Aproximación al proceso electoral mexicano de 2018 (Primera Parte)
El calendario electoral
latinoamericano y caribeño durante el presente año ha sido bastante
activo y agitado. Desde enero hasta el presente se han efectuado cinco
elecciones generales (presidenciales y parlamentarias) y aún quedan dos
torneos por realizarse. Las elecciones presidenciales realizadas en
Costa Rica (4 de febrero) y en Paraguay (22 de abril) no tuvieron ni
concitaron la misma atención de los medios de comunicación internacional
como nacional como si lo tuvo el proceso electoral presidencial de
Venezuela (15 de mayo). Tampoco ha tenido la misma atención la elección
colombiana que concluye este próximo domingo (17 de junio). Algo de
atención mediática, pero con un escaso análisis politológico serio y
profundo, tuvieron las elecciones para la Asamblea Nacional del Poder
Popular en Cuba y el consiguiente recambio gubernamental. Luego de 51
años de proceso revolucionario, en mayo de este año, asumió el poder
político Miguel Díaz-Canel Bermúdez, un representante de la generación
pos-revolucionaria. Este proceso electoral constituye, sin lugar a
dudas, uno de los procesos políticos más relevantes y destacados de la
región. Por todas las implicaciones políticas que tiene no solo para
Cuba sino para toda la izquierda latinoamericana. Habrá que volver en
algún momento sobre este proceso y realizar un profundo análisis crítico
y político de él. Fundamentalmente por la significación teórica,
política e institucional que tiene para la construcción de un sistema
político alternativo a las democracias capitalistas.
Volviendo al
calendario electoral este se cierra con dos poderosas elecciones
generales, que considero las más relevantes, significativas y
transcendentales de la región, la mexicana del el 1 de julio, y la
brasileira, del 7 de octubre de este año.
Por su relevancia y
trascendencia que tienen para la región, le vamos a dedicarles varias
columnas de análisis a ellas. Pues tengo la convicción que, para
conocer, entender, comprender dichos procesos electorales no basta con
presentar a los diversos candidatos que participa, los rasgos
principales de sus programas políticos, ni las cifras obtenidas en la
elección, etcétera, como comúnmente se hace sino hay que profundizar en
el contexto político, social e institucional en el cual se llevan a cabo
los procesos electorales. Tanto la futura elección mexicana como la
brasileira se van a realizar en escenarios dominados por una profunda
crisis política e institucional como social. La crisis política afecta
tanto a la forma de estado como al régimen político. En ambos países, el
Estado y el régimen político sufren desde hace un largo tiempo un
tortuoso proceso de crisis política institucional. En otros términos,
ambos procesos electorales se efectuarán al interior de la vorágine de
la crisis. Por esa razón, las y los ciudadanos, actores sociales y
políticos participantes activos como no participantes pasivos tienen la
esperanza que los ganadores de esos comicios sean los portadores y
gestores de la resolución de la crisis. Sin embargo, la experiencia
histórica y política enseña que, en muchas ocasiones, las elecciones
generales, no son la re-solución de las crisis. En muchos casos la
prolongan o la agravan. Es lo que ocurre tanto en México como en Brasil.
Estas crisis políticas, como veremos, por su profundidad, extensión y
multidimensional no se solución con elecciones.
Antes de entrar
a exponer el caso mexicano, me voy a detener en un punto que muchas
veces se presta para equívocos o para una muy mala compresión del
fenómeno político que ello implica. Me refiero a la relación entre
elecciones y democracia o democracia y elecciones.
Esta
relación es, sin lugar a dudas, un tema complejo y delicado que la
ciencia política o la sociología política actual ha venido discutiendo
largamente, pero hasta hoy, hay más disensos entre que los especialistas
que acuerdos. Para algunos, la solo existencia de elecciones permite
hablar de democracia. Mientras que, para otros, dentro de los que me
cuento, no basta con la realización de elecciones para designar o
calificar al régimen político como democrático. Sin embargo, a pesar, de
los disensos, los especialistas concuerdan que los procesos electorales
deben darse bajo un conjunto de reglas y normas que permitan su
realización de manera transparente, abierta, libre, etcétera.
Muchos procesos electorales que se han verificado en las últimas décadas
en América Latina y el Caribe cumplen con los requisitos mínimos para
su realización; sin embargo, se realizan bajo contextos políticos donde,
por ejemplo, el Estado no tiene la capacidad de otorgar protección ni
resguardo tanto a la vida de las y los ciudadanos como a los candidatos
que participan en los comicios; o en sociedades donde hay constantes
violaciones a los derechos humanos, o dónde el Estado está dominado por
la corrupción política y económica, por la violencia política y social.
