María Teresa Priego
Ahora te vas mi Diego. Mi hijo mayor. Bebé bolita. Chamuquito de ojos como el mar en la esquina de la selva. Chimuelito acomplejado en su infancia, porque era bueno para leer y no para los deportes. Y a las niñas les gustaban —decía él— los deportistas de piernas peludas. “Tú escríbeles poemas y les llevas flores. Todas las niñas de este mundo se derriten con los poemas y las flores”. No le funcionaban. Pensaba él. Los poemas y las flores. Llegó Luli a su vida. Su amor. A nuestras vidas. Una niña hermosa. Sensible. Rebelde. Creativa. Que amaba poemas y flores. Que nos acompañó, nos permitió acompañarla por varios años. Luli murió a los 17 años en un accidente de carretera. Con su mamá. Con su hermanita. Con el esposo de su mamá. Con su nana. Ni siquiera sé cómo escribirlo. Me es tan indispensable. Luli murió. Y mi hijo. Tenía que luchar contra la culpa de estar vivo. Aprender —sin ella— a seguir viviendo.
La devastadora viudez de Diego adolescente. ¿Cómo explicar? Lo que rompe el alma. Nos despedaza. Diego se hundió. Su papá —en Francia— tuvo un cáncer. Diego no podía más, reprobó una materia en una universidad en la que no se puede reprobar. Inmensa banalidad. Lo despidieron sin clemencia. Mi hijo se hundía. Esos años, la vida sabía a naufragio. Lo miraba. Derrumbándose frente a mí. Sin más asidero que la fuerza que nuestra familia, su escritura, y sus sueños pudieran darle. Estaba la memoria indispensable de esa niña que lo amó: “Luli creyó en ti. Yo creo en ti. Tienes que jalar pa’delante”.
Mi Diego pudo jalar pa’delante. Con el tiempo. Llegó Jana. ¿Debería decir el Diego de Janushka? Tiene ya 22 años. Se fue a Berlín. A vivir con su mujer. A estudiar. A construirse una vida en tierra “ajena”. En un idioma que apenas conoce. Seguir sus esperanzas. Sus sueños. Sus lecturas. “Son unos meses”, dijo. Tengo motivos para desconfiar. Mis “unos meses” (prometidos —conmocionada y culpígena— a mi padre en un aeropuerto) cuando partía hacia tierra “ajena”. Duraron 12 años. El padre de Diego se quedó en París. Diego tenía 10 años cuando regresé. Mi chimuelito aprehendía México con ojos fascinados. Hace no tanto me hizo un inmenso regalo: “Gracias por traerme a México mamá. Porque yo soy mexicano”.
No fue una batalla de pertenencias. Sino un acomodo de identidades. Lo traje hasta acá cargada de culpas. Él decidió que le gustaba. Ahora se fue “hasta por allá”. No a Francia, país de su padre. Nuestro segundo país. No. Se va hasta por allá. A Alemania. En el mismo vecindario. Un tercer país con una lengua que no hablamos. El país de su elección. El de su novia. Pero Jana y su madre son letonas migrantes. Se va entonces, al país de elección de la madre de Jana. En el que eligió vivir el comunista peruano educado en la URSS, que se casó con la madre de Jana y se convirtió en el padre adoptivo de Jana. Carrefour. El mezcladero. Me llena de esperanzas.
Quizá Diego necesitaba un mezcladero de lenguas, de razas y de clases. Un país para amar en otra lengua. La lengua de Freud. La de Thomas Mann. La de Stefan Zweig. La de Wenders en Las alas del deseo. La lengua de la ruptura. De la más manifiesta de todas las exogamias. Diego, sus hermanitos y yo nos hemos separado muchas veces. Ésta es distinta. Más definitiva. Es “la ley de la vida”. Separarse. “Si los hijos traen alas, es para volar”. Lo sé. ¿No lo hice yo misma? Y sin embargo. Qué de ambivalencias. La maternidad. Un hijo nace. Y para una madre comienza en el instante mismo. Su interminable —en relación con el hijo— proceso civilizatorio. Controlar los propios excesos. Y la maternidad es una historia de pasión en exceso.
Esta partida. En sus dos sentidos. Parte/me parte. Esta partida del hijo y del hermano mayor nos deja contentos por él. Y ligeramente desbrujulados. Nos ha dado por hablar del pasado. Sus infancias. Medio tristes y memoriosos. Mi Santi se acordó del lagarto que vivía debajo de sus camas cuando eran niños. Lo paseábamos con un cordelito. Los niños —chiquitos— fueron a visitar a sus abuelitos a Tabasco. Cuando llamé, le pregunté a Sebastián si había ido a conocer a la lagarta Papillona en el museo de La Venta. Se reía a carcajadas. “Mamá, los lagartos no existen, tú los inventas”. Para una tabasqueña. Casi me dio un infarto. “Claro que existen. Hay uno allí a dos cuadras”. “Mamá, ya crecí, ya sé que los lagartos son animales imaginarios, como los unicornios y los pegasos”. El viaje del hermano mayor. Nos desató memorias e imaginarios. El viaje del hermano mayor con Rayuela, y dos ¿tres? generaciones (de las detectadas) de imaginarios impresos en un libro y bajo el brazo.
