Luis Hernández Navarro
Aunque intervinieron en la vida pública como intelectuales desde terrenos distintos, Eduardo del Río, Rius, José
Revueltas y Carlos Monsiváis compartieron en su quehacer dos elementos
centrales: la crítica implacable del poder y la transformación de la
conciencia.
Los tres desnudaron desde sus trincheras a los políticos, empresarios
y al régimen político mexicano, sin hacer concesión alguna. Los tres se
empeñaron con esmero en develar la lógica de los poderosos y en mostrar
las potencialidades de transformación social que brotan del mundo
plebeyo. Los tres se dedicaron, desde trincheras diferentes (pero
siempre fronterizas), a desmontar el entramado institucional que
reproduce la falsa conciencia. Los tres hicieron del ejercicio
periodístico un instrumento privilegiado de actuación en la esfera
pública.
Tanto el autor de México, una democracia bárbara como el cronista de Días de guardar ejercieron sobre Rius una fuerte influencia. Así lo reconoció el cartonista en distintas ocasiones.
“En lo ideológico, en lo político –dijo el creador de Los Agachados a Antonio Helguera– me ayudaron mucho a definirme gente como José Revueltas”. Leer, hablar y tratar al escritor de Ensayo sobre un proletariado sin cabeza –en el que desarrolla la tesis sobre la inexistencia histórica del Partido Comunista en México– marcó profundamente a Rius en
su formación, él mismo militante comunista durante muchos años. “Al
hablar con Revueltas –explicaba el michoacano– te dabas cuenta de que no
estabas en el barco correcto, que militar en el PC no era la mejor
defensa de tus ideas. Estabas luchando en una trinchera que no era la
buena”.
Revueltas, como el tal Rius, hizo de la cuestión de la
organización de la conciencia de clase, primero mediante la formación de
un auténtico partido proletario y años después de la autogestión, uno
de los elementos cardinales de su pensamiento y obra.
El hermanamiento de Rius con el duranguense no pasaba
desapercibido para las autoridades. Tanto así que, cuando la policía lo
secuestró en 1969, los agentes que lo levantaron le dijeron: “A usted no
podemos detenerlo porque la gente se levanta en armas. Usted y José
Revueltas son los que han estado moviendo todo este ‘rebundio’ del 68. A
usted nada más lo vamos a desaparecer”.
Según El Fisgón –que algo sabe de estas cosas– Carlos Monsiváis y el creador de Don Perpetuo eran almas gemelas. Tan es así que el papá de Los Supermachos puso en la portada de su libro Rius para principiantes, la advertencia:
Sin prólogo de Carlos Monsiváis. Aclaración necesaria porque Las glorias del tal Rius cuenta con un semiprólogo del sabio de la Portales.
Monsiváis tuvo gran ascendencia en el trabajo de Rius.
“Maneja –explicaba– un humor muy de mi agrado. Un humor muy crítico que
yo he tratado de manejar”. Desde el otro lado de la acera, el cronista
encontró en el autodidactismo y en la no escolarización del monero una
de las claves de su formidable capacidad para comunicar y educar al
campo popular. Y, al hacer un balance de su obra, concluyó que ésta
había ampliado el espacio y las reglas del juego de la libertad de
expresión, quebrantado el discurso de la censura y asumido las demandas
de un sector cívico y democrático.
Como se ha recordado una y otra vez estas semanas recientes, el autor de Días de guardar reconocía en el caricaturista una de las secretarías de educación existentes en el país. Las otras dos eran la SEP y Televisa.
El paso del tal Rius de la crítica al poder a la educación
popular fue relativamente breve. Muy pronto cayó en cuenta de la
inutilidad de usar el cartón como correctivo de los vicios de la clase
política. Su convicción original al incursionar en ese mundo, de que en
la medida en la que la caricatura fuera más crítica podría tener más
resultado ante los funcionarios, terminó en decepción. Por más que se
les ridiculizara, los políticos mexicanos resultaron incorregibles. El
monero se dedicó entonces a informar al lector, a hacerlo partícipe de
lo que él sabía y a tratar de concientizarlo. ¿Cuál es el objeto de
hacer caricatura?, se preguntaba, para responderse:
hay que dirigirse a la gente, hay que tratar de que la gente se politice y haga por cambiar esta sociedad.
Fue así como pasó del cartón editorial a la tira cómica, de ahí a la
historieta y acabó haciendo –según le confesó a Antonio Helguera– libros
de 150 páginas. ¡Más de 120! Curiosa ironía, durante muchos años
militante del PCM, enfrentó no sólo la incomprensión, sino la abierta
animadversión de sus camaradas, que veían en la historieta un órgano de
propaganda imperialista.
A contracorriente de esta visión sectaria, Rius sentía que
la gente estaba esperando el surgimiento de una historieta no sólo
dedicada a entretener, sino a comprender, a decir cosas, a enseñar. Una
historieta en la que el lector viera reflejados los propios problemas,
en la que se sintiera identificada con los personajes, en la que
encontrara expresado su deseo de mentar madres, de desquitarse de los
gobernantes por medio de la risa.
Rius lo hizo, no enviando un mensaje ideológico duro, sino
exponiendo los distintos aspectos de un problema, para que fuera al
lector quien sacara sus propias conclusiones.
Se trató de una labor que, según el autor de La panza es primero (libro que vendió más de un millón de copias), demandaba darse baños de pueblo,
lo más seguido posible, viajar a la provincia, enterarnos en vivo y en directo del descontento e inquietudes de la gente, viajar en Metro, frecuentar los lugares públicos.
Ignominiosamente corrido de El Universal, Ovaciones, Diario de México, La Prensa y El Heraldo, el autor de Cuba para principiantes resumía su misión diciendo que lo que pretendía era crear un poco de conciencia entre la gente, cambiar
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