Y no con palabras abrazamos a nuestros compañeros y compañeras
zapatistas, ateos y creyentes, a los que de noche se cargaron a la
espalda la mochila y la historia, a los que tomaron con las manos el
relámpago y el trueno, a los que se calzaron las botas sin futuro, a
los que se cubrieron el rostro y el nombre, a los que, sin esperar nada
a cambio, en la larga noche murieron para que otros, todos, todas, en
una mañana por venir aún, puedan ver el día como hay que hacerlo, es
decir, de frente, de pie y con la mirada y el corazón erguidos. Para
ellos ni biografías ni museos. Para ellos nuestra memoria y rebeldía
Para ellos nuestro grito: ¡libertad! ¡Libertad¡LIBERTAD!
Subcomandante Insurgente Marcos. Cuando los muertos callan en voz alta (Rebobinar 1).
El
treinta-veinte (30 del nacimiento, 20 del levantamiento) aniversario
del EZLN difícilmente produce indiferencia, tanto para los que
celebramos su existencia y persistencia, como para los que se empeñan
en denostar y ocultar, no sólo los logros de las comunidades zapatistas
en Chiapas, sino también los avances de los procesos organizativos
indígenas a lo largo y ancho del país a partir del levantamiento
zapatista de 1994.
La pretensión de este artículo lejos de
ser un apología del zapatismo, es un asunto de miradas. De cómo miramos
a los pueblos indios y dónde ponemos la mirada para medir sus logros en
búsqueda de la autonomía. Afirmar ––como se ha hecho–– que no habido
mejorías para los pueblos indígenas después de 20 años del
levantamiento armado del EZLN, y que la pobreza de las comunidades
radica en su supuesta cerrazón y terca anti-modernidad, es persistir en
una forma de mirar colonial, incapaz de ver más allá de las categorías
económicas y políticas de la modernidad occidental capitalista para
juzgar un fenómeno social forjado en una fragua de luchas históricas.
En cambio si la mirada es al menos de respeto y de reconocimiento, con
un poco de atención se puede ver que el efecto profundo del zapatismo
(no el único, por supuesto) se encuentra muy alejado de los templetes y
de los reflectores de la política de arriba y las formas de medir “el
desarrollo” en términos capitalistas. El efecto está en las serranías,
en los pequeños poblados campesinos, en la gente del común que ve en la
lucha zapatista el reflejo de sus luchas históricas por una vida digna de ser vivida.
Donde, como señala Silvia Ribeiro, “cada paso, cada día, cada
construcción de autogestión y resistencia, tiene sentido en sí misma.
No pide la aprobación o migajas de los que se arrogan el poder, no
espera ni se desespera, sigue caminando, en la defensa del maíz, de los
territorios, del agua, del derecho a decidir sobre sus vidas, de la
dignidad.”
La traición gubernamental a los Acuerdos de San
Andrés a través de la contrarreforma indígena de 2001 fue directamente
al corazón de las reivindicaciones de los pueblos indígenas
(territorio-autonomía), lo que obligó a los pueblos construir la
autonomía y ejercer dominio territorial por la vía de los hechos. Es
precisamente en esta labor que los municipios autónomos zapatistas ––en
medio de asedios paramilitares–– han mejorado notablemente sus
condiciones de vida. El EZLN y sus bases de apoyo han fortalecido su
proceso de autonomía, han logrado que en su territorio los niños tengan
escuela, los enfermos medicina y hospital, y todos sus habitantes, lo
mínimo necesario para vivir al margen de las instituciones
gubernamentales. Han logrado que en su territorio no haya narcotráfico
ni alcoholismo, ni esa inseguridad genocida que con la corrupción
individual y colectiva ataca aquí y allá en el resto del país (Ver
Comunicado 30 de diciembre de 2012 http://bit.ly/ZN6WCU).
