Fallece Juan Gelman a los 83 años
Página 12
Ni el recuento de los merecidos premios literarios ni el repaso de su imponente obra, ni el recuerdo de sus luchas y sus pérdidas alcanzan para darle dimensión a lo ocurrido: con Gelman se van el poeta, el periodista y el militante que cruzó las imposibilidades del lenguaje para crear nueva vida.
“Ha
muerto un hombre y están juntando su sangre en cucharitas,/ querido
juan, has muerto finalmente./De nada te valieron tus pedazos/mojados en
ternura./ Cómo ha sido posible/que te fueras por un agujerito/ y nadie
haya ponido el dedo/ para que te quedaras.” La tristeza es enorme,
infinita, insoportable. La lengua castellana está de riguroso luto. Ha
muerto Juan Gelman, ayer, a los 83 años, en la ciudad de México, donde
residía desde hace más de veinticinco años. Ha muerto el poeta que
llevaba la poesía tatuada en los huesos. Ha muerto el más grande de los
poetas argentinos, nuestro Premio Cervantes, el hombre que extremó el
elástico del lenguaje y sus imposibilidades convirtiendo verbos en
sustantivos y sustantivos en verbos para arañar la realidad que se
escurre entre las manos. El poeta que mutaba para permanecer,
refractario a las normas, al piloto automático o al funcionamiento
aluvional de “la maquinita” expresiva, como prefería llamarla. Ha
muerto el hombre que transformó las heridas en versos memorables –”la
memoria es una cajita que revuelvo sin solución” o “el frío tiembla en
puertas del pasado que vuelven a golpear”–; una voz indomable, tan
cercana y querida, en la cornisa del susurro, con esa cadencia grave y
profunda por donde flameaban siempre las chispas de una ironía elegante
y juguetona.
Tercer hijo de una familia de inmigrantes
ucranianos, Gelman nació en Buenos Aires el 3 de mayo de 1930. No
sobraba dinero en esa familia, pero se ahorraba de a centavitos para ir
al Colón una vez al año. Su hermano mayor, Boris, le recitaba versos de
Pushkin en ruso. Lo llevaba a un rincón apartado y Gelman, a sus siete
años, caía rendido por el ritmo y la musiquita de aquellas palabras que
no entendía en absoluto. A los nueve años decidió escribir poemas a una
vecina dos años mayor. Al principio le mandaba versos de Almafuerte,
como si fueran propios, pero la indiferencia de la nena lo obligó a dar
un paso más. La batalla no sería sencilla. Entonces probó escribir él
mismo; tampoco obtuvo respuesta.
Ella siguió por su camino; él se quedó
con la poesía. Y sus lectores del mundo, claro, agradecidos de la
reticencia de la vecinita. Todavía no había pegado el estirón cuando
“el pibe taquito”, como era conocido en los potreros de Villa Crespo
por el modo de empujar la pelota, publicó su primer poema en la revista
Rojo y Negro. Tenía once años. Juan, niño precoz que aprendió a leer a
los tres años, cursó la secundaria en el Nacional de Buenos Aires.
Empezó a estudiar la carrera de Química, pero, como contó más de una
vez, le interesaba “mucho más la poesía que la descomposición del
átomo, los protones y los neutrones”. Probó varios trabajos, pero
eligió el oficio de periodista para ganarse la vida. Lejos de
despreciar la faena periodística, Gelman lo entendía como un género
literario “que se escribe bien o se escribe mal”.
Su itinerario
periodístico arrancó en Orientación, semanario del Partido Comunista
Argentina (PCA), continuó en el diario La Hora hasta que en 1962 entró
en Xinhua, la agencia china de noticias. En la revista Confirmado, a la
que ingresó en 1966, se encargaba de la sección de libros. Después
seguirían la sección internacional de Panorama y La Opinión
(1971-1973), la revista Crisis (1973-1974) y la jefatura de redacción
del diario Noticias (1974). Con el regreso de la democracia se sumó a
Página/12, donde escribió desde su primer número (cubriendo el
histórico juicio del criminal de guerra nazi Klaus Barbie) hasta la
contratapa del último domingo.
Del ambiente de la militancia en
el PC, surgió el grupo El pan duro, integrado por Gelman, José Luis
Mangieri, Héctor Negro y Juana Bignozzi, todos muy jóvenes y por
entonces poetas desconocidos. Eran tiempos difíciles para publicar y
peor aún cuando se trata de poesía, “esa Cenicienta de la literatura
que apenas ocupa rinconcitos en los catálogos de las grandes
editoriales”.
