1/19/2014

Apuntes jurídico-filosóficos sobre la noción de ‘dictadura perfecta’





I
En el otoño de 1990, tuvo lugar en la ciudad de México un publicitado encuentro de intelectuales conservadores de todo el orbe. El objetivo explícito del evento consistía en analizar y evaluar el impacto que en el corto y el mediano plazos tendrían el conjunto de sucesos que en el curso de los últimos diez años habían cambiado radicalmente el rostro geopolítico del mundo; principalmente las consecuencias políticas, económicas, ideológicas y culturales que, en escala mundial, inevitablemente acarrearían la debacle de la Unión Soviética y la desaparición del bloque de países socialistas. El encuentro llevaba el nombre que su organizador, Octavio Paz, consideraba el más atinado: Experiencia de la libertad , para significar con ello el supuesto sentido liberador que comportaba el desenlace de aquellos acontecimientos, cuyo inequívoco mensaje hacía prueba fáctica de que el socialismo era un monstruoso error histórico y que la democracia liberal, pese a sus limitaciones, había triunfado sobre sus enemigos ideológicos porque representaba el único sistema de organización social con atributos suficientes para conducir y llevar a buen puerto las trasformaciones estructurales que en todos los órdenes del mundo de la vida ya demandaba el siglo venidero. En ese marco escenográfico, y a soslayo de la euforia liberal-democrática que contagiaba a todos —principalmente a los organizadores mexicanos del evento—, el escritor y político peruano Mario Vargas Llosa congeló a su auditorio al afirmar que, pese a sus formalidades y apariencias democráticas, el sistema político mexicano representaba una “dictadura perfecta”.

En principio, la afirmación de Vargas Llosa se apoyaba en el hecho de que el país había sido gobernado los últimos sesenta años por un partido de estado, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que por distintos medios, legales o ilegales, hasta entonces ejercía un poder hegemónico e indisputado sobre todos los aspectos de la vida social mexicana, pese a la existencia formal de instituciones republicanas constitucionalmente sancionadas, división de poderes, partidos políticos y procesos electorales formalmente libres. En la óptica de Vargas Llosa, la condición dictatorial del régimen, reconocido desde tiempo atrás por analistas y comunicadores como “el sistema”, se ilustraba a través de los abusos con los que a lo largo de los años los gobiernos priístas habían dispuesto y ejercido el poder y la razón de estado, especialmente en el caso de la elección presidencial, en donde el titular del poder ejecutivo en turno, que a diferencia de cualquier dictador no se perpetuaba indefinidamente en el poder, a cambio conservaba el antidemocrático privilegio de elegir a su sucesor. Por su parte, la dictadura habría adquirido la condición de perfecta en la medida que los autores de aquellos abusos gozaban de plena impunidad, no obstante el marco de legalidad que dimanaba de la legislación vigente y de la existencia de instituciones judiciales que deberían garantizar la aplicación estricta de la ley o sancionar su incumplimiento; pero, sobre todo, el atributo correspondía al hecho de que la dictadura se renovaba y legitimaba regularmente a través de la celebración de elecciones aceptablemente “libres”.

La expresión ‘dictadura perfecta’ no es un concepto proveniente de la ciencia política o la filosofía del derecho; en principio, tampoco tenía pretensiones teóricas o reflexivas ni rigurosas ni profundas. Su aplicación original, básicamente adjetiva, calificaba negativamente la pretensión del Estado mexicano de presentarse como un régimen jurídico-político democrático, apoyándose en los señalamientos de innumerables estudiosos y críticos de “el sistema” y confrontando los discursos oficiales de legitimación con la inobjetable elocuencia de la realidad [1]. Pero no iba más allá; ni buscaba ir más allá. El espacio mediático-propagandístico —así como el formato y el objetivo de eventos como el que sirvió de marco a la formulación del enunciado ‘dictadura perfecta’— no dan licencia alguna para el trabajo conceptual. Pero tampoco son inocuos. De modo que la expresión quedó automáticamente marcada con los estigmas de la superficialidad, el escándalo y el inocultable oportunismo del autor. Calificada como fenómeno mediático, el examen y la discusión de sus presuntas virtudes y defectos analíticos o descriptivos se efectuó básicamente en el espacio periodístico. Y si bien con el tiempo la expresión llegó a convertirse en un tópico imprescindible del discurso mediático-propagandístico cuando eventualmente se hacía cargo de la naturaleza del Estado mexicano, su sentido crítico y su rendimiento descriptivo aparentemente perdieron su razón de ser en el momento que un partido distinto al PRI, por medio de elecciones aceptablemente libres, llevó a su candidato a la presidencia de la república. El mismo Vargas Llosa, medianamente enterado de las vicisitudes del nuevo estado de cosas que generó el arribo del Partido (de) Acción Nacional (PAN) al poder ejecutivo en 2000, matizó su juicio y calificó al nuevo régimen como una “democracia imperfecta”, dando por hecho que la dictadura perfecta había llegado a su fin y que la noción únicamente conservaría su sentido en referencia explícita al pasado .