Prueba visible de la vitalidad de la resistencia y organización del
movimiento fue la multitudinaria marcha silenciosa y pacífica que
celebraron hace un año, el día 21 de diciembre de 2012 en la que se
movilizaron ordenadamente más de 40 mil zapatistas en 5 municipios de
Chiapas , coincidiendo con la entrada de la nueva era maya, así como
las notables experiencias de la Escuelita zapatista creada con la
intención de que la gente vea y conozca directamente, sin
intermediarios, la experiencia autonómica de los municipios autónomos y
las Juntas de Buen Gobierno.
Durante estos 20 años los
zapatistas nunca han pedido políticas asistenciales ni programas
sociales, que en la realidad se traducen en limosnas gubernamentales
para el control político clientelar (llámese “Solidaridad” o “Cruzada
Nacional Contra el Hambre”). El reclamo zapatista y su práctica
política es por el cumplimiento a cabalidad de los Acuerdos de San
Andrés, es decir el reconocimiento pleno de la autodeterminación de los
pueblos indígenas en su versión de autonomía y el control del
territorio que ésta implica. De modo que el proyecto político-social
zapatista aspira ––como dice Pablo González Casanova–– a defender el
territorio, la tierra, el maíz, el agua, los bosques y la vida, sin
limitarse a un concepto aldeano, ni sólo maya ni tan siquiera nacional,
sino reclamar los derechos a la autonomía de sus comunidades al tiempo
que se organiza en éstas el poder de decisión de sus pueblos como poder obedencial (“mandar obedeciendo”).
Sin embargo, este reclamo y práctica no es privativo del zapatismo.
Como bien nos recuerda Francisco López Bárcenas a pesar del ninguneo
neocolonial los pueblos indígenas persisten en sus planes de autonomía.
Unas veces manifestándolo abiertamente, otras sin decirlo, muchos
avanzan en su reconstitución interna, de acuerdo con sus propias
capacidades y situaciones concretas. Defendiendo sus territorios, sus
bosques, sus aguas; impulsando radios comunitarias para comunicarse y
difundir su cultura o escuelas comunales con maestros propios porque
sienten que en las escuelas gubernamentales no les enseñan lo que
necesitan para la vida, o impulsando la siembra de sus alimentos,
revalorando sus prácticas y saberes propios, para librarse de las
garras de quienes han hecho de los alimentos una mercancía y arma de
dominación. Esto ha dado como resultado diversos procesos autonómicos,
con el rumbo que cada quien consideró más pertinente, por eso los
resultados también son múltiples, unos muy exitosos, otros no tanto. En
suma se trata de de proyectos, programas y procesos variados de
seguridad y justicia comunitaria, comunicación comunitaria, así como
diversos retos de organización y administración del ejercicio autónomo.
El proceso de neocolonización abierto por las reformas
estructurales neoliberales ha enfrentado una importante oposición desde
diversos movimientos sociales a lo largo y ancho de nuestro país, en
los que las luchas indígenas contra los megaproyectos y la defensa de
sus territorios juegan un papel fundamental. Se trata –como las llama
el pensador uruguayo Raúl Zibechi– de revoluciones o insurrecciones en marcha,
mismas que han sabido hacerse visibles en momentos cruciales. Sólo
baste recordar que el levantamiento armado del EZLN el 1 de enero de
1994, se dio como resultado de la combinación de varios y complejos
procesos locales y nacionales (el profundo problema agrario, la
modernización de la economía chiapaneca, el desarrollo
político-ideológico de un amplio movimiento campesino indígena y
popular, la violencia gubernamental y la falta de democracia). El EZLN
surge a la luz pública con la entrada en vigor del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN) y dos años después de las
reformas al artículo 27 de la constitución que termina con el reparto
agrario y permite la apropiación privada de la propiedad social (ejidos
y comunidades). Es decir que surge a luz pública en un momento
coyuntural importantísimo para los pueblos indígenas y campesinos. No
obstante, la historia del EZLN hunde sus raíces en la confluencia de
muy antiguos procesos de lucha, tanto indígenas como urbanos.
Como bien afirma Zibechi “las revoluciones en marcha son estuarios
donde desembocan y confluyen ríos y arroyos de rebeldías que
recorrieron largos caminos […] Estas revoluciones son el momento
visible, importante pero no fundante, de un largo camino subterráneo”.