El proceso civilizatorio de la maternidad. Ruda tarea. Diego no está. Ya es un adulto. Ajá. Repito despacito y en susurros la fórmula mágica de sus infancias: “Buenas noches, mi lagartijo Diego. Buenas noches, mi lagartijo Santi. Buenas noches, mi lagartijo Chevy. Buenas noches, mis principitos lacandones y sus mascotas”.
Escritora
La devastadora viudez de Diego adolescente. ¿Cómo explicar? Lo que rompe el alma. Nos despedaza. Diego se hundió. Su papá —en Francia— tuvo un cáncer. Diego no podía más, reprobó una materia en una universidad en la que no se puede reprobar. Inmensa banalidad. Lo despidieron sin clemencia. Mi hijo se hundía. Esos años, la vida sabía a naufragio. Lo miraba. Derrumbándose frente a mí. Sin más asidero que la fuerza que nuestra familia, su escritura, y sus sueños pudieran darle. Estaba la memoria indispensable de esa niña que lo amó: “Luli creyó en ti. Yo creo en ti. Tienes que jalar pa’delante”.
Mi Diego pudo jalar pa’delante. Con el tiempo. Llegó Jana. ¿Debería decir el Diego de Janushka? Tiene ya 22 años. Se fue a Berlín. A vivir con su mujer. A estudiar. A construirse una vida en tierra “ajena”. En un idioma que apenas conoce. Seguir sus esperanzas. Sus sueños. Sus lecturas. “Son unos meses”, dijo. Tengo motivos para desconfiar. Mis “unos meses” (prometidos —conmocionada y culpígena— a mi padre en un aeropuerto) cuando partía hacia tierra “ajena”. Duraron 12 años. El padre de Diego se quedó en París. Diego tenía 10 años cuando regresé. Mi chimuelito aprehendía México con ojos fascinados. Hace no tanto me hizo un inmenso regalo: “Gracias por traerme a México mamá. Porque yo soy mexicano”.
No fue una batalla de pertenencias. Sino un acomodo de identidades. Lo traje hasta acá cargada de culpas. Él decidió que le gustaba. Ahora se fue “hasta por allá”. No a Francia, país de su padre. Nuestro segundo país. No. Se va hasta por allá. A Alemania. En el mismo vecindario. Un tercer país con una lengua que no hablamos. El país de su elección. El de su novia. Pero Jana y su madre son letonas migrantes. Se va entonces, al país de elección de la madre de Jana. En el que eligió vivir el comunista peruano educado en la URSS, que se casó con la madre de Jana y se convirtió en el padre adoptivo de Jana. Carrefour. El mezcladero. Me llena de esperanzas.
Quizá Diego necesitaba un mezcladero de lenguas, de razas y de clases. Un país para amar en otra lengua. La lengua de Freud. La de Thomas Mann. La de Stefan Zweig. La de Wenders en Las alas del deseo. La lengua de la ruptura. De la más manifiesta de todas las exogamias. Diego, sus hermanitos y yo nos hemos separado muchas veces. Ésta es distinta. Más definitiva. Es “la ley de la vida”. Separarse. “Si los hijos traen alas, es para volar”. Lo sé. ¿No lo hice yo misma? Y sin embargo. Qué de ambivalencias. La maternidad. Un hijo nace. Y para una madre comienza en el instante mismo. Su interminable —en relación con el hijo— proceso civilizatorio. Controlar los propios excesos. Y la maternidad es una historia de pasión en exceso.
Esta partida. En sus dos sentidos. Parte/me parte. Esta partida del hijo y del hermano mayor nos deja contentos por él. Y ligeramente desbrujulados. Nos ha dado por hablar del pasado. Sus infancias. Medio tristes y memoriosos. Mi Santi se acordó del lagarto que vivía debajo de sus camas cuando eran niños. Lo paseábamos con un cordelito. Los niños —chiquitos— fueron a visitar a sus abuelitos a Tabasco. Cuando llamé, le pregunté a Sebastián si había ido a conocer a la lagarta Papillona en el museo de La Venta. Se reía a carcajadas. “Mamá, los lagartos no existen, tú los inventas”. Para una tabasqueña. Casi me dio un infarto. “Claro que existen. Hay uno allí a dos cuadras”. “Mamá, ya crecí, ya sé que los lagartos son animales imaginarios, como los unicornios y los pegasos”. El viaje del hermano mayor. Nos desató memorias e imaginarios. El viaje del hermano mayor con Rayuela, y dos ¿tres? generaciones (de las detectadas) de imaginarios impresos en un libro y bajo el brazo.
El proceso civilizatorio de la maternidad. Ruda tarea. Diego no está. Ya es un adulto. Ajá. Repito despacito y en susurros la fórmula mágica de sus infancias: “Buenas noches, mi lagartijo Diego. Buenas noches, mi lagartijo Santi. Buenas noches, mi lagartijo Chevy. Buenas noches, mis principitos lacandones y sus mascotas”.
Escritora
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