12/17/2013

Peña y colaboracionistas




 Tomás Mojarro

           El Rosco y la Bicha, gatos que aceptan compartir este hogar. Ella, mansa bolita que rueda a los vientos de la caricia con sus modales de novia solterona o de recatada novicia. Frente a mí se engrifa El Rosco. Vejez y decrepitud, de repente sacúdese en accesos de tos, convulsiones y estornudos. Se arquea, toma resuello, y al sueño otra vez. Gato corriente, brusquedad de modales y la pelambre hirsuta, El Rosco es desapacible de ver, de tocar. Yo trato de sobornarlo con la croqueta, pero él ni pide ni acepta, ni implora ni se doblega. La dignidad pura, la solitaria libertad. Integro.

            Y qué traqueteado a lastimaduras, qué áspera geografía su pelleja, fruncimiento y rasgaduras; y cómo no, si para sus nocturnas batallas más son los colmillos que le faltan que los caninos que le sobreviven. Pero él, indomable, irreductible, amo de la azotea. Gatazos de callejón me lo acorralan, lastiman, revuelcan, pero El Rosco y su colmillo, ni un paso de reculón. Vacilante el colmillo pero los redaños macizos, a enfrentar a los atrabiliarios. A la pura dignidad. Fogonazos sus pupilas y el colmillo desenfundado, El Rosco enseña esas encías huérfanas, y a espeluznantes maullidos mantiene a raya al sobrón, y al puro valor lo doblega, que valor es lo que al otro le falta; y a echarlo de la azotea, y a chisguetes ardorosos delimitar el territorio. Que El Rosco así es: temple, carácter, dignidad. En la defensa de lo justo no claudicar. No importa dónde, cuándo, cómo, con cuál o  con cuántos.

            Y ya rasgada la cuera, no culimpinarse ni gimotear. Ya después bajará a la estancia y se echará a dormir, como si nada. Ahora alza la testa y se queda mirando algo a lo lejos, indefinido. (Ah, si pudieses pensar, o yo captar lo que piensas, qué paradigma serías de filósofo). Los aspirantes a guerreros vinieran a aprender del samurai. Los intelectuales pedigüeños vinieran a palpar el espinazo de El Rosco, indomable. Yo, al verlo enroscado en su duermevela:

            - Si supieras sonreír, ¿sonreirías? ¿Cuándo, a qué horas, por qué? Cuando a solas contigo tal vez para ti sonríes, que el de la sonrisa, como el del llanto es, para el decoroso, placer solitario. Y piso de puntillas para no turbarle su sueño. ¿Sus sueños? ¿El Rosco sabrá soñar? ¿Qué altivos sueños serán los suyos, tanto como su integridad, su autenticidad? Llega la noche.

            En la azotea sus maullidos. Con ellos me duermo y sueño con Lanzarotes, reinas Ginebra y Galaor con todo y el Santo Grial, y en sueños recorro azoteas de embeleco y, Sancho Panza que alucina con las hazañas de mi Dn. Rosco de la Mancha, tras de él camino entre merlines, endriagos y alucinantes molinos de viento. Cabalgo con él en Clavileño y me echo a hender los aires y remontarme hasta el éter, nidal de fulgores y errantes estrellas; más allá de la mediocridad, de la vulgaridad, de lo ruin, de lo pequeñajo.

             Detrás de esos muros de embrujados castillos, magia y encantamiento, me aguarda mi Dulcinea, la amantísima. En las azoteas de mi sueño –mis sueños- yo, tras de mi Dn. Rosco de la Triste Figura, enhiesto el espíritu y el ideal flechando la inasible excelsitud, en sueños enfrento molinos de viento y gatos de la engañifa, la simulación, la ventaja, la gesticulación, la máscara...

            Lo estoy mirando: decrépito, lastimado. Se me viene el impulso de compadecerlo. ¿Que qué? Alza la testa, me mira desde su altiva eminencia. Yo agacho el testuz...

            El Rosco, la dignidad enteriza, inaccesible al deshonor. Bien haya. ¿Y esos gatos capones al servicio de Washington?  (¡Puaf!)
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