En muchos casos las sociedades civiles se encuentran atomizadas o
fragmentadas o cruzadas por conflictividades que han generado
irresueltas crisis de credibilidad y de confianza hacia las
instituciones como de los actores políticos, los partidos, etcétera.
Sociedades donde la acción colectiva de los movimientos sociales esta
criminalizada por el Estado. Dónde la libertad de expresión se encuentra
monopolizada por actores privados al servicio del poder oficial o la
actividad periodística libre o alternativa se encuentra amenazada por la
acción concertada del crimen organizado, etcétera. Son sociedades en
crisis.
Tengamos presente que las elecciones generales
realizadas en Guatemala (2015), Honduras y Chile (2017) se realizaron en
un contexto de profunda crisis de la política cuyo mínimo común estaba
dado por la corrupción política y la descomposición de su sistema
político y de partidos. No obstante, en ninguno de esos tres casos las
elecciones pusieron en cuestionamiento al régimen político. Los actores
políticos, especialmente, los partidos políticos, operaron como si la
crisis de la política no existiera o fuera una ilusión o una falsa
disyuntiva. En los tres casos, las elecciones y los actores políticos
participantes encubrieron esas crisis generando la apariencia que todo
era institucionalmente, normal.
Las elecciones en muchas
ocasiones operan como sedantes políticos y sociales que ayudan al Estado
y a las elites en el poder y de poder, controlar y someter a las
ciudadanías descontentas. Las elecciones tienen la virtud de producir ya
sea la alternancia política gubernamental como la continuidad de los
controladores del poder político, pero también hacen pensar o suponer
que los graves y extendidos problemas que afectan al Estado, al régimen
político, al mercado y a la sociedad civil serán resueltos por las
nuevas autoridades políticas. Pero, por lo general, las elecciones
generan nuevas autoridades, pero no dan solución a las crisis políticas.
Pues, muchos de los nuevos gobernantes son productores de la crisis.
Por ello, las elecciones pueden provocar dos escenarios políticos: a)
profundizar la crisis de la política o b) adormecer a las ciudadanías.
Las elecciones, han sido consideradas desde el siglo XIX hasta la
actualidad, la esencia misma de la democracia. Sin embargo, en la
actualidad, bajo la hegemonía neoliberal, ellas han ido perdiendo esa
característica fundamental. Hoy las elecciones están agotadas. Puesto
que, entre otras cosas, ya no son generadoras de representación política
legitima y, sobre todo, porque las ciudadanías latinoamericanas han ido
abandonando tanto la participación política como electoral. Las
elecciones latinoamericanas, con contas excepciones, la participación
electoral es cada vez menor.
En efecto, en las últimas
elecciones realizadas tanto en el 2017 como en presente año, la
abstención electoral ha sido el comportamiento o la opción política
preferida y mayoritaria de las y los ciudadanos. Aquí los datos de la
abstención: el 40% en Paraguay, el 54% en Venezuela, el 44% en la
primera vuelta de Colombia, el 52% en Chile; el 41% en Honduras; el 44%
en Guatemala, y el 35% en Costa Rica.
Estos porcentajes, no son
solo un dato estadístico electoral si no un indicador directo de la
legitimidad de la representación que sustenta a las autoridades que se
hacen cargo del gobierno del Estados y son demostrativos de regímenes
políticos en crisis. El surgimiento del “partido de las y los no electores” es una realidad en casi todos los países de América Latina y el Caribe.
Las y los ciudadanos no electores
son la mayoritaria política en las sociedades latinoamericanas. Lo son
en relación tanto a los candidatos participantes como a los presidentes
elegidos. Todos los presidentes elegidos, son presidentes minoritarios,
incluso, aquellos que han sido elegidos en segundas vueltas. Las
elecciones con baja participación generan autoridades electas con bajos
niveles de legitimación y de representación y, sobre todo, de
popularidad. La baja participación tiene otra consecuencia política no
producen ni ayudan a generar regímenes democráticos con legitimidad y de
calidad. Este es la tragedia política o el drama de las elecciones en
América Latina y el Caribe.
Por todo lo anterior, considero que
las elecciones latinoamericanas son procesos electorales
contradictorios, conflictivos. Que a pesar de la espectacularidad
mediática que tienen, muchas de ellas, insisto no generan ni ayudan a
conformar ni a construir democracias políticas, menos democracias
sociales o económicas. Este es el dilema político que atraviesa la
historia política mexicana.
