El filme de Loznitsa registra así la sórdida realidad actual entreverándola sugerentemente, con el pasado soviético, tan prolijo en actos de heroísmo y estulticia, con sus gestas bélicas y sus promesas de porvenires radiantes, traicionados todos por la burocracia y el cinismo totalitario.
La cinta se inicia con la imagen de un hombre sepultado a paletada limpia en un charco de lodo, sin explicaciones, como una instantánea de la brutalidad y prólogo elocuente de una narración a salto de mata que se encamina hacia nuevas atrocidades. El espectador que tranquilamente se dejaba conducir por Georgy a través de este territorio perturbador termina como él, extraviado y confuso, atento a un gesto de humanidad que nunca llega, avizorando incrédulo los desbordamientos de crueldad y corrupción que despliega una galería de personajes fantasmales, sin asideros ideológicos o espirituales.
Para retomar un lugar común, la visión es dantesca; para situar mínimamente lo que propone Loznitsa habría que recurrir a las visiones sulfurosas de Michael Haneke en El tiempo del lobo (2003) o al escepticismo poético de Alexander Sokurov.
Hay en Mi felicidad un lirismo sórdido de road movie radicalmente desencantado, con espacio sin embargo para toques humorísticos que aluden a la penuria económica de la provincia rusa, a la escasez de combustible, a la pobreza y abandono, en una ruta de escombros y ruinas humanas. Un personaje dice a otro: Tu negocio se derrumba, está en llamas; requiere reparación, cambios
. Al cabo de una pausa añade con desparpajo: Pero a final de cuentas de qué diablos sirve hacer algo
. Ese negocio en quiebra es todo un país, contemplado en la espiral de su historia reciente y su realidad actual.
Mi felicidad es un primer largometraje desprovisto de ilusiones, dueño de un implacable vigor crítico y una inspiración artística que augura trabajos todavía mayores.
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