Ilán Semo
En el discurso de toma de posesión
del primero de diciembre, AMLO legitimó los trazos de su administración
en una escueta versión de la historia del siglo XX mexicano. El eje
residió en la elemental sinonimia –tan definitiva en el imaginario
actual– que asocia el estado de una nación a los índices abstractos de
su economía. Una suerte de narrativa de la caída. Entre 1935 y 1954, la
economía creció gradualmente. Después, a partir de la segunda mitad de
década de los años 50, lo hizo a un ritmo promedio de 6 por ciento
anual, hasta 1974. Por donde se le vea, una cifra asombrosa que, en la
época, dio pie a la sensación de un
milagro: México parecía moverse del mundo periférico a la franja de las naciones centrales. En la historiografía oficial, el periodo recibió la onírica definición del
desarrollo estabilizador. El énfasis se hallaba en la noción –que respondía a un auténtico sentimiento– de estabilidad. Después de décadas de violencia y guerra civil, la sociedad mexicana parecía haber encontrado una manera de hacer frente a sus disputas por la vía de la política; inmersa incluso en orden autoritario.
En los años 80 comenzó el declive. Desde 1984 a la fecha, el promedio
del crecimiento fue 2 por ciento o menos. Y en las pasadas dos décadas,
la peor versión de la violencia moderna, el Estado sacer, se apoderó de
la vida civil y la cotidiana. AMLO dejó entrever, en calidad de
programa, de manera estrictamente discursiva, un melancólico flashback,
como si el retorno al desarrollismo fuera posible. Prescindió, en la
exposición frente al Congreso, de dos de sus rasgos centrales: el
régimen desarrollista estuvo inscrito por las esclusas del autoritarismo
y nunca incorporó a sus beneficiarios a una parte cuantiosa de la
población para devenir irreversible. Aunque cabría hacer notar la
singularidad mexicana: el desarrollismo de los años 50-70, a diferencia
de América Latina, nunca estuvo ligado al vértigo del populismo. La
razón: la Revolución Mexicana; su corolario garantizó una
institucionalidad basada en la irremediable circulación de sus élites,
antídoto básico contra el populismo.
Más elemental –y más elocuente–, incluso desde la perspectiva de
allanar un nuevo horizonte de expectativas en la actualidad, habría sido
fundar ese programa en un doble repliegue: ni desarrollismo, ni
neoliberalismo, el país parece necesitar otro código en el cual
vislumbrar su futuro inmediato.
¿Cuál sería este código? Si se observa el ámbito de las decisiones, y
no el de los discursos que las entrecruzan, el presupuesto que aprobó
el Congreso para 2019 contiene algunos de sus elementos embrionarios;
aunque muy embrionarios todavía. Se aumenta considerablemente el gasto
social, se reducen las opciones que dan pie a las formas locas y
especulativas de acumulación, hay una evidente disciplina fiscal y
señales de situar a la inversión en infraestructura en el centro de las
preocupaciones. Ningún indicio de neodesarrollismo, como afirman algunos
ex priístas. Simplemente no existen las condiciones para ello. Bajo el
T-Mec el proteccionismo es inconcebible. No hay avisos de
nacionalizaciones. Y la condición esencial: el capital financiero está
en manos globales (y tal parece que ahí se queda).
No es casual que la prensa internacional especializada halla vertido elogios a ese primer presupuesto. The Economist lo definió como
sobrio y factible. Financial Times como
equilibrado y un aliciente a las inversiones. Frankfurter Zeitung lo recubrió con un concepto que proviene de las profundidades del liberalismo social alemán: eine soziale Marktwirts-chaft. El prospecto de una economía social de mercado. Y en efecto, las inversiones ya están aquí: Nestlé va ampliar sus plantas en Veracruz; una empresa canadiense se encargará de readecuar las presas mexicanas y en Tabasco se construye ya una refinería.
El dilema es que entre el discurso y los métodos para implantarlo hay
desavenencias notables. No es fácil dar un giro de esta envergadura,
sobre todo después de un modelo que no hizo más que multiplicar los
lados más perversos de la política mexicana, se antoja como una
complejidad mayor. Después hay un problema de tiempos. En la
gubernamentalidad del país, toda reforma sustancial corre contra el
reloj.
Sólo un ejemplo. El tema de los salarios y los recortes de la
burocracia gubernamental lleva ya seis meses en el centro de la
atención. Hay un chiste que corre. Dos conejos hablan en el Desierto de
los Leones. Uno le dice al otro:
¿Ya te enteraste que comenzó la política de recortes? A todos los conejos con cinco patas, les cortan la quinta. “Entonces –dice el otro– nada de qué preocuparnos”. “No sabes –replica el primero–. Es que primero cortan y después cuentan”.
En efecto, las remuneraciones –nominales e ilegales– alcanzaron
cifras inauditas. Y más aún: es imposible pensar en un cambio basado en
redes de complicidad de tres décadas. Pero toda modificación de este
tejido requiere de cierta institucionalidad. Si se quiere modificar los
salarios de los miembros de la SCJN es preciso modificar su estatuto.
Por ejemplo, crear un nuevo Tribunal Constitucional. De lo contrario se
sienta un pésimo precedente en el mundo del trabajo, que haría posible
reducir salarios por el mismo trabajo.
Toda reforma que no busca su institucionalidad está, al menos en la política mexicana, destinada a su caducidad.
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