"Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero al final uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar": Sigmund Freud.
La
escena de la traición en la película “Maléfica”, es terrible. Ella
confió, y le arrancaron sus alas. Así. Esos segundos en la película en
los que Maléfica recién despertada mira hacia un lado, desconcertada
por la ausencia de Stefan, y se encuentra con que hay un bien suyo,
quizá el más necesario y maravilloso de sus bienes: sus alas, que ya no
está pegado a su cuerpo, que ya no es suyo. Le arrancaron sus alas.
Pero que se las hayan arrancado no es lo más terrible. Nadie podía
invadir el reino de Maléfica. Su reino era feliz, justo e inexpugnable.
Nadie, sino aquellas personas en quienes confiaba. Nadie, sino
aquellos a quienes les abría la puerta. La traición fue posible,
entonces, sólo porque Maléfica confió en Stefan y le entregó su
corazón.
El despojo emocional es devastador, porque sucede
donde una/o ama, en ese exacto lugar en donde eligió dejarse ir.
Confiar en el otro. Bajar las armas. La traición –en su expresión más
brutal- sólo puede venir de quien una/o ama. Por eso tiene tanto de
violenta y de mortífera. Por eso una se estremece ante ese grito
prolongado y animal de Maléfica desalada. Ahora tiene que vivir en la
certeza del doble despojo: perdió sus alas, y está –además- obligada a
soportar la caída –adentro suyo- de ese ser al que amaba. Esta obligada
a mirarlo y a saberlo en toda su crueldad, en su pequeñez y en su
miseria. Es un grito largo de corazón y de piel que estallan. Tiembla
el cine y una tiembla. ¿Cómo va a sobrevivir Maléfica ahora que sabe de
la bajeza moral de Stefan? ¿Cómo puede volver a amar quien ya alguna
vez se equivocó de una manera tan aparatosa?
El rey Henry
intentó vencer a Maléfica y apoderarse de su reino. No pudo. Convoca a
varios personajes y les propone su corona a cambio de vencerla. Stefan
escucha. Es huérfano, es pobre (entendemos después que su pobreza es
–sobre todo- emocional). Es el mejor amigo de Maléfica. Se conocieron
de niños cuando él pudo atravesar las fronteras desde su mundo de
humanos hasta el espacio otro, de la mujer que sabía volar. Se
enamoraron. Bueno, parecía que era mutuo, y podría casi haberlo sido,
de no ser porque Stefan llegaba como mutilado: era –y quizá al
principio no lo sabía- incapaz de amar. ¿Eso existe? Pues sí. La
película gira alrededor de algunas de las características de esa
mutilación: la imposibilidad de empatía, y la imposibilidad de lealtad.
Stefan
traiciona a Maléfica a cambio de lo que él imagina como un espacio de
poder: quiere ser rey. Supondríamos que él supone que su felicidad
depende de ese ascenso que lo coloca en el centro de algo: será el
hombre más poderoso e importante del reino. El heredero de esa figura
paterna en la que convierte al anciano rey Henry. Para resumir: Stefan
traiciona a Maléfica en aras de los oropeles y los relumbrones del
poder. ¿Cuál poder? Eso es lo de menos. Cada traidor/a se imagina el
suyo. Cada traidor/a está dispuesto a envilecerse hasta las orejas en
aras de un “premio” que tiene mucho de imaginario (aunque otorgue
beneficios en la realidad más inmediatista). El precio a pagar por su
nombre en la imaginaria marquesina con letreros de neón es la miseria
moral. Lo paga. Stefan le da a beber a Maléfica una droga que la duerme
y saca su cuchillo para matarla. Le parece un exceso asesinarla
completita. Decide entonces venderla, cortándole las alas.
En
el salón en penumbra, Stefan observa las alas de Maléfica guardadas en
una urna de cristal. Son enormes e inútiles. Se las arrancó, pero no
puede usarlas. Las esconde bajo su techo, pero nunca podrán ser suyas.
