Editorial La Jornada
Productores
agrícolas agrupados en El Barzón dieron a conocer ayer que a partir del
mes entrante emprenderán un boicot contra acaparadores y
comercializadoras en protesta por los bajos precios que unos y otras
les pagan por sus cosechas. En el curso de un mitin realizado frente a
la Secretaría de Economía, uno de los dirigentes de los labriegos puso
de ejemplo el diferencial entre lo que ellos reciben por el kilo de
frijol, 6.50 pesos, o menos, y el precio al menudeo de ese producto,
más de 20 pesos, lo que significa que los intermediarios se quedan, en
el menos peor de los casos, con las dos terceras partes de lo que pagan
los consumidores por esa leguminosa. Las protestas por esta situación
vienen de tiempo atrás y en semanas recientes los productores de
cereales han realizado diversos actos de protesta en Zacatecas,
Culiacán y el Distrito Federal.
Los hechos comentados son botón de muestra de la situación en la que
ha desembocado buena parte de la producción del campo en el país tras
la apertura de los mercados agrícolas a las importaciones, el
desmantelamiento de instituciones de apoyo a los agricultores, las
reformas constitucionales que acabaron con la certidumbre del ejido y
la liquidación de los precios de garantía.
En el empecinamiento por colocar todos los ámbitos de la economía nacional bajo el arbitrio de la ley del mercado –que es, en última instancia, la ley de la jungla–, los sucesivos gobiernos neoliberales han causado la despoblación del agro nacional, la concentración de tierras y recursos en grandes agroindustrias, en detrimento de comunidades, ejidos y pequeños propietarios, y todo ello ha tenido consecuencias nefastas en la alimentación, la soberanía y la seguridad: la autosuficiencia alimentaria está hoy más lejana que nunca, lo que coloca la subsistencia de la población al arbitrio de los mercados mundiales y sus vaivenes, y no pocos de los campesinos desplazados por los efectos de las políticas económicas, los que no pudieron emigrar o encontrar un sitio en las urbes, se unieron a las filas de la delincuencia organizada.
En el empecinamiento por colocar todos los ámbitos de la economía nacional bajo el arbitrio de la ley del mercado –que es, en última instancia, la ley de la jungla–, los sucesivos gobiernos neoliberales han causado la despoblación del agro nacional, la concentración de tierras y recursos en grandes agroindustrias, en detrimento de comunidades, ejidos y pequeños propietarios, y todo ello ha tenido consecuencias nefastas en la alimentación, la soberanía y la seguridad: la autosuficiencia alimentaria está hoy más lejana que nunca, lo que coloca la subsistencia de la población al arbitrio de los mercados mundiales y sus vaivenes, y no pocos de los campesinos desplazados por los efectos de las políticas económicas, los que no pudieron emigrar o encontrar un sitio en las urbes, se unieron a las filas de la delincuencia organizada.
Los
grandes beneficiarios de este desastre son los capitales detrás de los
intermediarios de gran escala y las cadenas comerciales que obtienen
una triple ganancia al comprar a precios irrisorios y depredadores,
especular durante meses con el pago y vender a los consumidores a
precios inflados, creando malestares sociales potencialmente graves
tanto en los productores como en los compradores.
Este panorama debiera ser suficiente para que los diseñadores de la política económica comprendan que el sector agrario y el abasto alimentario no deben dejarse a la simple regulación del mercado, sino que requieren de la intervención del Estado, de mecanismos de regulación y de sistemas de compensación, como ocurre en la Unión Europea, Japón y otros países desarrollados cuyos gobiernos pregonan el libre comercio para el mundo, pero se abstienen de aplicarlo en sus propios mercados agrícolas. En la producción del campo, como en muchos otros rubros, es tiempo de un viraje en las estrategias vigentes.
Este panorama debiera ser suficiente para que los diseñadores de la política económica comprendan que el sector agrario y el abasto alimentario no deben dejarse a la simple regulación del mercado, sino que requieren de la intervención del Estado, de mecanismos de regulación y de sistemas de compensación, como ocurre en la Unión Europea, Japón y otros países desarrollados cuyos gobiernos pregonan el libre comercio para el mundo, pero se abstienen de aplicarlo en sus propios mercados agrícolas. En la producción del campo, como en muchos otros rubros, es tiempo de un viraje en las estrategias vigentes.
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