De
izquierda a derecha, Nancy Millar, Blanca Molina y Patricia Mancilla en
la pequeña finca de la segunda, ubicada en el pueblo de Valle Simpson,
región de Aysén, en la Patagonia de Chile. Las tres integran la única
asociación de mujeres campesinas del indómito territorio austral, que
las ha ayudado a conquistar su autonomía económica y a empoderarse como
personas. Crédito: Marianela Jarroud/IPS
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Más de 100 mujeres campesinas de la Patagonia chilena se unieron para
crear una asociación gremial que les proporcione no solo autonomía
económica sino también empoderamiento, en una zona marcada por el
machismo y la inequidad de género.
Patricia Mancilla, Nancy Millar y Blanca Molina conversaron con IPS
acerca de su historia y cómo la tierra, la artesanía y el trabajo con
otras mujeres las ayudó a superar depresiones, abuso y desconfianza.
“Por fin hemos logrado el reconocimiento a la mujer rural. La mujer
campesina ha aprendido a valorarse. Cada una tiene una historia de dolor
que logra mitigarse a través del trabajo conjunto, del diálogo entre
nosotras”, comentó Mancilla, presidenta de la Asociación Gremial de
Mujeres Campesinas de la Patagonia.
“Hemos aprendido a valorarnos como mujer y a valorar nuestro trabajo
fruto del cual nuestras mujeres han podido enviar a sus hijos a la
universidad”, añadió la lideresa de la organización creada en 2005.
Mancilla vive en una pequeña finca familiar, en la localidad de Río
Paloma, a 53 kilómetros de la capital de la región de Aysén, Coyhaique.
Su casa no tiene luz, pero gracias a un generador eléctrico produce allí
lo que más le gusta hacer: quesos artesanales de leche de vaca.
Actualmente también explora el agroturismo familiar, aunque un cáncer a la tiroides la ha obligado a reducir su actividad.
En sus tres años al mando de la asociación gremial, ha trabajado
incansablemente para consolidar la unión y las actividades colectivas de
las casi 120 campesinas del grupo.
Mancilla y sus compañeras aguardan orgullosas la pronta inauguración
del Centro de Gestión de la Mujer Rural de Aysén, una casa que están
acondicionando y que obtuvieron a través de un proyecto del gobierno
regional, ejecutado por el Servicio de Vivienda y Urbanización.
El centro va a servirles de punto de encuentro, de lugar para
compartir sus experiencias y capacitarse y también de tienda para
exponer y vender sus productos. Las integrantes de la asociación ya
realizan una feria semanal, los miércoles, donde comercializan juntas
sus productos.
Producción sostenible en tierra indómita
La austral región de Aysén es una de las menos pobladas de Chile, con
105.000 habitantes, y también la de menor densidad. En contraste, en
esta zona de frío austral y vasta biodiversidad, abundan los ríos
caudalosos, lagos y ventisqueros, terrenos fértiles y numerosos recursos
marinos.
La Patagonia cubre 1,06 millones de kilómetros cuadrados del extremo
sur americano, de los que 75 por ciento se ubican en Argentina y el
resto en Aysén y la más austral región de Magallanes.
Esta región natural alberga muy diversos ecosistemas y numerosas
especies de flora y fauna, incluyendo aves, mamíferos, reptiles y
anfibios, algunos sin identificar. Es, además, el último refugio del
huemul, un ciervo endémico de Chile, que se encuentra en peligro de
extinción.
Y, según especialistas en ambiente, también es una de las mayores reservas de agua dulce del planeta.
Aysén, el corazón patagónico chileno, cuya capital se ubica a 1.629
kilómetros al sur de Santiago, esconde en sus esplendorosos paisajes a
una de las regiones más pobres y vulnerables del país, donde 9,97 por
ciento de la población vive en pobreza y 4,22 por ciento en la
indigencia.
Por esto activistas patagones y patagonas buscan consolidar a la región como una reserva de vida autosostenible.
“Queremos que se cuide lo que tenemos y que se comercialice solo lo
que produce nuestra región”, afirmó Mancilla. “Hay otros lugares que son
bonitos, pero nada se compara con lo natural de nuestra región”,
añadió.
“Todavía nosotros comemos pollos, huevos naturales, toda la verdura,
la fruta que se da en nuestra región, es natural, no se le ponen
químicos”, aseguró.
Para eso, agricultoras como Molina siembran sus productos de forma
orgánica, utilizando sus propios desechos. De hecho, las agremiadas en
la única asociación de mujeres rurales de la Patagonia chilena se
caracterizan porque sus productos son todos ecológicamente sostenibles.
“Hay quienes dicen que esta no es buena tierra para la siembra, pero
yo sé que es fértil. Siempre estoy innovando, sembrando cosas a ver si
se dan. Gracias a dios en esta tierra todo se ha dado. Lo he comprobado y
lo puedo demostrar”, dijo Molina, señalando sus cultivos.
Esta mujer construyó con sus manos cuatro invernaderos que ocupan
buena parte de su terreno ubicado en Valle Simpson, a 20 kilómetros de
Coyhaique.
Autonomía forzosa
Pese al machismo histórico, las patagonas debieron asumir desde siempre
la producción y gestión de los alimentos y los recursos naturales, con
labores como producción ganadera, hortícola, frutícola, leña, turismo
rural y artesanía, entre otras, además del cuidado de sus familias y del
hogar.