Lo sabe y odia a Maléfica. Pierde una cantidad increíble de tiempo y
energía en odiarla. Quiere destruirla. ¿Acaso el daño que ya hizo no le
es suficiente? Por increíble que parezca: no.
Maléfica le lanzó
una maldición a la hija de Stefan: se pinchará el dedo con una rueca y
se quedará dormida para siempre. Creeríamos entonces que esa es la
razón por la que odia a la ahora mala. Pero Stefan la sigue odiando aún
cuando su hija Aurora es feliz. Es más, ni siquiera se detiene a
disfrutar de su hija cuando la recupera. Su odio está hecho de otra
cosa. Un algo insaciable y violento que tiene que ver con Maléfica, y
no. ¿Quizá odia a la depositaria de su vileza porque es un espejo?
¿Quizá si dejara de odiarla tendría que detenerse y mirarse a sí mismo?
Quizá el que Maléfica siga viva le recuerda hasta qué punto él fue
capaz de envilecerse. Hasta qué punto él renunció a ser quien deseaba
ser, para convertirse en un simulacro. Perseguir a Maléfica lo salva de
enfrentar lo que más teme: la parte siniestra de sí mismo.
Maléfica
está convertida en un ser desalado y cree que necesita vengarse. Stefan
hace desaparecer las ruecas del reino para que su hija no se dañe, y
Aurora es enviada a vivir al bosque, al cuidado de unas hadas
distraidísimas. Es decir, Stefan “adora” a su hija, pero no se fija
demasiado en quien cuida de ella. Una manera de amar muy extraña y
desganada. Aurora corre cantidad de peligros en la cabaña del bosque:
en un momento está a punto de caer a un abismo. La mujer desalada la
protege con el apoyo de su ayudante, el cuervo Diaval.
¿Por qué
salva a la hija de su enemigo a quien ella misma le lanzó un hechizo?
Todo nos haría imaginar que para vengarse mejor. La salva para que la
princesita llegue a los dieciséis años y su maldición se cumpla. Para
que su enemigo Stefan esté obligado a confrontarse al cuerpo de su hija
que duerme para siempre, hasta que el beso de el “verdadero amor”, la
despierte. Maléfica quiere probar en la piel de la hija del amante
traidor, que el “verdadero amor” no existe. Darle a Stefan una sopa de
su propio chocolate. Es muy interesante.
Maléfica está pues,
encaminada ya en la rampa enjabonada de una venganza. Terrible. Para
ese momento Stefan no sólo ya logró arrebatarle sus alas, sino que está
a punto de lograr algo muchísimo peor: que Maléfica elija envilecerse.
Que elija convertirse en un ser siniestro, como él. El gran sueño del
traidor/la traidora: corromper a la otra persona. Poder decirle sin
palabras: “¿Ya ves? No eres mejor que yo. ¿Ya ves? Logré hacerte a mi
imagen y semejanza. ¿Ya ves? Todos tenemos un precio ante el cual
estamos dispuestos a malbaratar nuestros principios. ¿Ya ves? Logré
destruir tu dignidad, hasta encontrar el tuyo”.
Pero
algo va sucediendo despacito. Maléfica mira a la niña. Aurora la
conmueve. Maléfica se defiende de la ternura creciente que siente por
ella. Sigue salvando a Aurora, pero ya no para el sueño eterno, sino
para la vida. Cada vez que salva a Aurora se salva a ella misma.
Comienza a amarla como a una hija. En “La Bella durmiente” tradicional,
el beso de un hombre enamorado salva a la princesa de la maldición y
del desamor de una mujer envidiosa de su juventud, de su belleza, de su
felicidad de estar viva, de su sensualidad por venir. Interesantísima
la historia original de “La Bella durmiente”.