El impacto inmediato que causó la formulación ‘dictadura perfecta’, no obstante sus inocultables limitaciones, mostraba la necesidad de examinar y calificar la pertinencia y el rendimiento general de los análisis habituales del sistema jurídico-político mexicano. Asimismo, hacía obligatorio el replanteamiento, a profundidad, de los postulados epistémicos y de las herramientas teórico-metodológicas aplicadas en los estudios sobre “el sistema” mexicano realizados hasta entonces. Pero no sucedió ni una ni otra cosa. El rendimiento descriptivo y el sentido crítico que espontáneamente conservaba la expresión original se diluyeron en el mismo espacio mediático-propagandístico que les confirió vida y vigencia. Por su parte, la academia —a través de los cuerpos profesorales de las facultades de Derecho, Ciencias Políticas, Historia y Filosofía de las universidades mexicanas—, optó por la fidelidad a sus dogmas y por el respeto a la autoridad de los “padres fundadores” del pensamiento político mexicano, desestimó la oportunidad de discutir la forma y el fondo de la noción ‘dictadura perfecta’ y, hasta hoy, sigue afirmando que el régimen jurídico-político mexicano se asienta sobre “buenas” leyes, es republicano, federal y democrático, cuenta con tres poderes soberanos, independientes y representativos, y designa a sus gobernantes por medio de elecciones libres. Sus males, porque el país los tiene, y grandes, según la academia derivan fundamentalmente de la corrupción, del “mal uso” de los poderes, de la falta de una cultura política desarrollada y democrática entre las mayorías, de rezagos estructurales aquí y allá, de la tragedia social y cultural que significa tener un vecino como los Estados Unidos…

En las líneas que siguen, se esbozan una serie de apuntamientos sobre los que es posible reconocer el inusitado rendimiento teórico-crítico que podría adquirir la noción de ‘dictadura perfecta’ —en el caso del sistema jurídico-político mexicano—, cuando sus usos interpretativos trasgreden el reducido y ambiguo espacio analítico que implica la identificación acrítica de la democracia con los procesos electorales libres y se desplazan hacia el examen crítico-negativo de los elementos constitutivos de “el sistema”.

