4/28/2011

La reforma política



Lorenzo Córdova Vianello

Finalmente, luego de más de un año de discusiones, el Senado aprobó modificaciones constitucionales en la llamada “reforma política”. A pesar de que el número de iniciativas en el Congreso para modernizar el régimen político había sido copiosa en la última década (al menos), el proceso que culminó ayer en su primera etapa en la Cámara Alta fue desatado por el decálogo que el presidente Calderón envió al Senado en diciembre de 2009 y que desencadenó que los grupos parlamentarios, así como por varios senadores, presentaran una decena de iniciativas adicionales en los meses siguientes.

En su conjunto las propuestas específicas fueron más de 50 y constituyeron un abanico variado: desde la modificación al régimen de suspensión de garantías en el artículo 29 —incorporado en la reforma de derechos humanos que hoy se discute en los estados— hasta la autonomía del Ministerio Público, pasando por mecanismos de democracia directa, sistema electoral y controles recíprocos entre poder Legislativo y Ejecutivo.El proceso de negociación duró más de 12 meses y evidenció dos cosas.

Por un lado, la existencia de consensos y disensos irreductibles (la minuta es resultado de los primeros y de algunos puntos que fueron matizados respecto de las propuestas originales, así como de algunos aspectos que implicaron un acercamiento entre las partes). Por otro lado, la fragilidad del tema ante los vaivenes cotidianos de la política. Pese a ser asuntos de una agenda que debería trascender el momento concreto, los eventos políticos gravitaron de manera importante en la negociación. Recuerdo que el senador Arturo Núñez afirmaba que “los temas calientes requieren de tiempos fríos”.

Por eso es aplaudible que a pesar de que las épocas que corren no son las más propicias (las aguas de la política están agitadas), se haya hecho un esfuerzo para sacar adelante este paquete.Los temas que aborda la reforma son: la posibilidad de que un conjunto de ciudadanos presenten iniciativas de leyes o decretos; un mecanismo de consulta popular que, si tiene más de 40% de participación resulta vinculante para los órganos públicos y que contiene suficientes candados (como control de constitucionalidad previa por la SCJN) para evitar derivaciones plebiscitarias antidemocráticas; candidaturas independientes a todos los cargos de elección popular; iniciativas preferentes del Presidente que deberán tener prioridad en la discusión parlamentaria; la posibilidad expresa de que el Ejecutivo haga observaciones al Presupuesto; la reconducción de normas fiscales y gasto público para el año siguiente en la eventualidad de que las correspondientes no estén aprobadas en tiempo; un mecanismo de sustitución automática del Presidente en caso de falta absoluta en tanto el Congreso nombra Presidente interino o sustituto; ratificación por el Senado de los titulares de los órganos reguladores de competencia, energía y telecomunicaciones; encarecimiento de la cláusula de gobernabilidad en la ALDF; y reelección consecutiva acotada de los legisladores federales (y la posibilidad de que ello ocurra en los legislativos locales).

Frente a la cantidad de propuestas presentadas, podría parecer que lo logrado es muy poco. Sin duda quedan muchos temas pendientes para concretar una reforma a fondo del Estado, como la autonomía plena del Ministerio Público o la plena democratización y apertura del sistema de partidos a nuevas alternativas, o la revisión integral del sistema de responsabilidades públicas. Pero también es cierto que los temas introducidos son de gran relevancia. Hay que asumir esta reforma como un paso consistente pero insuficiente en el proceso de transformación democrática del diseño del Estado, y en nosotros queda crear el contexto de exigencia para que el tema no se finiquite sino que siga teniendo prioridad. Debemos verla —y exigir que así sea— como un paquete de cambios desencadenante y no concluyente.El proceso legislativo acaba de iniciar. Falta que la Cámara de Diputados y la mayoría de los congresos locales avalen. Muchos dicen que la Cámara Baja bloqueará los cambios atendiendo a intereses concretos. Sería algo inaceptable ceder a esas mezquindades y cortoplacismos. Queda a todos el impedir que ello ocurra.Investigador y Profesor de la UNAM
Reforma política: lógica presidencialista

Editorial La Jornada

n el contexto de la apretada agenda legislativa en el cierre del periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, se aprobó ayer, en lo general, en el Senado de la República, el dictamen de la reforma política originalmente propuesta, en diciembre de 2009, por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón. La minuta será turnada ahora a la Cámara de Diputados y, en caso de ser aprobada en esa instancia, deberá ser avalada por al menos 17 legislaturas estatales, dado que se trata de una reforma constitucional.

