4/25/2015

Ni para qué fingir, una siempre es más de una


Divagaciones de una cinéfila compulsiva.

lasillarota.com

¿Acaso cuando una/o habla de una película sólo está hablando de una película?  ¿Cuál es el lugar del arte –esa manera singularísima de recrear la vida- en la experiencia cotidiana?  El mundo otro. Los mundos otros. La realidad que se cuestiona, se reinventa y se trastoca. Hace un solazo divino en la ciudad de México,  y el personaje de esta historieta se llama Cayetana Fitzcarraldo. Bueno, no se llama así desde chiquita y en su mismísima acta de nacimiento; lo de Fitzcarraldo se lo copió al personaje de la peli de Herzog. ¿Se acuerdan? Ese loco iluminado que escucha operas en un barco en medio de la Amazonia peruana. Se lo copió porque le gusta y necesita cambiar de nombres.

Con frecuencia se pregunta si ella es un caso aislado de locurita nombrativa, o si ese no es –simplemente- un síntoma de lo más frecuente entre las personas, uno de esos síntomas que suelen guardarse en secreto por temor a pasar por extravagante.  Qué sé yo, temor a que la madre de una termine por convencerse de que educó a una hija zafadita y desneuronada.  ¿Aunque quizá es probable que la madre a sus horas se invente nombres y alteridades?

Cayetana anota en su cuaderno: “Preguntarle a mi mamá:  A) ¿Ya encontraste la receta original del merengón? B) ¿Estás segura de que la cucharada de aceite de ricino es indispensable, o mis hijos ya crecieron lo suficiente? C) Dime mamá, ¿te inventas personajes? Concretamente, ¿en la cama con mi papá juegan/jugaban a inventarse personajes?”. La pregunta más difícil es –por supuesto- la del merengón, hace tiempo que en la familia se extravió la receta verdadera, hay un ingrediente que nos falta y nadie logra recordar cuál es, lo que convierte nuestro actual merengón en un sucedáneo –casi indigno- del postre de las bisabuelas.
               
Como es una desmemoriada, Cayetana anota casi todo en su cuaderno de pastas rojas. “¿Cómo podría una andar en amores cada vez con el mismo nombre?”, escribe, por ejemplo.  Acá es donde Fellini  irrumpe con sus maravillosos personajes femeninos para facilitarle a Cayetana la recreación de su cotidianidad y de sus emociones: “Hoy me siento más desamparada que la Gelsomina” (“La strada”). “Caminaba yo decidida y contundente con aires de la Gradisca en la escena del laberinto de hielo” (“Amarcord”). “Y la vida sigue a pesar de todo, como diría –sin decirlo- la dolida e ingenua Cabiria” (“Las noches de Cabiria”). No tiene una que ser ni de lejos la divina Anita Ekberg para vivirse feliz –bajo el agua tibia de una fuente imaginaria -como el personaje de Sylvia en La dolce vita. ¿Recuerdan que era el sueño de Elsa– la señora mayor- en la peli “Elsa y Fred?” Otro delicioso guiño de ojo a Fellini.


(La inolvidable Gelsomina llora por su malvado amor “El gran Zampano”.)
Cayetana estuvo dispuesta a renunciar al sol ardiente del sábado, con todo y sus encantos de brisas, palmeras y trópicos, porque la Cineteca tuvo a bien programar a las tres de la tarde la película “Qué extraño llamarse Federico” de Ettore Scola, un adorable homenaje a su amigo y maestro Federico Fellini. “Andiamo, caro”, que le dice Cayetana a il suo caro amico, ¿cómo les diré? Es que ella ya se siente en Italia, para más detalle, ya bebe a sorbitos su espresso en un cafecito del Trastévere. Cuando hace cola para llegar –algún día- a la taquilla, se siente en la cola de una estación de trenes.  Es la única que no se queja en las colas de los cines y de los museos. “En primavera y verano –anota en su cuaderno, aunque sea invierno- las estaciones de trenes están llenas”. Y, “soy una mujer afortunada, hoy, por 40 pesos voy a Italia”.

La peli comienza con una voz en off  que lee  -en castellano- el poema de Federico García Lorca “Qué extraño llamarse Federico”. En la imagen un hombre de espaldas, en una silla de cineasta mira al mar. Imposible no recordar la última escena de “Muerte en Venecia” de Luchino Visconti, cuando Aschenbach se deja morir en una silla igual, frente al mar, mirando cómo Tadzio juega entre las olas.  ¿La escena es un guiño de ojo a ese otro genio del cine italiano que fue/es Luchino Visconti? Es así el cine, como una matrushka  en la que una escena contiene otra, que a su vez contiene otra.  Como la memoria, como la vida misma. Federico Fellini llegó a Roma desde su natal Rímini para pedir trabajo en el periódico satírico Marc’Aurelio, uno de los  más leídos de Italia, en ese mismo periódico llegaría a trabajar después el jovencísimo Ettore Scola, recién llegado de Trevico.  Para cuando se conocieron, ya Fellini era cineasta.