Me niego a ver
allí sólo una narración de princesas inútiles que no pueden hacer nada
por ellas mismas. El cuento es también muy otra cosa, y creo que
cualquier mujer que haya vivido o escuchado testimonios del “estrago”
(retomando la palabra de Lacan) que puede ser la rivalidad de una madre
o figura materna hacia una hija, sabe que en el cuento hay una
dimensión emocional de una realidad devastadora. No es porque la
rivalidad y el amor/odio (o el odio a secas) de tantas madres hacia sus
hijas nos parezca atroz e inimaginable, que deja de existir. Tan
inimaginable es, que en el cuento quien intenta destruir a la Bella
durmiente no es su madre biológica, ¿cómo soportarlo? Sino una “malvada
madrastra”.
El cuento original nos habla de una rivalidad
transgeneracional: Una adulta que no soporta a una niña –que es su hija
o cuya crianza está a su cargo- porque no logra mirarla como tal. Ella
sólo ve, narcisista y ciega, la amenaza de esa mujer que la niña va a
ser. Ella supone que no hay lugar para ella y para la Otra. Si la Otra
crece, la desplaza. Hace todo para “dormirla”, para que cuando sea
mujer esa niña, deje de sentir, de experimentar. Para que no esté viva.
En esta lógica, ¿qué sino el beso del verdadero amor podría salvarla?
En el cuento es el beso de un príncipe, pero sabemos que también podría
ser el de una princesa. Ese beso del amor que salva de la catatonia
emocional.
Los
cuentos están construidos como metáforas. En Maléfica, también el amor
salva, no el de un hombre, en este caso, sino el de una hija elegida.
Como si el cuento se contara al revés: un hombre que traiciona (Stefan,
bien concretito) hace sentir a Maléfica que todos traicionan y la
desalada decide dejar de sentir y aún peor: decide actuar una venganza.
Es esa niña amorosa que crece quien le regresa a la protagonista su
posibilidad de amar y proteger a otra persona. Al contrario del cuento
en el cual a una mujer la pierde su incapacidad de ofrecer amor
materno, acá, la maternidad generosa, sana. Como un inmenso
resarcimiento.
La escena del enfrentamiento de Maléfica contra
Stefan, en una lucha ya a muerte: Aurora entra al salón en donde Stefan
esconde las alas despojadas. Allí entiende. Libera las alas y se las
regresa a su madre adoptiva. Maléfica retoma su fuerza y libra su
última batalla contra Stefan, es decir, contra la encarnación del odio
y del “mal”. Stefan elige no salvarse y cae en un abismo. En ese abismo
en cuyo bordecito vivió siempre.
Stefan creyó que “el poder”
era lo más cercano a la felicidad, y que un matrimonio por conveniencia
con la inexistente princesa Flor (también víctima, porque no entiende
ni de qué va nada) lo salvaría. Y se equivocó, porque quien elige
-cuando puede elegir- vivir emocionalmente anestesiado, se equivoca.
¿En que consistiría esa equivocación? En que la consecuencia es la
aridez emocional. Como si una/o se convirtiera –por dentro- en un
zombi. Quizá Stefan lograba engañarlos a casi todos, pero no a
Maléfica. Ella había mirado la vileza en sus ojos. Ella sabía. Ella era
la muda testigo de su vileza.
Stefan deseaba su muerte, porque
él sabía que ella sabía. Para su fortuna, Maléfica logró entender a
tiempo que existe un modo de complicidad involuntaria con el agresor/la
agresora: odiar a su vez de un odio que se expande de tal manera, que
ya no da cabida al amor, aunque una/o se empeñe en sus puestas en
escena. Maléfica –gracias a su amor maternal hacia Aurora- rompe su
complicidad con la miseria moral de Stefan.
En la película de
final feliz el “malvado” es castigado, no por la furia vengadora de
nadie, sino por la vida misma: cae al precipicio que, al inventar para
otros, inventó para sí mismo.
Maléfica y Aurora se protegen
como una madre y una hija amorosas, y al protegerse, se salvan. Esta
versión del cuento es, además de muchas otras cosas, un triunfo de las
femineidades amorosas, contra la femineidad en litigio del cuento
original. La realización del más intensos sueños de los orígenes: amar
a una madre que te ama.
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