Además de la aprobación de la relección legislativa hasta por 12 años –nueve, en el caso de diputados–, en el dictamen llama la atención la incorporación de elementos que subvierten la lógica de límites y contrapesos entre los distintos poderes de la Unión que debiera prevalecer en un régimen democrático: la reforma facultaría al Ejecutivo federal para vetar, de manera parcial o total, el Presupuesto de Egresos de la Federación –cuya aprobación depende, hasta ahora, de la Cámara de Diputados–, y permitiría a la Presidencia de la República presentar iniciativas preferentes: estas propuestas deberán ser votadas por el Congreso en un periodo no mayor a 30 días; de lo contrario, se considerarán dictaminadas tal como las presente el gobierno federal.

Respecto del primer punto, la reforma política acabaría por quitarle a la Cámara de Diputados un elemento fundamental de control y contrapeso del Ejecutivo: con ello no sólo se vulneraría en favor de este último el equilibrio de poderes, sino que eliminaría un mecanismo que, en años recientes ha permitido introducir racionalidad y equilibrio a proyectos presupuestarios que privilegian rubros como seguridad pública y al Ejército, en detrimento del desarrollo social y económico. Cabe suponer que este punto será rechazado en San Lázaro y que los diputados se opondrán a un intento por escamotear a esa instancia legislativa una facultad irrenunciable.

En lo que toca a la incorporación de la figura de iniciativa preferente, tal elemento asigna a la Presidencia una capacidad de presión indebida sobre los procesos legislativos; implica la imposición de la agenda del Ejecutivo por encima de la del propio Congreso, y podría emplearse como un instrumento para que éste avale, sin discusión suficiente, propuestas presidenciales que resulten contrarias al interés nacional. Cabe preguntarse qué hubiese ocurrido si el citado criterio hubiese estado vigente en abril de 2008, cuando Calderón presentó al Senado una propuesta abiertamente privatizadora de la industria petrolera y demandó su inmediata aprobación. En forma paradójica, el supuesto afán de dotar al sistema político mexicano de elementos de gobernabilidad mediante esta reforma política podría redundar en lo contrario: la configuración de factores de división, tensión y en última instancia ingobernabilidad, como la que en su momento constituyó la referida propuesta del Ejecutivo.

Por otro lado, si es verdad que la reforma avalada por los senadores busca dar más poder al ciudadano para castigar o premiar a sus autoridades y representantes, resulta inexplicable que se hayan dejado fuera de ella figuras legales como la revocación y el refrendo del mandato. Tales omisiones no sólo contravienen la lógica que los propios legisladores utilizaron para avalar la relección de diputados y senadores, sino que desatienden un añejo reclamo por incluir esas figuras en el marco constitucional, como una forma de someter a los gobernantes al examen ciudadano y evitar, de esa manera, extralimitaciones en el ejercicio del poder.

Ciertamente, algunos de los puntos avalados ayer por el Senado –como las iniciativas y candidaturas ciudadanas a puestos de elección popular– podrían resultar pertinentes y hasta plausibles; pero la premura y extemporaneidad con que se presentan, la descomposición que acusa el conjunto de la institucionalidad política del país y la creciente brecha entre la realidad y el discurso oficial, obligan a preguntarse si esta reforma permitirá, en caso de ser aprobada en San Lázaro y los congresos estatales, un mayor control de las autoridades por parte de los ciudadanos, o si es resultado de otros cálculos e intereses, y terminará beneficiando, al fin de cuentas, una lógica presidencialista a todas luces caduca y ominosa.

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