No
es casualidad que Calderón haya empezado la guerra contra el narco en
Michoacán. No es casualidad tampoco que hoy ese sea el epicentro del
movimiento de las policías comunitarias y autodefensas. Los medios se
preguntan si el gobierno mexicano ha “perdido” Michoacán. La respuesta,
por supuesto, es un rotundo sí. Pero el gobierno lo perdió —o parte de
él— desde hace años. Hay que reflexionar un poco sobre los fundamentos
del Estado para poder entender qué es lo que pasa en esas regiones,
sobre todo en Michoacán y Guerrero, en donde se ha abierto un vacío de
poder disputado por policías comunitarias, bandas de narcotraficantes y
el ejército.
Como decían los antiguos chinos: el vacío estructura
el uso. En tiempos conflictivos, de vacío de autoridad, la utilidad
política del Estado aparece ante el que quiera verlo como lo que es:
una institución basada sobre el monopolio legítimo de la fuerza física,
un comando de hombres armados. Decía Oswald Spengler que siempre ha
sido un pelotón de soldados el que ha salvado a la civilización.
Spengler se equivocaba. Lo que los pelotones normalmente salvan son los
Estados. Él no será, por lo demás, el primer conservador en intentar
trazar un paralelo entre el Estado y la civilización —y probablemente
tenga razón en hacerlo, por lo menos en el largo plazo—. Pero eso no es
lo importante aquí. Por supuesto que, en el primer mundo, los estados
tienen cada vez menor necesidad de mostrar esa fuerza, y entonces los
procesos de construcción estática se desarrollan a través del consenso,
de otras instituciones —la escuela entre ellas—. Pero la explosión de
conflictos en el México (todavía) bronco, como el que ha habido en los
últimos años en Michoacán, desnuda el fundamento del poder estatal.
La consecuencia primordial de lo anterior es que en esas regiones del
país no existe el Estado (o el estado ha fallado, diría la ciencia
política moderna), puesto que el gobierno no tiene el monopolio de la
fuerza física. La cuestión se complica un poco si uno piensa que, en
momentos anteriores del conflicto, los que han detentado el monopolio
de la violencia no han sido las instituciones del Estado mismo sino
grupos paramilitares aliados a éste; miembros oscuros pero no menos
importantes del “Frente Amplio Estatal”. Por eso, en parte, los
políticos no empezaron a hablar del “Estado fallido” sino hasta que ese
juego —donde los verdaderos amos eran narcos aliados al gobierno— se
salió de control y las policías comunitarias, que no son otra cosa más
que campesinos armados, se hicieron con el poder militar de varias
regiones, y no sólo corrieron a los narcos, sino que empezaron a
enfrentarse con las instituciones y la gente del gobierno que estaba
más claramente coludida con ellos.
Las policías comunitarias
no nacieron con este conflicto, y de hecho están reconocidas
legalmente. Hay que ver esta concesión jurídico-política bajo la óptica
doble de la conquista y de la trampa: el gobierno permitirá algo que en
principio podría ir en contra de su ethos si, por un lado, se
encuentra en una posición de fuerza desfavorable y no hacerlo le
traería un costo mayor, pero también si cree que con eso puede
canalizar un conflicto político por la vía de sus instituciones.
Esta constatación tiene dos (o tres) posibles corolarios. El primero es
que las policías comunitarias pueden terminar por convertirse en parte
de la estructura de gobierno, “institucionalizarse” y por tanto
dedicarse a hacer simplemente el trabajo sucio para luego perder su
carácter político contestatario (un poco como los sindicatos de nuestro
país). El segundo es que, en dinámica, las policías comunitarias pueden
convertirse en gérmenes de un contrapoder popular en el campo. En los
hechos, ellas ya ejercen la función primordial del Estado… pero por
supuesto el poder estatal no se termina ni en el monopolio de la
violencia ni tampoco se puede circunscribir a los territorios reducidos
de los pueblos. Por eso el gobierno pone el grito en el cielo cuando
éstas hacen más de lo estipulado por sus “usos y costumbres”, y sus
facciones se intentan poner de acuerdo en cómo frenarlas. Como bien
dice una de esas senadoras panistas que todos amamos: “En nuestro país
nadie, absolutamente nadie tiene el derecho de hacerse justicia por su
propia mano. Sin importar si las causas que abanderan los grupos de
autodefensa son o no legítimas, sus acciones desgastan las
instituciones democráticas, aumentan la imagen de ingobernabilidad y
lejos de abonar al restablecimiento de la paz, generan más violencia.” (http://www.animalpolitico.com/author/gcuevas/#axzz2mXLDCNju)
En muchos sentidos, tiene razón. La acción de las autodefensas sí desgasta las instituciones del estado (si son o no democráticas es otra cuestión), las autodefensas sí
aumentan la ingobernabilidad (si esa “gobernabilidad” que tanto
predican es buena o incluso necesaria también es otra cuestión) y, de
cierto modo, también abonan a un conflicto social cuya única
alternativa, al menos en esas regiones, es la Pax Zeta.
Pero lo esencial no es eso, porque todo eso es táctico. Lo importante es que sus causas sí
son legítimas. No es una cuestión tan complicada en realidad. Esa
“causa que abanderan” es su derecho a la vida, a no estar sometidos a
un barón de la droga que dispone de sus existencias. Esa legitimidad
también nos obliga a los demás a solidarizarnos con ellos y con sus
presos —con Arturo Campos, con Nestora Salgado—, a exigir, para
empezar, su libertad inmediata.
Este artículo fue publicado con anterioridad en: http://www. elbarrioantiguo.com/las- autodefensas-y-el-monopolio- de-la-violencia/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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