Los miembros del grupo decidieron autofinanciar sus
propias ediciones a través de un método: venían bonos de diez pesos,
que era lo que podía costar un ejemplar. Hacían recitales, fiestas
populares en clubes como Vélez Sarsfield y a medida que reunían el
dinero elegían por votación el orden de los libros a publicar. Así
apareció Violín y otras cuestiones, su primer libro de poesía,
publicado en 1956, prologado por Raúl González Tuñón, quien destacó que
en ese poemario “palpita un lirismo rico y vivaz y un contenido social,
pero social bien entendido, que no elude el lujo de la fantasía”. Entre
otras virtudes, Tuñón ponderaba “la forma ágil, fresca, variada en
tonos y matices”, de un poeta “nacional, porteño, muy nuestro”, que
“recién comienza y ya está maduro”. Esa sorprendente madurez se
expandió en Gotán (1962), que significa tango al revés; en Cólera Buey
(1965) y en Los poemas de Sydney West (1969) con formas y ritmos que
pescaban al vuelo las inflexiones del habla porteña, además de
traducciones simuladas de poemas. Entonces ya se vislumbraba lo que
pronto sería una certeza: que ninguno de los libros de Gelman se
parecen entre sí. Que cada libro nuevo postulaba una ruptura radical
con el anterior. Como si fuera y no fuera a la vez el mismo poeta.
En
la década del ‘60 sus ideas se radicalizarían más a la izquierda y se
alejaría del PC, partido que luego lo expulsó de sus filas. “Fue el
momento de la Revolución cubana y un grupo de nosotros sostenía que ese
hecho era una línea divisoria”, explicó. “Se hablaba de llegar al
socialismo por la vía pacífica; nosotros vimos en Cuba otro tipo de
posibilidades.” En 1967 se incorporó a las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FAR) y cuando FAR y Montoneros se fusionaron en una
única organización, en 1975, Juan fue enviado al extranjero para
denunciar públicamente la represión y la violación de la Triple A. Hay
golpes en la vida, tan fuertes... se podría parafrasear a César
Vallejo, uno de sus poetas preferidos.
En 1976 secuestraron a sus hijos
Nora Eva y Marcelo Ariel, junto a su nuera María Claudia Iruretagoyena,
quien se encontraba embarazada de siete meses. Su hijo y su nuera
desaparecieron, junto a su nieta nacida en cautiverio. La ruptura con
Montoneros llegó cuando la conducción planteó “esa locura que la
contraofensiva militar, que condujo a la muerte a las mayoría de la
gente que participó en ella”. El poeta, por entonces ya exiliado,
volvió clandestinamente al país en 1978, con el objetivo de que un
puñado de periodistas pudiera ver lo que estaba pasando en Argentina,
el terror de la dictadura cívico-militar. Durante siete años no
escribió ni publicó. Regresaría al ruedo con Hechos y relaciones, texto
en donde emerge el dolor en carne viva del exilio y las muertes. En
1989 el presidente Carlos Menem firmó el indulto. Juan objetó la medida
a través de una nota publicada en este diario: “Me están canjeando por
los secuestradores de mis hijos y de otros miles de muchachos que ahora
son mis hijos”, se quejó.
“Me cavo para no encubrirte más con
visiones de tu abrigo largo. Un parpadeo dura mucho cuando se aparta el
ser de sí en vuelos sin rumor. Libre aún entre muros de cemento y cal
viva/arrojado a que nunca fueras certidumbre”, se lee en uno de los
poemas recientes que le dedicó a su hijo. El 7 de enero de 1990, el
Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de
Marcelo, encontrados en un río de San Fernando dentro de un tambor de
grasa lleno de cemento. Lo habían matado de un tiro en la nuca. En 1998
descubrió que su nuera había sido trasladada a Uruguay y que había sido
mantenida con vida al menos hasta dar a luz a una niña en el Hospital
Militar de Montevideo.
A partir de ese momento lanzó una búsqueda
incansable para hallar a su nieta, apoyado por escritores, artistas e
intelectuales. En 2000 finalmente se reunió con su nieta María Macarena
Gelman García. “¡Marcelo Gelman! ¡Presente!” El hijo del poeta, entre
otras víctimas de la dictadura militar, sonó más vivo que nunca ese
jueves 31 de marzo de 2011, cuando el Tribunal Oral Federal 1 juzgó a
los represores del centro clandestino Automotores Orletti. Eduardo
Cabanillas, el asesino de Marcelo, fue condenado a prisión perpetua.
Juan decía que no sintió nada. Ni alegría, ni odio. Nada. Y se preguntó
por qué. La respuesta está encadenada en los textos que integran Hoy,
el último libro que publicó el año pasado. El poema “VIII” es el
primero dedicado a su hijo: “¿Cuánta sangre cuesta/ ir de saber a
contramano/ del olvido al horror/ de la injusticia a la justicia? ¿Hay
que tocar los altares ardientes/ evitar la vergüenza/ la falta que
preocupaba a Teognis/ interrupción del día? El beso del lazo se
convierte en el lazo que el asesino ajusta. Desvío sin límite ni fondo
ni virtud. La mismidad es un espejo roto en tercera persona y oigo tu
mano dibujando un pájaro azul”.