“Las mujeres patagonas tuvieron que parir sin hospitales, tuvieron que
criar a los hijos cuando este territorio era inhóspito, pero también
hacer la organización social de esas comunidades que se empezaron a
crear”, relató a IPS la dirigente social Claudia Torres.
“Los ‘viejos’ (hombres) trabajaban con los animales o la madera y se
iban dos veces al año por cuatro o cinco meses. Entonces, la mujer se
acostumbró a organizarse y a no depender del hombre por si no volvía”,
completó.
Pese a este rol protagónico, "cuando iban los funcionarios de gobierno a
hablar a los campos, siempre se dirigían a los hombres", contó Patricia
Mancilla.
"No entendían que detrás de ellos había mujeres fundamentales para el éxito de la producción", añadió.
Muestra uno a uno los frutos de su esfuerzo: calabazas, alcachofas
(Cynara cardunculus), pepinos (Cucumis sativus), repollos o coles
(Brassica oleracea) e incluso alcayotas (Cucurbita ficifolia), un
producto poco habitual para una región tan fría.
Aseguró que la tierra la llena de vida, más aún ahora, que sufre de
una depresión por la muerte de dos de sus hijos, una tragedia de la que
prefiere no explayarse.
“Es la tierra la que la ha tirado pa’ arriba”, aseguró Mancilla, sonriéndola a su lado.
Lo cierto es que a estas tres mujeres, las tres casadas y con hijos
de distintas edades, les cambia el semblante al adentrarse en la tierra,
en medio de los cerros patagónicos y de la siembra sostenible, de la
que emanan aromas inigualables.
Se conocen desde hace más de una década cuando, junto a otro pequeño
grupo de mujeres crearon la asociación gremial, con apoyo del Programa
de Formación y Capacitación para Mujeres Campesinas, impulsado por un
convenio de los gubernamentales Instituto de Desarrollo Agropecuario y
Fundación para la Promoción y Desarrollo de la Mujer.
Este programa, creado en 1992, tiene por objetivo apoyar a mujeres
campesinas y/o pequeñas productoras de familias rurales, para contribuir
al incremento de sus ingresos mediante la consolidación de iniciativas
económico productivas asociadas al mundo rural. Hasta ahora, 20.000 de
ellas se han visto beneficiadas.
Molina aseguró que con la ayuda del programa, “ahora la mujer tiene
más derechos y otra entrada (ingreso) para contribuir a la mesa
(familiar)”.
Millar, artesana en lana, cuero y madera, refrendó esa idea: “La
mujer campesina aprendió a empoderarse, a conocer sus derechos”, afirmó
esta mujer que vive en Ñirehuao, a 80 kilómetros de Coyhaique.
Las tres coincidieron en que Aysén es una región donde el machismo
históricamente ha sido muy fuerte. “Hasta el día de hoy existe, pero lo
hemos ido controlando”, dijo Mancilla.
La mayor resistencia su agremiación, de hecho, la encontraron dentro de sus hogares.
“A la gran mayoría nos pasó que nos decían ‘ya vai a salir de la
casa’ y cuando regresábamos nos decían ‘¿y a qué fuiste?, andabai puro
hueveando (haciendo tonterías)”, recordó.
Pero pese a que en un principio se mostraron reacios, actualmente sus
maridos han pasado a sentirse orgullosas de ellos, porque ven los
frutos. “Ahora nos acompañan”, aseguraron las tres mujeres, sobretodo
“cuando asamos una vaquilla”, dijeron riendo.
Los desafíos de estas mujeres se centran ahora en “tener una hectárea
propia, de la organización, para recibir allí las capacitaciones” y
comprar una camioneta “para poder desplazarnos con facilidad a las
ferias locales y estar ahí cuando las mujeres necesitan apoyo en sus
traslados, en especial las de mucha edad”, afirmó Mancilla.
El agua de su tormento
Pero hay un desafío mayor: que los derechos de agua pasen a ser
propios y no dependan de una compañía para acceder a los recursos
hídricos necesarios.En Chile rige un Código de Aguas que fue dictado por la dictadura
militar de Augusto Pinochet (1973-1990) y que transformó el recurso en
propiedad privada confiriéndole al Estado la facultad de conceder
derechos de aprovechamiento a empresas, de forma gratuita y a
perpetuidad.
Además, permite comprar, vender o arrendar esos derechos sin tomar en consideración prioridades de uso.
“¿Por qué debemos pagar derechos de agua si la gente nació y se crió
en el campo y siempre tuvo acceso al agua?”, planteó Mancilla. ¿Por qué
tienen que ser más impuestos para el pequeño campesino?”, añadió.
Con todo, estas mujeres aseguran que cada una pone todo de sí en la creación de sus productos.
“Todo lo que hacemos lo hacemos con cariño; si una elabora un queso
lo hace con el mayor de los cuidados, quieres que te salga bien porque
de eso depende tu ingreso. Los tejidos de Nancy, las verduras de Blanca,
todo lo hacemos con pasión”, concluyó.
Este reportaje forma parte de una serie concebida en colaboración con Ecosocialist Horizons.
Editado por Estrella Gutiérrez
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