Pedro Miguel
Michoacán
y sus autodefensas no cuadran en el relato de nadie. Algunos han optado
por ubicar el alzamiento de la Tierra Caliente como la primera rebelión
popular del siglo, y así parecen confirmarlo la extensión del
movimiento y la autenticidad que impregna las declaraciones de sus
integrantes. Otros ven la mano del sórdido ex general colombiano Óscar
Naranjo –operador de escuadrones paramilitares en Colombia, y
contratado por Peña como asesor de seguridad– en el surgimiento del
grupo armado michoacano y consideran que el episodio es parte de una
gran manipulación contrainsurgente. No faltan quienes consideran que la
formación y la expansión de los alzados es producto de una maquinación
del sempiterno injerencismo de Washington, y ven robustecida su
hipótesis con los impertinentes ofrecimientos del Departamento de
Estado al régimen mexicano de
colaboraren el apaciguamiento de Michoacán. Para muchos resulta inconcebible que un movimiento tan llamativo y poderoso no vaya acompañado de formulación ideológica alguna ni de una propuesta política para el país, y que no manifieste más objetivos que los de expulsar de la región a la mafia local y establecer
la santa paz.
Los propios dirigentes de este alzamiento se contradicen con
frecuencia en sus conclusiones explícitas y no siempre logran ubicar
con claridad al resto de los actores en sus respectivos sitios: los
gobiernos estatal y federal, por ejemplo, lo mismo pueden ser
protectores de los templarios que aletargados aliados propios
a los que urge sacudir y poner en acción. En todo caso, la rebeldía no
va dirigida contra el régimen sino contra su ausencia, la que hizo
posible que las organizaciones mafiosas se apoderaran de todos y de
todo –de las hijas y los hijos, de los cultivos, de las casas, de las
calles, de las festividades, de la producción y hasta de las
autoridades–, pero en el discurso de Hipólito Mora, José Manuel
Mireles, Estanislao Beltrán y otros coordinadores de las autodefensas
no se registra el hecho de que esa ausencia es, en sí misma, un acto de
gobierno. Un día los voceros del alzamiento se congratulan por el
tardío despliegue policial-militar en Apatzingán y al siguiente
reconocen que se trata de un acto de inocultable simulación. Con todo,
los alzados están dispuestos a otorgar a las autoridades el beneficio
de la duda.
El más contradictorio de todos es el propio gobierno, con sus dos
varas de medición tan contrastadas –una, abiertamente represiva, para
las policías comunitarias de Michoacán y Guerrero, que son
instituciones legales y hasta ancestrales, y otra, mucho más ambigua,
para los armados de Tepalcatepec, La Ruana, y Buenavista-Tomatlán– y
con su zigzagueo permanente: con la misma hipocresía con la que Fox y
Calderón cedieron el control de Michoacán y de otros estados a las
mafias del narco, en su primer año de gobierno Peña permitió, simultáneamente, que los templarios
siguieran ejerciendo ese control y que las autodefensas se organizaran,
expandieran y avanzaran. Pero también les ha tomado prisioneros, les ha
matado gente y la semana antepasada el poder federal empezó a hacer
frente a la crisis –¡un año después de entrar en funciones!– planteando
a los alzados la exigencia criminal y estúpida de que se desarmaran,
como si Osorio Chong y sus operadores no supieran que, desarmados,
serían cazados como conejos por los matarifes de los templarios.
De
su lado, los medios desinformativos del oficialismo, desorientados y
todo, no pierden oportunidad de fraguar y ejecutar sus propias
emboscadas periodísticas contra los alzados, como las que recientemente
sufrieron Mireles y Mora, en el marco de la grotesca adulteración de
declaraciones del primero, a quien se hizo aparecer como dispuesto a un
desarme inmediato.
Para el grueso de la sociedad es imposible determinar, por ahora, si
el régimen peñista alentó en forma deliberada, aunque discreta, el
surgimiento de las autodefensas; hoy lo que es claro es que el gobierno
no tiene control sobre el alzamiento y sus protagonistas. ¿Son las
autodefensas el comienzo de una gran rebelión popular o son,
simplemente, un ejército privado al servicio de agricultores
adinerados? El hecho es que a los habitantes ricos, pobres y de clase
media de las regiones amenazadas por la mafia no les ha quedado otro
camino.
Ciertamente, la consolidación de un grupo armado irregular y de
grandes dimensiones plantea un peligro grave; los propios alzados
parecen estar conscientes de él, porque repiten una y otra vez su
disposición a desmovilizarse en cuanto la amenaza templaria sea
desarticulada. Pero el problema central no son ellos ni el grado de su
pureza o de su contaminación, sino lo que, como síntoma, han dejado al
descubierto: un régimen criminal que se aviene a cogobernar con el narco y que especula para beneficio propio con el conflicto entre la delincuencia organizada y los civiles armados.
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