patriarcado lo ha vuelto a lograr, ha absorbido nuestras
reivindicaciones, las ha descafeinado, maquillado, transformado hasta
devolvernos unos instrumentos de lucha (leyes, campañas, bandos
municipales…) que no son más que un lavado de cara para que parezca que
algo ha cambiado cuando, en realidad, todo sigue igual (o peor).
Además, todas estas medidas no son más que un soborno para que las
blancas de clase media con estudios superiores podamos acceder a
posiciones desde las que traicionar a las mujeres más desfavorecidas.
El feminismo debe estar muy atento a esto. Nunca acceder a un puesto
público, a un escenario o a un medio de comunicación pensando: “Vengo
aquí desde mi privilegio para salvar a las demás”. Las demás, las otras, pueden y deben salvarse solas, saben hablar por sí mismas, lo que necesitan es acceder al puesto que les estamos robando.
Mecanismos familiares
La familia es otro eje fundamental para garantizar esta
resignificación. Porque cuando una mujer es maltratada, en el ámbito
familiar encuentra dos vertientes fundamentales. La primera es la
culpabilización: hemos resignificado el “algo habrá hecho” con otras frases más modernas, esas que dicen cosas como “la primera bofetada no la merecía, la segunda sí por haberse quedado a su lado” o “si no denuncia no la podremos ayudar”. Culpar a la maltratada es una manera de lavarnos las manos ante el asunto, una justificación al abandono.
La otra vertiente, que es la que nos ocupa en este artículo, es la
victimización. Ésta es mucho más difícil de identificar porque se
disfraza de ayuda. La familia, al igual que las instituciones, va a
resistirse siempre al cambio. Intentará, muy amorosamente, eso sí, que
cada persona siga representando el rol asignado. Para ello se amparará
en un pastiche de frases hechas, sacadas de contexto, manipulaciones y
entramados conceptuales que nuestras luchas feministas llevan siglos
trabajando. Tomarán a nuestras teóricas y las pisotearán en el nombre
del tener los pies en la tierra. Y así llegan cosas como explicarnos
que la violencia psicológica es una especie de lobotomía en la que la
maltratada queda anulada en su voluntad, incapacitada, y que,
nuevamente, necesita que alguien la salve. Nadie querrá ni oír
hablar de la realidad tangible: que las mujeres maltratadas son seres
humanos con capacidad de decisión. Toda la familia negará que la
violencia psicológica sea, sencillamente, una tortura y punto (porque
las palabras graves deben evitarse). Y es que la familia necesita una víctima como Dios manda
donde purgar sus propias culpas, una víctima a la que dirigir,
aconsejar, manipular, una dependiente a quien controlar. Se forja así
una especie de síndrome de Munchausen colectivo que, poco a poco, va
enterrando a la maltratada en la misma identidad de la que, en
principio, dicen querer sacarla.
Mecanismos feministas
¿Pero qué responsabilidad tenemos las feministas en esta
problemática? Más allá del feminismo institucional, ¿nuestro movimiento
está participando en la creación del prototipo de la víctima como Dios manda?
Desde mi punto de vista, sin duda alguna. Porque por ser feministas no
nos libramos de mandatos sociales adheridos a nuestro género y nuestros
intentos de resignificarlos son idénticos a los procesos institucionales
o familiares. Por un lado tendemos a repetir los parámetros de
cuidadoras patriarcales (abnegadas, disponibilísimas, con sentimientos
de culpa…). Por otro queremos que las cosas cambien, pero no demasiado
porque cada una de nosotras, a nivel individual, tiene su privilegio que
proteger o su culpa que expiar. Nos parece una aberración que una monja
de clausura se fustigue en pleno s. XXI, pero inventamos inutilidad y
dependencia en las maltratadas para poder ayudarlas desde un lugar donde
faltamos el respeto a su inteligencia y capacidades de lucha, sólo para
acallar nuestras conciencias o ejercer control sobre ellas. Al igual
que la familia, las feministas recurrimos a manipular conceptos como el
de sororidad y confundimos el respetar la independencia de las mujeres
con el abandonarlas a su suerte. Si lo pensamos, al menos, una monja
dándose latigazos en la espalda no daña a terceras personas.
