CRISTAL DE ROCA
Cecilia Lavalle*
Me
dicen que no use la palabra feminismo. Me sugieren que no diga que soy
feminista. Como si fuera una mala palabra. Pues bien, me asumo
orgullosamente feminista y sostengo que el feminismo es lo mejor que le
ha pasado a la humanidad. A las pruebas me remito.
No ignoro que la palabra tiene mala fama. No es casual. Es que el feminismo es un impertinente –como afirma Nuria Varela (“Feminismo para principiantes”)–, porque desde siempre ha cuestionado el orden establecido. Un orden en el que las mujeres solemos salir perdiendo.
El feminismo nació a fines del siglo XVIII, de la mano con las grandes ideas que inauguraron la democracia moderna y lo que hoy conocemos como Derechos Humanos. Libertad, igualdad y fraternidad fueron conceptos luminosos que cambiaron formas de gobierno y de convivencia social.
El problema fue que quienes las proclamaron, quienes establecieron un nuevo orden basado en la idea de que la igualdad y la libertad eran derechos para todos, excluyeron a las mujeres. ¿A cuáles? A todas. ¿Por qué? Por ser mujeres.
Como se supondrá, algunas mujeres, y también hombres, comenzaron a formular preguntas en voz alta: ¿Por qué se excluye a las mujeres? ¿Por qué se afirma que todos los individuos nacen libres e iguales en derechos y luego se excluye a las mujeres? ¿Por qué sólo los varones pueden tener libertad y derechos? Lo dicho, preguntas impertinentes.
Y además comenzaron a ofrecer argumentos con las mismas categorías –igualdad y libertad– para sostener que las mujeres teníamos derecho a tener derechos, y que era un absoluto contrasentido dejarnos bajo la tutela y autoridad de los hombres.
Nacía el feminismo.
De modo que el feminismo se sustenta en una idea de elemental justicia. Su esencia es la igualdad y la libertad. Sostiene que las mujeres deben poder ejercer cada Derecho Humano sólo por ser humanas.
Sostiene que es injusta e indebida la discriminación de las mujeres. Y rechaza que en las relaciones entre mujeres y hombres se justifique una jerarquía donde invariablemente sean ellos quienes manden (en la casa o en los espacios públicos), y las mujeres las que obedezcan.
Así, la impertinencia de las feministas, del siglo XVIII a la fecha, ha conseguido para todas las mujeres –aun para quienes no han oído del feminismo o afirman que ni por error son feministas– todos y cada uno de los derechos que hoy gozamos.
Al feminismo las mujeres le debemos la posibilidad de estudiar, de ir a la universidad, de ejercer una profesión, de tener un comercio o empresa, de casarnos con quien nos dé la gana, de no casarnos, de divorciarnos, de administrar nuestros bienes, de votar, de ser electas, de decidir si queremos o no ser madres, de que nunca más se considere natural o adecuada la violencia contra nosotras, entre muchos otros.
¿Por qué, entonces, no debo decir la palabra feminismo? ¿Sólo porque hay una enorme ignorancia respecto a lo que significa?
La mala fama que se le hace al feminismo suele provenir de quienes no están de acuerdo con la igualdad y la libertad para las mujeres. Hacer eco de esa mala fama es abonar, aun sin querer, a la desigualdad, la discriminación y la violencia contra las mujeres.
Me asumo orgullosamente feminista. Me siento en deuda con las feministas de otros tiempos que se esforzaron en conseguir derechos que hoy disfruto. Y me siento privilegiada por trabajar junto a otras feministas, aun sin conocerlas, por un mundo mejor, con más libertad e igualdad para mí, para mi madre, mi hija, mi nuera, mis sobrinas y todas las mujeres.
Y si eso le parece mal a alguien, lo siento (no mucho). Ya le dije, el feminismo es un impertinente. Y lo seguirá siendo. Para bien.
Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com.
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
CIMACFoto: archivo
Cimacnoticias | Quintana Roo.-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario