12/20/2013

Pragmáticos y claudicantes



 Tomás Mojarro

El Perro, mis valedores. Así  se nombra el relato de un L. Turrent que hoy cobra requemante actualidad como elocuente metáfora de eso horroroso que se trama a estas horas en el pantanoso terreno de la politiquería, las traiciones y componendas, las claudicaciones y los turbios manejos del patrimonio nacional. Júzguenlo ustedes.

Soplaban los ventarrones de la Revolución. El militar villista era rudo,  áspero, insensible. Su contraparte, al contrario, un ser insignificante despreciado, infeliz. Era “El Perro”, como le apodaban, mote elocuente.

            Y ocurrió  que al depreciado aquel le achacaron un crimen que no había cometido, y muy a la usanza “revolucionaria” ya lo iban a fusilar, y en un muro del camposanto le formaron el cuadro: “¡Preparen armas! ¡Apunten!”

            ¿Fusilar al pusilánime? Cómo, si no podían mantenerlo de pie. Un desmayo de ánimo, un desmayo de piernas, y aquel terror que acalambra y acogota al débil de espíritu y temple de jericalla. Un cobardón “El Perro”. El oficial de mando:

- ¡Párese, hijo de la tiznada! ¡Muera como los hombres!

            Pero nada. Una vez más el terror, el desmayo, las convulsiones. Y lo que es el azar: el coronel que relata el suceso se enteró del incidente, acudió con los de turno y sin saber por qué rescató la vida del pusilánime.

            No lo hubiera hecho: de ahí en adelante la sumisión absoluta del recién resucitado por el militar que, entre el desprecio y la lástima, le salvara la vida. El apocado se arrimó a la casa de su salvador y se dio a servirlo en todo y con todo, hasta granjearse el apodo de “El Perro”.

            "Ahí lo tenía siempre, sus ojos humildes, fieles, puestos en mí. Me daban ganas de correrlo, de echarlo, tal como se hace con un perro de verdad, para que no siguiera cuidándome el sueño, pero él me seguía como mi sombra. Es repugnante que un hombre descienda a esos abismos de servilismo". (Tomar nota.)

            De repente,  a deshoras de la noche:

            - ¡Ahí vienen los carrancistas! ¡No podremos resistir!

            Y la huída. Villistas y simpatizantes, por salvar la cuera (lo único con que pudieron huir), abandonaron el caserío tratando de ganar la sierra mientras los perseguían los primeros balazos. “No tuve tiempo de ensillar mi caballo. Iba a pie trepando cuestas, bordeando desfiladeros”. La luz del amanecer suponía nuevos peligros con los plomos silbándoles por los lomos.

            “De repente, el galope aquel. Nos parapetamos”.

            Y ahí, ante el asombro de todos, en el caballo del coronel va apareciendo “El Perro”.“Las balas silbaban entre los árboles, pero iba yo sobre mi caballo. Detrás de mí, en ancas, mi sombra, aquel “Perro” que había cruzado las líneas enemigas entre los disparos de los carrancistas. Como montaba muy mal, se sujetaba en mis hombros con manos temblorosas. Muerto de miedo, como en el cementerio, cuando lo iban a fusilar. Corría mi caballo. Huíamos del peligro. Nada atendía sino esa fuga". (¿Van tomando nota?)

            Por fin. Ya estaban en la zona villista. El coronel detuvo su cabalgadura. “Sólo entonces miré, con asombro, aquellas manos lívidas, crispadas sobre mis hombros. Horriblemente crispadas”.

            Y que al intentar volverse hacia el servicial éste resbaló y dio contra el suelo. Una bala destinada al coronel había sido absorbida por los lomos de “El Perro”. El militar lo llevó a sepultar al camposanto. “Pero la última visión que conservo de él: junto a un depósito de basura vi un perro muerto, de vientre inflado y patas encogidas, con unos ojos turbios tercamente fijos en la basura”.

            Y ya. ¿La moraleja? (Piénsenlo.)

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