POR Alfredo Acle Tomasini
¿Sería posible que en las próximas elecciones federales surgiera
en México un movimiento político de refresco, que llevara a la
presidencia de la República a una especie de Macron o que diera lugar a
que nuevos partidos lograran un peso importante en el Congreso, como
ocurrió en Francia y, con Podemos y Ciudadanos en España?, ¿podríamos
ver caras nuevas?
La respuesta es un no rotundo.
Las reglas electorales establecidas por los partidos políticos han
creado una especie de sistema de franquicias que está protegido por
múltiples barreras de entrada, entre las que se incluye el acceso a
abundantes recursos de los erarios federal y estatales, y que han sido
muy efectivas para neutralizar reformas políticas destinadas a fracturar
ese oligopolio, como las candidaturas independientes y las
iniciativas ciudadanas.
Concluir que, al menos en el mediano plazo, es imposible la
renovación del escenario político y de sus protagonistas nos llena de
frustración y tristeza.
Frustración, porque en los puestos, donde deberían estar quienes
ayudaran a sacar al País del atasco, seguiremos viendo las mismas caras
recicladas que harto tiempo llevan exhibiendo su mediocridad y su
desmemoria, la misma grisura de la clase política tan ávida de poder
público y de las canonjías lícitas e ilícitas que este conlleva, como
carente de talento, valores, convicción e ideología.
Por cuestión de orden es claro que la vida política de una nación
debe organizarse en un sistema de partidos. Pero en la delgadez de
nuestra democracia, los partidos políticos no son más que logos y
nombres que corresponden a estructuras huecas, construidas solo por
andamios, porque su fin fundamental es servir para trepar, balancearse
y, en caso necesario, saltar de una a otra sin ningún pudor, si eso
asegura seguir mamando de la teta presupuestal.
En esta vacuidad ideológica no tiene sentido hablar de derecha e
izquierda. En el espectro político mexicano resultan indistinguibles,
más aún si nos atenemos al modo como gobiernan y legislan los partidos.
Por eso, entre ellos, son posibles las alianzas más inverosímiles. No
les estorban principios, ni convicciones, porque simplemente no las
tienen; en cambio, les une el anhelo de mantener el oligopolio del poder
público para seguir lucrando con él, tanto política como
económicamente, y continuar cortejando, en su carácter de clientes
preferentes, a los poderes fácticos.
Tristeza, porque no se han cumplido las expectativas que, en su
momento, nos inspiró la alternancia política y pluralidad en los
congresos. En el 2000 creímos en nuevo amanecer, en un paso adelante en
nuestro desarrollo democrático. Pensábamos, ingenuos, que los vicios del
presidencialismo y del partido único, menguarían gradualmente para
transitar del poder unipersonal al de las instituciones. Pero nos
equivocamos, la batuta de la dictadura perfecta, como llamó Vargas Llosa
a la longeva hegemonía del PRI, se rompió en cientos de astillas que
recogieron los partidos políticos. Estos, como la policéfala hidra de
Lerna, asoman sus múltiples cabezas, en los poderes legislativos y
ejecutivos, en los tribunales, en el Poder Judicial y en los órganos
autónomos, con el fin primario de salvaguardar y engrandecer
sus intereses.
El control monolítico del presidencialismo se fragmentó en cantidad
de parcelas de poder que, además de reproducir sus peores vicios como la
falta de rendición de cuentas y la corrupción en los poderes federales,
gubernaturas y municipios, incluida la Ciudad de México, ha propiciado
el empeoramiento y la expansión territorial de problemas como la
inseguridad, porque en los tres órdenes de gobierno, los servidores
públicos, con la bendición y complicidad de sus sendos partidos, ejercen
su cargo como si fueran señores feudales, que se llenan la boca
diciendo que ellos mandan por voluntad popular.
La agenda nacional no corresponde a las prioridades de la ciudadanía,
sino a lo que interese o afecte a la clase política. Basta ver como la
conversión del otrora Distrito Federal en entidad federativa, que nunca
fue una prioridad para los ciudadanos porque no resuelve los problemas
de la Ciudad y cuyo desinterés fue patente al abstenerse en más de
setenta por ciento en la elección de la Asamblea Constituyente, se llevó
a cabo porque por que los partidos vieron en ella la posibilidad de más
cargos públicos que rellenar con sus leales, más parcelas de poder
público que controlar y más presupuesto que repartir. Esta voluntad
necia para hacer lo que el pueblo no pedía, contrasta con los oídos
sordos a cualquier transformación que afecte sus intereses, como ocurre
con la reforma constitucional para reducir el financiamiento a
los partidos.
Con el presidencialismo, cada seis años había la esperanza de que el
cambio del prócer en turno daría lugar a una renovación. Pero con la
partidocracia esa posibilidad es una quimera, porque tiene decenas de
cabezas y se comporta como una masa chiclosa que traba los engranes y se
adhiere a ellos. Hoy están aquí, mañana allá.
Parafraseando a Nietzsche diríamos que, no existe desgracia más dura
en la vida de un pueblo que cuando al frente de él no marchan los
mejores; entonces todo se vuelve falso, torcido y monstruoso.
Es obvio que el magro crecimiento que el País ha tenido en lo que
llevamos del siglo y el empeoramiento de los problemas nacionales como
la corrupción, la inseguridad y la desigualdad serían inexplicables, sin
considerar el rol que ha jugado la partidocracia en a definición e
implantación de leyes y políticas públicas, como en la gestión cotidiana
de los poderes ejecutivos, donde al ver cómo actúan sus miembros más
destacados, nos queda claro que los partidos no son un imán para la
atracción talento, pese a la sobrada astucia que muchos de ellos
demuestran para delinquir y, en no pocas veces, para legalizar
la corrupción.
Como los reyes absolutistas, resulta difícil pensar que la
partidocracia se reforme a sí misma. Para esto se requiere, como sucedió
con el Sistema Nacional Anticorrupción, la presión tenaz, la
creatividad y la organización de la sociedad civil. Hay muchas murallas
que derribar, pero lo más urgente es facilitar la emergencia de nuevas
fuerzas políticas, las candidaturas independientes y las iniciativas
ciudadanas, para refrescar el debate de los asuntos públicos. Hoy día,
ambas posibilidades, implican confrontar trabas
prácticamente infranqueables.
Pese a ello, en las redes sociales y en cientos de organizaciones
ciudadanas vemos a muchos mexicanos que trabajan con convicción,
talento, profesionalismo y en las más de las veces de manera gratuita
para beneficio del País, su Estado o su Ciudad, aunque sean conscientes
de que su trabajo incansable trasciende a cuenta gotas. En esa labor
radica la fuerza para reformar y desechar lo que nos estorba.
Seamos claros, la partidocracia no es un término descriptivo, es un lastre que el País arrastra.
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