Otro argumento recurrente dentro de los feminismos blancos de clase alta es el de que las otras, las mujeres con menos recursos, necesitan más ayuda: “No tienen recursos y nosotras se los vamos a dar”.
Y entonces pasa una cosa muy cómica y es que allá que vamos, no a
darles pescado, sino a enseñarlas usar la caña de pescar, aunque la
realidad esté harta de mostrarnos que, a mayor pobreza, mayor capacidad
organizativa, a menor nivel de estudios, mejores mecanismos de
resistencia al sistema. Esas otras mujeres, las migrantes o las analfabetas o las gitanas, nos dan mil vueltas en recursos sororos. Si creemos que la lucha feminista va a consistir en un salvarlas
desde nuestros despachos en lugar de en fomentar un intercambio
respetuoso y horizontal de recursos, no vamos a llegar ninguna parte.
Todas tenemos mucho que aportar.
Mecanismos de la maltratada
Teniendo en cuenta todo lo anterior podemos decir que, hoy por hoy, el salir de la identidad de mujer maltratada, de víctima como Dios manda,
es toda una proeza. Hace falta tener mucha fuerza de voluntad. Pero me
estaría contradiciendo a mí misma si en este artículo no fuese crítica
también con la figura de la maltratada.
La cuestión es que las mujeres entramos en el traje
victimizante con mucha facilidad porque está en el ideario cultural, en
lo interiorizado desde la infancia. Nos lo probamos y ya no salimos de ahí. Asumimos un rol que quizás no sea real pero, al fin y al cabo, todas las identidades son construcciones sociales y la de víctima como Dios manda tiene un circo social en torno para avalarla y protegerla.
Así, cuando una mujer entra en una situación de maltrato, a menudo se
acomoda con rapidez a eso de no tomar las riendas de su vida, empieza a
practicar la noble arte de enganchar un maltratador con otro y a llorar
en el hombro de… tachán, tachán: la-amiga-como-Dios-manda. Esta figura es fundamental en el proceso porque es la encargada de gestionar, por ejemplo, las recogidas de dinero. La víctima como Dios manda
sabe que no es igual pedir para una misma que si otra persona lo hace
para ti. La infraestructura de caridad debe ser diseñada y organizada
por una compañera incondicional con culpas que expiar, a la que
previamente ya ha exprimido económica y emocionalmente. A menudo se hace
“por sorpresa”, tipo regalo, mandando por Whatsapp el número de cuenta,
por ejemplo, para que la víctima como Dios manda pueda
exclamar cosas como: “No me lo puedo creer, sois maravillosas, no me lo
esperaba” (aunque sí se lo esperaba). O, si alguien le recrimina la
estafa poder excusarse en aquello de: “La compañera me dio el dinero
porque quiso, yo en ningún momento se lo pedí”. Y es verdad, no les hace
falta pedirlo, porque las víctimas como Dios manda van con el
entrecejo fruncido y la cara de dolorosa allá donde van, porque saben
que el sistema, para eso, sí que tiene una respuesta inmediata (y el
agujero del maltrato es muy hondo y una se agarra a cualquier cosa, eso
lo sabemos casi todas, por no decir todas).
Es muy difícil ayudar a una mujer maltratada, pero si de algo estoy
segura es de que la limosna no es la solución NUNCA. Y hablando desde mi
propia experiencia, hablando como una mujer que ha pasado por
violencias sexuales, obstétricas, laborales, económicas y psicológicas,
os digo que cicatrizada, resistente, resiliente, rebelde, recompuesta,
reordenada, viva a pesar de todo, sí. Incluso rendida, tullida, rota o
muerta, pero que jamás nunca nadie me llame víctima. Que nunca me
rematen y, si lo hacen, sólo pido entonces que alguna compañera vengue
mi memoria.
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