Se trata de procesos que vienen de larga data, nacidos en la fragua de
un saber histórico de las luchas y una apropiación crítica de la historia,
en la búsqueda de la liberación, la construcción de poder popular, la
reapropiación de sus contextos y la afirmación de sus identidades. La
lucha indígena por la tierra y la identidad en México, es una de estas
insurrecciones en marcha, y se encuentra en el corazón de los actuales
movimientos indígenas que construyen la autonomía en los hechos,
re-apropiándose de sus territorios, en firme oposición a la destrucción
de las formas de vida vernáculas, los sentidos locales de la buena
vida, costumbres y tejidos sociales comunitarios, así como la
afirmación/recuperación de identidades, de epistemologías, de
espiritualidades, de formas de ser y de existir que han sido
ninguneadas, inferiorizadas, ocultadas y destruidas por la
colonialidad. Como bien dice Jean Robert “decir pobres dignos y dueños
de sus medios de subsistencia (materiales e inmateriales) es decir
‘pobres dueños de sus territorios”, lo que tiene que ver con el cultivo
de la cultura, las costumbres, la hospitalidad, la subsistencia: la
autonomía.
Achacar a los pueblos indios (a su supuesta
cerrazón y terca anti-modernidad) las causas de su pobreza, constituye
una claro ejercicio de desinformación. Esta desinformación no sólo
atiende al contexto indígena, sino también al texto de los instrumentos
internacionales en materia de derechos de los pueblos indígenas. La
“tragedia” que viven los pueblos indígenas en México difícilmente se
comprende sin el trasfondo adverso de la denegación pertinaz de un
derecho: el derecho de reconocimiento y respeto, de autonomía y
reciprocidad de los pueblos indígenas, de que son unos pueblos dotados
de culturas y territorios propios. En esta precisa dirección el Estado
mexicano tiene contraídos compromisos internacionales, particularmente
con la Organización Internacional del Trabajo (Convenio 169), así como
en su Derecho interno a raíz de la reforma constitucional de 2001, y
las posteriores reformas en materia de derechos humanos de 2011. El
problema de fondo puede ser efectivamente, de derechos humanos, de su
impedimento y carencia, pero fundamentalmente es un problema de respeto
y reconocimiento, de consideración de la humanidad indígena en pie de
igualdad, de reconocimiento a los pueblos indios como sujetos políticos
y epistemológicos diversos.
Son ya dos décadas de vida
publica del EZLN, de luchas, de muertos, de injusticias y represión al
cabo de las cuales las palabras y el combate siguen vivos.
El zapatismo
supo hacer visibles a aquellos condenados a la invisibilidad, y en
palabra y acto se ha constituido en una potentísima herramienta
decolonial capaz de desgarrar la matriz abisal del pensamiento
occidental y la racionalidad de la dominación. La visibilidad de las
luchas de los pueblos indígenas en México nos permite dilucidar la
dinámica histórica en que estos han demostrado su apuesta por un
proyecto jurídico-político diverso al de la modernidad capitalista, a
saber, su propio proyecto de modernidad, sustentado en profundas
tradiciones históricas, impregnadas de saberes pertenecientes a sus
culturas materiales. Los pueblos indios mexicanos al producir mediante
sus capacidades vernáculas su subsistencia ––bienestar, la buena
vida––, crean una cultura material histórica que preserva un modo de
ser y de vivir que se define por la capacidad autónoma de definir la
propia vida y allegarse los medios para vivirla. Se trata como dice
Silvia Rivera Cusicanqui de experiencias de construcción de nuevos
territorios en los que se reinventa las figuras de hacer colectivo y
que conjugan de otra manera las formas comunitarias y la organización
política autónoma en prácticas descolonizadoras. Se trata de historia
viva que pugna constantemente por irrumpir y que demuestra
incesantemente que “vivir en y con el capitalismo puede ser algo más que vivir por y para él”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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