II

Por su intención original, la noción ‘dictadura perfecta’ comporta un sentido crítico espontáneo que se resuelve, en el lenguaje de los medios, como denuncia explícita del carácter “dictatorial” de un régimen político que se concibe a sí mismo y se presenta socialmente como “democrático”. Es, en principio, una forma elegante de afirmar que “el rey”, en este caso el sistema político mexicano, “va desnudo”. Sin embargo, en cuanto asocia automáticamente esa condición dictatorial del régimen con la permanencia en el poder de un partido de estado y, correlativamente, con la ausencia de elecciones verdaderamente libres, reproduce un vicio teórico-metodológico estructural del que participan prácticamente todas las corrientes de pensamiento filosófico-político contemporáneas: identificar conceptualmente la democracia con la existencia de ofertas políticas diversas y la celebración de elecciones. De acuerdo con aquellas posturas es democrático el sistema jurídico-político que permite a sus miembros elegir, entre un amplio espectro de corrientes políticas y planes de gobierno, qué partidos o qué personajes de la vida pública deberán ostentar y ejercer los poderes soberanos de una nación. No es democrático, en consecuencia, aquel sistema jurídico-político en el que el ejercicio de los poderes no ha sido legitimado por el juego electoral; o en donde dicho juego está sujeto al control de los grupos sociales o partidos políticos que ya ostentan el poder y, para conservarlo, recurren a procedimientos generalmente extralegales que les permiten manipular o secuestrar la voluntad ciudadana. Entre los regímenes no democráticos existe una amplia gama de modelos cuya calificación depende del grado de violencia o impunidad con la que se distinguen sus procedimientos para la conservación y el uso del poder; principalmente se habla de sistemas “totalitarios” y “autoritarios”. Curiosamente, la palabra ‘dictadura’ ha sido virtualmente desterrada de los análisis politológicos en el curso de los últimos cuarenta años, probablemente porque se asume que su rendimiento semántico no se ajusta a las condiciones teórico-discursivas dominantes o bien puede ser relevada por las nociones de ‘totalitarismo’ o ‘autoritarismo’, dado que su sentido se refiere más una suerte de “estilo” de gobierno y no a las cualidades estructurales de un sistema jurídico-político. En todo caso, como ya se dijo, en Vargas Llosa su aplicación apela a la condición no democrática del sistema mexicano en consideración explícita a la ausencia de elecciones libres, a la permanencia en el poder de un partido de estado y a la hegemonía que éste ejerce al interior de todo el cuerpo social. Por eso no se hace discursivamente necesaria la caracterización del régimen bajo las connotaciones conceptuales de “totalitario” o “autoritario”, sino únicamente su sobredeterminación como “perfecto” de cara a la existencia de un amplio conjunto de instituciones formalmente democráticas.

Hasta aquí, y no obstante sus cualidades crítico-descriptivas, la noción ‘dictadura perfecta’ reproduce, como vicios de origen:

1) la idea, falsa, de que la condición dictatorial del régimen jurídico-político mexicano representa una suerte de corrupción, de mal uso de los poderes y facultades de gobierno que legítimamente determinan un conjunto de leyes e instituciones “buenas” en sí mismas; y

2) que, dada la existencia de leyes e instituciones formalmente “buenas”, la salida venturosa de esa condición se verificará única y necesariamente en el ámbito electoral, con la existencia de partidos independientes, en el libre juego de ofertas políticas y con la llamada “alternancia” en el poder; es decir, a través de toda esa parafernalia político-mediática que, reducida a su expresión meramente electoral, en la actualidad ostenta el nombre de democracia.

Mas aquellos vicios no logran reprimir del todo las virtudes críticas de la expresión ‘dictadura perfecta’. Quizá porque en ella cohabitan forzadamente dos horizontes de sentido cuya articulación parecería imposible en la teoría, pero justa en la práctica, la expresión implica un “mal uso” o un uso trasgresor de las posibilidades de significación que ofrece el discurso político-filosófico contemporáneo, limitado estructuralmente por los principios de no contradicción y de simplicidad. Porque para la racionalidad contemporánea la dictadura siempre e inevitablemente se percibe y entiende como la negación determinada de la democracia y bajo las determinaciones conceptuales del totalitarismo o el autoritarismo, en ningún caso su calificación es positiva , y mucho menos puede ser “perfecta”. De manera que al atributo, cuyo uso es por añadidura ostensiblemente irónico, no pueden reconocérsele legítimamente capacidades conceptuales; de hecho, en rigor no significa nada, dado que no agrega ninguna determinación objetiva al fenómeno concreto. En el horizonte del pensamiento afirmativo el atributo de “perfecta”, en relación a la presunta calidad dictatorial del sistema jurídico-político mexicano, sería una mera consideración subjetiva o un recurso retórico-literario.

Sin embargo, precisamente porque se trata de una trasgresión y no de una aplicación afirmativa de la teoría política, la expresión ‘dictadura perfecta’ violenta el postulado onto-epistemológico de identidad y hace estallar todo intento de caracterización normal , por cuanto la introducción de una aparentemente simple sobredeterminación adjetiva (el atributo de “perfección” que espontáneamente se deriva de la existencia formal de instituciones formalmente democráticas), rebasa el espacio epistemológico del objeto de estudio propiamente dicho —la dictadura, reconocida primitivamente como lo sustantivo—, y desplaza el eje del análisis hacia el conjunto de condiciones que la hacen no sólo práctica y objetivamente posible, sino además “perfecta”.