Scola recrea la juventud de ambos, sus conversaciones en el café, la fascinación de Fellini por las interminables rodadas nocturnas por Roma (ambos padecían insomnio), su pasión por los magos, los vagabundos, las trabajadoras sexuales, los personajes desamparados, las seductoras irredentas. Su constante pregunta: ¿qué es el cine? La importancia de la música en sus películas, su anticlericalismo, sus burlas constantes del régimen fascista y del pensamiento totalitario. La sexualidad, desde las escenas más eróticas, hasta las más grotescas. El deseo masculino desde las miradas de la infancia y la adolescencia. Su lenguaje disruptivo.  Las mujeres devoradoras y temibles como la Sarracena. Asoladas por su deseo sexual desbrujulado y sin tregua como la Volpina.  La tímida Giulietta, la de los espíritus, quien enfrentada a las infidelidades de su marido se adentra en una búsqueda interior que la lleve a  descubrirse y a salvarse.  Esa inmensa curiosidad de Fellini por las  realidades y las mascaradas de la condición humana.
               
El personaje de la Gradisca y el de la Gelsomina, la antítesis de dos “modelos” femeninos: la Gradisca es la mujer sensual, desinhibida, que domina al mundo con su meneo de caderas y su risa. La que hace suspirar  -no bien sale de sus cunas- al entero pueblo en masculino.  ¿Y la Gelsomina?  Pequeñita, con sus cabellos cortos, una chamaca que no para de tropezarse consigo misma.  Tan enamorada del más cruel de entre los crueles: el sádico y enigmático Zampano. La Gradisca tan elegante con su abrigo rojo con peluchito en el cuello. La Gelsomina tan desamparada con su camisetita de rayas.  La Gradisca sabe todo de los secretos del cuerpo, la Gelsomina quisiera saberlo todo de los secretos del alma.
               

(Sylvia y Marcello en la fuente de Trévi.)
¡Qué genio Fellini! Tan extraordinario, tan disparatado y tan lúdico. Y qué amor, cuánta humildad en  Ettore Scola al ofrecerle una película-homenaje a su amigo tan querido, al talento singularísimo de su amigo. Y al final de la peli llegamos al duelo por Fellini en los estudios de Cinecittà.  Junto a su féretro circulan sus fans, el ataúd custodiado por jóvenes con uniforme militar. Scola no deja de hacer notar la ironía: ni más ni menos que Fellini,  quien satirizó sin tregua a los “poderosos” desde las instituciones del Estado y desde las instituciones religiosas, custodiado por jóvenes carabinieri en uniformes de gala.  Pues, ¿qué creen?  Fellini se escapa del ataúd y de la muerte y huye por la puerta trasera, vivito y coleando.  A como él sigue, si se mira de cerca.
               
Cayetana  tuvo la oportunidad –hace cientos de años- de visitar los estudios de Cinecittà; al darle la vuelta a una escenografía se encontró con Anthony Quinn filmando “Stradivarius”.  Lo admiraba muchísimo. “Yo también soy mexicana, señor Quinn”, le dijo mientras se arrojaba en sus brazos como quien encuentra a una especie de padre largamente esperado.  El señor Quinn se rió muchísimo.  “Cinecittà, señor Quinn, can you imagine?”. Pues claro que él se lo imaginaba, digo, él estaba ahí nomás, trabajando. Y Cayetana lloró de escenografía en escenografía  (el monasterio de “El nombre de la rosa”, por ejemplo) como lloran las personas muy católicas en la Basílica de San Pedro.  Y acarició los muros como acarician los peregrinos el piecito de San Pedro.  
               
La felicidad: La secuencia de escenas de películas de Fellini que retoma Scola. Cayetana regresa a su departamento en la ciudad de México con vista al mar. Se asoma por su balcón y se siente ese pueblo que observa el milagro de un trasatlántico en “Y la nave va”.  Se deja caer en su sofá como Giulietta cuando sabe –qué desilusión, qué catástrofe- que su marido la engaña.  ¿Quién no ha sido Giulietta alguna vez?  ¿Quién no entregó su amor alguna vez a un desalmado como la Gelsomina con el Gran Zampano?  ¿Quién no se ha sentido perverzuela como la Volpina?  ¿Quién no se encontró ante el horror y salió de él caminando por las calles entre aquellos que sonríen y devuelven la esperanza como Cabiri. 
               
“¿Acaso no somos todas/os a nuestras horas personajes de Fellini?”, escribe Cayetana –aplicada- en su cuaderno de tapas rojas. “¿Acaso no vivimos  tantas veces en esos deslizamientos tragi-cómicos?”. “’El arte es largo, y la vida breve’, como dijo aquel.  Y quizá el sentido profundo del arte sea  intensificar la –vibrante- brevedad de una vida.  El arte intensifica, estremece y alarga la vida. Porque nos permite vivir tantas vidas”.  Cayetana suspira,  desde que fuma menos, cada vez suspira más.

Ni para qué fingir,  cuando una dice: “Una”, en realidad se refiere a varias.

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