“Actores
de Televisa participaron en una fiesta de cumpleaños el pasado 13 de
junio en la Rotonda de las Personas Ilustres, donde instalaron una
enorme carpa justo en el centro del espacio, donde debería permanecer
encendida una lámpara votiva en honor a los próceres del país”. “…el
hecho fue difundido el 24 de junio en la revista de espectáculos
TvNotas” “…alrededor de 100 invitados correteando entre los sepulcros,
jugando un rally que organizó la festejada…” “…pizzas, alcohol,
motocicletas, dj, mariachis…”.
La Jornada, 9 de julio de 2014.
El
permiso fue para grabar un videoclip sobre “la simulación de una fiesta
donde se celebra la vida en el contexto donde vive la muerte”.
El
acontecimiento no hace más que reflejar, cruda y patéticamente, el
signo de los tiempos, brutalmente girado a prácticas y conductas
sociales que representan la transformación política y cultural que
estamos viviendo desde hace tres décadas. El hecho no es aislado y
sirve para reflexionar más allá del tratamiento mediático tipo “reality
show”.
Hay una reconfiguración de valores a partir de nuevas
subjetividades que se desarrollan en torno a la cultura del mercado, la
competencia individual y la celebración del goce personal. El yo por
encima del nosotros, con impacto en el comportamiento a nivel de la
sociedad y en la práctica política.
En una entidad gobernada por una formación política que se dice progresista, esto es particularmente inquietante.
De
un lado, la construcción de una nueva forma de percibir en la que
predomina una moral exitista, individualista y hedonista, que pierde
todo sentido de lo colectivo, de valores identitarios comunes, del
significado de ciertos espacios públicos, de la convivencia asentada en
el respeto a los otros. Es parte de esta sociedad del espectáculo que
estamos viviendo con su cauda de mercadolatría, consumismo, frivolidad
y fascinación de candilejas.
De otro lado, la banalización de la
política para reducirla al dictado de las agencias de publicidad, las
encuestas y el marketing, que alimentan la ineludible presencia
mediática de actores políticos sonrientes, oportunos, vivaces y bien
acompañados con celebridades (o no tanto) del espectáculo.
Precisamente, los medios son los que fijan bajo que premisas
comportarse públicamente. Lo que es bueno para el marketing, es bueno
para la gestión. Lo que es bueno para los medios, lo es para el
individuo político.
¿Cuál es la forma de pensar de la festejada
en la Rotonda sino la que gira en torno al goce supremo del
auto-agasajo, efímero, espectacular, instantáneo, reproducible en
redes? Entonces, no hay porqué sujetarse a frontera alguna entre lo
privado y lo público; de hecho, se desvanece el sentido de existencia
de esa frontera. El yo por encima del nosotros. El placer y el halago
personal como centro de gravedad de la existencia.
¿Cuál es la
forma de ver las cosas, de interpretar la realidad cuando se apela a un
subterfugio escatológico para obtener un permiso? Celebrar la vida
donde vive la muerte, simulando una fiesta. Sin el menor pudor, porque
sus valores pertenecen a una nueva subjetividad enajenada, a tal punto
que también, sin el menor recato, pudo decir que gracias a ella “ahora
todo mundo sabe que existe la Rotonda”.
¿Cuál es el proyecto
político delegacional sino el que pasa por la proyección política
personal de su jefe? Entonces, las políticas públicas se definen en
función de garantizar presencia mediática. Sin plan de gestión, sin
otra racionalidad que la del mercado y la de los medios concentrados.
¿De
qué forma el acontecimiento que origina esta reflexión es parte de una
política cultural? El objetivo enunciado para el permiso no resiste el
menor análisis, y sin embargo hubo condiciones para presentarlo y
autorizarlo. La excusa posterior “…yo no autoricé una fiesta…” no tiene
más sustento que la salvación individual, ante la ausencia de un
sentido colectivo de la gestión pública y la falta de un programa de
gobierno que esté por encima de las ocurrencias y exprese al conjunto
de la ciudadanía.
Los protagonistas de esta espectacular puesta en escena, son actores con libretos de cuño neoliberal.
Esto
es una cuestión de fondo. Con el abandono del Estado de Bienestar y su
desmantelamiento a favor del capitalismo financiero-especulativo, se
abre la etapa que conocemos como neoliberalismo, que opera no sólo
sobre lo económico sino también sobre lo ideológico, lo político, lo
cultural, lo estético, lo discursivo, invadiendo todas las esferas de
nuestras vidas.
En esto juegan un papel fundamental los grandes
medios concentrados que son los verdaderos constructores del sentido
común dominante (Forster), de la sociedad del espectáculo (Debord), del
hiperindividualismo (Lipovestky), de la estética del consumo (Baumann).
Es
difícil explicar al neoliberalismo y sus consecuencias sin las grandes
corporaciones mediáticas que contribuyen a la disgregación social y a
la disolución de identidades colectivas, vaciando a la política de
contenido, replicando el fin de las ideologías, abonando al pensamiento
único, exaltando la apología del mercado, invisibilizando
organizaciones o individuos incómodos. Se convierten en el escenario
político ineludible, poniendo condiciones de forma excluyente. Son
ellas mismas, que dudas caben, actores políticos protagónicos en el
armado de agendas, en la construcción de candidaturas, en la ocupación
de espacios en el aparato de estado.
En suma, son determinantes
en la configuración del escenario y del espectáculo. Treinta años, algo
más que una generación, sometidos al bombardeo de la industria del
espectáculo y del ocio, de las promesas de paraísos, disfrutes y goces.
Del culto de la belleza y la consumación del narcicismo. De la vida sin
inquietudes y la moda al alcance de la mano. El puro instante. Ningún
sacrificio en función del mañana, sólo el presente cuenta. La opinión
pública se modela en determinada dirección y la de los individuos
también. Cambia nuestra percepción de los valores y la manera de
relacionarnos. Como parte de ese nuevo andamiaje, la política es para
los que saben, no para el vulgo. La discusión es entre los
representantes en el congreso, no con el pueblo en el foro público.
Entonces,
la política no interesa para buena parte de la sociedad. Y a los que
les interesa la política, se ven sometidos a esta nueva forma de
dominación cultural sin manifestar reacción alguna. El sentido común
neoliberal es dueño de almas, pensamiento y acción. Y en particular,
los representantes formales del progresismo, que tienen la
responsabilidad histórica de enfrentar este desafío, se muestran en
tácita aceptación de la quiebra de principios y valores. Hay una
sumisión a la racionalidad del poder, a su capacidad de seducción.
El
individualismo en la política: da lo mismo un partido que otro, lo que
importa es uno, no el colectivo. El egoísmo en la política: llegar a un
cargo para beneficiarse, no para servir a la comunidad. La política
entendida como negocio, como forma de generar ingresos. El partido como
empresa, los dirigentes como empresarios de la política. El espacio
político bajo cerrado control, temerosos sus dirigentes de la
participación ciudadana abierta, celosos de sus prerrogativas, llenos
de mezquindad, sin vocación de construcción colectiva.
Estamos
ante una verdadera disputa cultural. Por las ideas, el pensamiento y el
sentido de las palabras y el lenguaje. Requerimos una nueva forma de
analizar, de explicar, de interpretar, para despertar las golpeadas
conciencias ciudadanas y las de muchos de nuestros políticos. Volver a
pensar en nacional, desde lo propio. Nos están enseñando a pensar al
revés, de acuerdo a intereses que no son los nuestros. Y su traslación
a la práctica política y de relación social cotidianas, tiene los
efectos del comienzo de este texto.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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