En su formulación original el señalamiento de esas condiciones no distingue, ni separa, lo meramente circunstancial —representado por fenómenos como la corrupción o la impunidad— de lo propiamente estructural. La perfección de la dictadura consiste, en principio, en el contraste manifiesto entre los modales autoritarios, los fundamentos de legitimidad del régimen y la impunidad que cobija a sus agentes. Pero no va más allá; no penetra en la “cáscara cósica” que justamente enmascara y oculta lo esencial; que no es otra cosa que esa “estructura legal” que legitima la existencia misma de la dictadura y que hace aparecer la totalidad de sus actos como “apegados a derecho”. Únicamente ahora, ante la necesidad de aprehender y traer a concepto aquello que estructuralmente hace perfecta la dictadura, es posible dejar atrás el ámbito epifenoménico del ejercicio del poder político-gubernativo y sus vicisitudes, para emplazar el análisis en el espacio esencial del verdadero poder constituyente , de las leyes fundamentales y de aquellas instituciones jurídico-políticas que en el análisis habitual siempre he inevitablemente se asumen como “buenas”, pero que, en los hechos, justifican y legitiman los actos de la dictadura apelando a la “legalidad” y al “estado de derecho”. Aquí, en el horizonte de un análisis anormal , la dimensión y fuerza irónicas que comporta el adjetivo de ‘perfecta’ hacen necesario y posible extender su sentido, y ensayar su aplicación crítico-deconstructiva en calidad de concepto jurídico-filosófico. En esta perspectiva, para la pregunta ¿qué hace perfecto el régimen dictatorial que impera en México? sólo cabe una respuesta paradójica: su presunta “legalidad”, su “apego a derecho”; es decir, los fundamentos legales y constitucionales del estado-nación.

III

Recurriendo al expediente de los hechos pero llevando nuestro cuestionario a planos más profundos, estamos en condiciones de probar la falsedad de la afirmación que sirve de fundamento a la gran mayoría de análisis y juicios que merece el sistema —que el país cuenta con instituciones democráticas y “buenas” leyes—, presumiendo que el conjunto de leyes e instituciones jurídico-políticas mexicanas no son buenas en sí mismas, y que las facultades y prácticas dictatoriales de los gobiernos mexicanos, sean del signo político que sean, se originan, residen y legitiman:

a) en las contradicciones y vacíos que, de origen, presentan el texto constitucional mexicano y sus leyes reglamentarias;

b) en el carácter casuístico, intencionado y discrecional que caracterizan sus mas quinientas enmiendas y rectificaciones, lo que se origina el las actuaciones de un Poder Legislativo que asume las funciones de “Congreso Constituyente ad perpetuam ” y cuyo último “golpe de mano” ha sido la reforma a los artículos 27 y 28 constitucionales

c) en las facultades extraordinarias que, de acuerdo con nuestras leyes fundamentales, conserva el Poder Ejecutivo, lo que introduce un inquietante principio de inequidad entre poderes —siempre a favor del Ejecutivo—, y determina la dependencia, subordinación o franca inoperancia los poderes Legislativo y Judicial;

d) en la inexistencia histórica de “estados libres y soberanos” y, por lo tanto, de una “república federal”, por cuanto “la federación”, expresión metafórica de “el gobierno”, legalmente se arroga la facultad de administrar y ministrar, discrecionalmente, la totalidad de la riqueza y los recursos nacionales;

e) en la fragilidad estructural que padece la seguridad jurídica de las personas a través de los fallos de los tribunales federales y de las actuaciones de funcionarios judiciales nombrados todos ellos por el ejecutivo; poder real que incide significativamente en la administración de justicia y conserva, a través de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (cuyos ministros y presidente son igualmente nombrados por el ejecutivo), el monopolio de la interpretación, la calificación y la sanción de constitucionalidad de las leyes y de los fallos judiciales;

f) en el secuestro de la voluntad ciudadana que se manifiesta a través de los actos de los Tribunales Electorales; habilitados “legalmente” para calificar, rectificar o anular el voto de miles o cientos de miles de ciudadanos sin otorgarles las garantías constitucionales de ser “escuchados” por la autoridad judicial y condenados “mediante juicio civil o penal seguido ante los tribunales previamente establecidos”.