En México las elecciones han sido
la columna vertebral del régimen político posrevolución de 1910. Desde
los años 30 del siglo XX hasta la actualidad la transferencia del poder
gubernamental ha sido mediante elecciones. Cumpliendo de esa forma con
uno de los postulados centrales de la revolución política institucional
de 1910: “sufragio efectivo y no reelección”. Sin embargo, durante 70
años, en el régimen político impuesto y controlado por el Partido
Revolucionario Institucional (PRI) se realizaron regularmente
elecciones. Aunque el voto “fue efectivo” en generar las autoridades
este no fue eficaz para generar un régimen democrático. Si bien, ningún
presidente se reeligió, quien se hacía reelegír era el “partido
dominante”, o sea, el PRI. Por esa razón, desde 1930 hasta el año 2000,
las elecciones mexicanas estuvieron controladas y manipuladas por el
partido gobernante, no fueron competitivas, y, cuando lo fueron se
impuso el fraude electoral, la violencia política electoral, la
intervención del sistema electoral como de los resultados. Emblemático
es la “caída del sistema de conteo de votos” en 1988, como la obtención
de la presidencia por José López Portillo con el 100% de los sufragios,
en 1976 y sin ningún adversario político. Por ello, México, durante 70
años fue un régimen autoritario electoral, pero sin competencia política
electoral. Jamás fue una democracia ni siquiera una democracia
electoral.
La decadencia del régimen autoritario electoral
priista para algunos analistas se inicia hace 50 años con la rebelión
estudiantil universitaria y la matanza de la Plaza de las Tres Cultura
de Tlatelolco, en octubre de 1968. Para otros, la desestructuración del
autoritarismo electoral se habría iniciado hace 30 años, en 1988, con la
primera elección competitiva abierta a 6 bandas, entre el candidato del
Frente Democrático Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas , el panista Manuel
Clouthier, el priista Carlos Salinas de Gortari y otros tres candidatos
menores. Esta elección esta signada históricamente por haber sido
decidida por el mayor fraude electoral mexicano. Por eso constituye un
parteaguas en la historia política mexicana. Marca el comienzo del fin
de la hegemonía política priista. La crisis del régimen se ve
profundizada por el alzamiento armado del neozapatismo del EZLN en
Chiapas, el 1 de enero de 1994; por el asesinato del candidato
presidencial Luis Donaldo Colosio, en marzo de 1994, y la mediocre
administración política de Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000).
Todos estos acontecimientos políticos fueron y son hechos fundantes de
la descomposición del régimen autoritario electoral priista.
Hechos políticos que abrieron los espacios políticos e institucionales
para importantes y trascendentales reformas políticas que fueron
estableciendo desde 1980 en adelante las reglas y normas institucionales
que en apariencia instalaban una forma específica de régimen político
democrática: la democracia procedimental o la democracia electoral en
México. Se trataba de una particular forma de transición política a la
democracia.
Esta tenía como centro nuclear provocar la derrota
electoral del partido gobernante. La derrota electoral cual era vista y
considerada por la mayoría de los actores políticos como la condición
necesaria para abrir las puertas a la democracia. Por ello, la
alternancia política y gubernamental constituía no solo un hecho
político- electoral sino, fundamentalmente, simbólico. El primer paso
para deconstruir el régimen político autoritario electoral.
El
triunfo de la derecha política en las elecciones presidenciales del año
2000, pusieron fin a 70 años de hegemonía política priista. Con la
llegada al gobierno de Vicente Fox candidato presidencial del Partido de
Acción Nacional, organización política de orientación conservadora,
católica y pro-neoliberal, se dio iniciada la transición a la democracia
y el desarme del régimen autoritario electoral. Sin embargo, la
alternancia gubernamental producida en julio de 2000, si bien, dio
inicio a la transformación del régimen autoritario electoral, pero, en
los hechos concretos históricos, no dio ni ha dado lugar a la
construcción de la democracia política en México. Por cierto, que se han
dinamizado cambios políticos institucionales que han edificado una
democracia procedimental o una democracia electoral. Durante los últimos
18 años, el régimen político ha ido incorporando diversas normas y
reglas institucionales que perfeccionan lo electoral del régimen. Por
esa razón, la democracia sigue siendo una utopía en el México actual.
La descomposición o, mejor dicho, la transfiguración del régimen
autoritario electoral en una democracia electoral, se explica,
fundamentalmente, porque la transición democrática mexicana es
coincidente con otro proceso histórico-político trascendente en la
historia política reciente de México: la instalación del padrón de
acumulación neoliberal. La combinación de ambos procesos ha dado lugar a
un Estado y un régimen político que he nombrado y caracterizado como un
Estado y una democracia Gore. O sea, de un Estado y un régimen político dominado tanto por la violencia política y social y la corrupción extrema.
Esa forma de Estado y democracia será el tema de análisis de nuestra próxima columna.
Juan Carlos Gómez Leyton, Posdoctorado en Estudios Latinoamericanos. Dr. en Ciencias Sociales y Políticas.
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