Andrés Manuel López Obrador, es un peligro
para México. Es como el venezolano Hugo Chávez y será como su sucesor
Nicolás Maduro. También es como el estadunidense Donald Trump. No, mejor
como los caribeños hermanos Castro –sobre todo por lo “tropical”—pero…
pero más parecido al norcoreano, Kim Jong-un. Mejor como Maduro.
¿Ridículo? Si, a la luz del análisis político más elemental pues
entre todos ni se parecen. Pero quienes lo profieren no tratan de hacer
un análisis sobre propuesta política ni perfil ideológico, sino
personificar el mal con fines electorales.
López Obrador es un político. Como tal tiene posiciones y conductas
sujetas a análisis, cuestionamiento y debate. Por ejemplo, relaciones
poco honrosas; omisión o indiferencia a temas de igualdad; poco
compromiso con valores democráticos como la transparencia o intolerancia
a la crítica. En cualquier caso, aspectos complejos atribuibles además a
la mayoría de los políticos –que no son juzgados con el mismo vigor–,
frente a los cuales es más fácil forzar en él la idea del mal.
Esa perversidad argumentativa fue asumida personalmente por el
presidente Enrique Peña Nieto quien desde hace semanas abrió el proceso
sucesorio de 2018, como se expuso la semana pasada en este espacio.
Nada ha cambiado, sólo avanzó: Peña minimizó sus escándalos, como el
ya borrado caso Odebrecht-Lozoya; sobreexpuso la corrupción de otros,
con tanta eficacia que provocó un conflicto en las elites panistas y
perredistas, con consecuente crisis legislativa y, finalmente, un
intenso bombardeo de publicidad, para mostrar su pretendido lado amable.
En su mensaje del 2 de septiembre, Peña Nieto fijó de manera más
clara su posición: el enemigo a vencer es el “modelo del pasado”, que
representa “riesgos visibles para México”, “que debemos evitar” y, para
eso, tiende la mano a los actores del Pacto por México:
“Hacer política implica no convertir las diferencias en divisiones,
hacer política exige no confundir a los rivales con enemigos…”.
De los entrelineados, Peña Nieto se permitió ya ser directo. Luego,
según el avance de la entrevista con Circo Gómez Leyva, quien la tuiteó
ayer, Peña es más claro: el proyecto de López Obrador se parece al de
Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Un riesgo y un retroceso.
Para Peña, López Obrador es el único candidato y advierte “con
preocupación (sus) retóricas populistas” que terminarían matando
iniciativas, instituciones, destruyendo la democracia y encarcelando a
los opositores, cancelando los “avances” construidos desde hace 25 años.
Burdo intento por borrar la memoria: en esos 25 años vivimos las
crisis espantosas de 1994-95, de 2008 y la que se agrava hoy; estuvimos
pagando la deuda de los ricos con el Fobaproa; hubo estancamiento
económico y desmantelamiento de la industria nacional pública y privada;
mataron los derechos laborales y colapsaron los servicios de salud; hay
más pobres; la democracia electoral fracasó en 2006, 2012 y 2017, en
este último año para imponer a su primo. La transparencia se convirtió
en un fiasco, como ocurre ya con el modelo anticorrupción.
Sólo de 2006 a la fecha, fueron asesinados al menos 225 mil mexicanos
y no hay una cifra definitiva sobre desapariciones, pero los
indicadores de impunidad se mantienen cercanos al 100%. Y si de
opositores se trata, basta ver el informe del Comité Cerezo que
documentó la represión a dirigentes sociales en menos de cinco años de
peñanietismo: mil 380 fueron agredidos; dos mil 426 detenidos; 123
asesinatos y 99 desaparecidos. O sea, peor que Venezuela.
A Peña Nieto tampoco le debemos endilgar vicios extranjeros. Sería
ridículo compararlo y, por el contrario, sirve de referencia a otros. Él
es quien es: la personificación de un sistema corruptor, autoritario y
desigual que se hace pasar por bueno para promover su continuidad.
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