Todos y cada uno de estos elementos se deberán apoyar en un profundo análisis jurídico-filosófico del texto constitucional, en la recuperación crítica de la historia reciente de nuestro país y en el examen crítico-reflexivo de sus instituciones jurídicas y políticas. Se debrá sumar a todo eso la experiencia de innumerables ciudadanos mexicanos cuyos derechos son cotidianamente conculcados por un sistema judicial que sigue dependiendo estructuralmente del poder ejecutivo y que en los últimos años ha sido atacado y vulnerado por inocultables episodios de corrupción.

IV

Los señalamientos anteriores, de los que aquí solamente se esbozan toscamente las primicias, deberán ser trabajados, pulidos y completados en futuras investigaciones teóricas y posteriormente probados a través de su contrastación empírica. Sin embargo, es posible presumir su pertinencia apoyados en el hecho de que a partir de diciembre del año 2000 y hasta diciembre de 2012, como efecto práctico de la apresurada habilitación de las condiciones político-electorales que definen formalmente una democracia —incluida determinantemente toda esa parafernalia político-mediática que irreflexivamente se confunde con ella—, gobernó la república un partido que no es el PRI, sin que a la fecha pueda percibirse siquiera una pequeña merma en el uso y el abuso de los poderes dictatoriales del estado mexicano. El “el sistema”, tal y como lo representa y ejerce en la actualidad un nuevo grupo de políticos y funcionarios como desenlace de un proceso electoral que a lo largo de 2012 volvió a mostrar las característica más retrógradas y antidemocráticas del “viejo PRI”, sigue constituyendo un ejemplo emblemático de dictadura perfecta, ya sea porque el arribo del PAN al poder ejecutivo en su momento no significó el desmantelamiento de los aspectos jurídicos estructurales de la dictadura, sino su refrendo, su legitimación y su refuerzo, y porque su relevo actual (el “nuevo” PRI) no ha hecho sino ratificar su condición de herramienta y beneficiario de la “dictadura perfecta”.

Asentado sobre esas bases, el sistema jurídico-político mexicano no representa ni puede representar una democracia; ni siquiera una “democracia imperfecta”. Por el contrario, la permanente y grave crisis de la institucionalidad republicana y los evidentes signos de ingobernabilidad que en la actualidad se ciernen sobre nuestro país constituyen una muestra de que las cosas no han cambiado; que “el sistema” se regenera y reproduce a través del “cambio” que supone la alternancia del poder por vías electorales pero que, igualmente, sus múltiples signos de agotamiento preceden una inminente crisis. Para Antonio Gramsci, la crisis consiste precisamente en el hecho de “que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer” por lo que “en ese interregno aparece una gran variedad de síntomas de enfermedad”. El sistema jurídico-político mexicano está enfermo. Pero en nada contribuye a la salida de su crisis la postura que lo concibe y explica como una democracia imperfecta o perfectible. Frente a ello, la noción de ‘dictadura perfecta’, sujeta a un profundo examen crítico, representa un antídoto contra el autoengaño y una importante contribución para el conocimiento de lo que verdaderamente está pasando. 

Nota:
[1] Para no ir más lejos, bastaba traer a cuento el escándalo y el descrédito que apenas dos años antes había significado para el régimen el desaseado, manipulado y controvertido proceso electoral de 1988, en donde una sospechosa “caída del sistema” en el cómputo de votos —sumado a las prácticas habituales de fraude electoral ejecutadas por la maquinaria priísta— habría otorgado al candidato oficial un triunfo presumiblemente espurio, aunque finalmente “legitimado” mediante un proceso de “negociación política” tan sospechoso, oscuro y probablemente delictivo como el fraude electoral mismo. 

Aureliano Ortega Esquivel. Profesor-investigador de la Universidad de Guanajuato, México.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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