Definir su poesía como política
–un malentendido generalizado– es reducir y etiquetar la obra de un
poeta que ha demostrado, libro tras libro, la insensatez de enjaularlo
cuando él se ha dedicado, con una obstinación pocas veces vista, a
deshacer y rehacer los modos de poner en juego la lengua. “Cuando se
habla de mi poesía como política pienso que el error está en pensar que
vivo conectado a la realidad las 24 horas del día. No todo lo que
sucede en el mundo me despierta la necesidad de escribir un poema. Como
ciudadano, tengo compromisos y responsabilidades que no tienen que
estar necesariamente en la poesía.
La ideología de alguien forma parte
de su subjetividad, pero no es toda su subjetividad –decía el poeta en
una entrevista de Página/12–. No me afecta ni en un sentido ni en otro
que digan que mi poesía es política. Lo que me importa es mi trabajo
como poeta, no me preocupa lo que digan los demás, tienen todo el
derecho a opinar. Pero francamente lo único que influye es la lectura
de la poesía, y el trabajo de escribirla.” Todo lo que se escribe,
advertía Juan, es un largo fracaso en el intento de conseguir atrapar a
la poesía. “Si uno insiste en este oficio ardiente que es la poesía es
porque espera la aparición del milagro, pero como decía Dylan Thomas lo
milagroso de los milagros es que a veces se producen.”
Juan
agradecía los premios que fue recibiendo en los últimos años: el Premio
Nacional de Poesía en Argentina (1997), el Premio Cervantes en 2007;
los premios iberoamericanos de poesía Ramón López Velarde (2003), Pablo
Neruda (2005) y el Reina Sofía (2005); y el Premio de Literatura
Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2000), entre otros. Sin dudas
eran un estímulo y reconocimiento. “La poesía habla al ser humano no
como ser hecho, sino por hacer, le descubre espacios interiores que
ignoraba tener y que por eso no tenía –planteó en el discurso de
aceptación del Reina Sofía–. Va a la realidad y la devuelve otra.
Espera el milagro, pero sobre todo busca la materia que lo hace. Nombra
lo que la esperaba oculto en el fondo de los tiempos y es memoria de lo
no sucedido todavía. Sólo en lo desconocido canta la poesía. Ella
acepta el espesor de la tragedia humana, pero no obedece al principio
de realidad sino al orden del deseo. Choca contra los límites de la
lengua y va más allá en el intento de responder al llamado de un amor
que no cesa. Es un movimiento hacia el Otro, pasa de su misterio al
misterio de todos y les ofrece rostros que duran la eternidad de un
resplandor. Corrige la fealdad, es ajena al cálculo y da cobijo en sus
tiendas de fuego. Se instala en la lengua como cuerpo y no la deja
dormir.”
Cómo no evocar las palabras que pronunció cuando
recibió el Cervantes, frente a los Reyes de España. “Es algo
verdaderamente admirable, en estos tiempos mezquinos, tiempos de
penuria, como los calificaba Holderlin, preguntándose: ¿para qué
poetas? ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres
segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades
curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido
desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de
pie contra la muerte”.
El poeta repasó el significado que tuvo leer a
Santa Teresa y San Juan de la Cruz durante el exilio al que lo condenó
la dictadura. “Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo
mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para
ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de
imposible me brindaron. Ese es un destino ‘que no es sino morir muchas
veces’, comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con
cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que
agrandaba la pérdida de lo amado”, confesó el autor de una obra
descomunal compuesta por más de treinta títulos en la que cabe destacar
Citas y comentarios (1982), Interrupciones II (1986), Carta a mi madre
(1989), Salarios del impío (1993), Dibaxu (1994), Incompletamente
(1997), Ni el flaco perdón de Dios/Hijos de desaparecidos, junto a su
esposa Mara La Madrid (1997), Valer la pena (2001), País que fue será
(2004) y Mundar (2007), entre otros.
La lengua de Juan fue la
llama que encendió la temperatura la noche del lunes 26 de agosto
pasado, en la Biblioteca Nacional, cuando el poeta presentó Hoy, 288
poemas en prosa que transitan el camino del duelo por la desaparición y
asesinato de su hijo Marcelo, pero también dan cuenta del abismo
insondable del mal en el mundo. El poeta leyó durante más de media
hora. No volaba una mosca en la sala. Todos mudos ante versos que se
pegan en los labios de la memoria: “La tierra pule huesos que el tiempo
roba sin retorno”.
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