Gilberto López y Rivas
Si la antropología, como
ciencia, nace con el pecado original de estar estrechamente ligada al
colonialismo, y a los esfuerzos por imponer en el ámbito mundial las
relaciones capitalistas, la disciplina antropológica en México surge de
su vínculo fundamental con el indigenismo. El indigenismo tiene sus
orígenes en los años posteriores al movimiento armado revolucionario de
1910 a 1917, cuando la escuela mexicana de antropología, encabezada por
Manuel Gamio, empieza a elaborar los contextos conceptuales que darían
contenido a la política del Estado para con los pueblos indígenas.
A partir del primer Congreso Indigenista Interamericano que tiene
lugar en Pátzcuaro, Michoacán, en abril de 1940, el indigenismo,
particularmente integracionista, se extiende a escala latinoamericana a
partir de su influencia en países como Perú, Ecuador, Guatemala y
Bolivia, con la creación de institutos nacionales indigenistas, cuya
función fue idear y poner en práctica la acción indigenista
gubernamental. En rigor, el indigenismo trata de borrar las diversidades
étnico-culturales e incorporar a los indígenas al mercado laboral, en
el campo y en la ciudad.
Precisamente, una de las conquistas del movimiento indígena
encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el
Congreso Nacional Indígena ha sido identificar en el debate nacional la
naturaleza paternalista, autoritaria y enajenante del indigenismo.
Antagónico a los autogobiernos de pueblos y comunidades, el
indigenismo se desarrolla a partir de contradictorias y complementarias
políticas desde los aparatos estatales y grupos dominantes nacionales y
regionales que –de acuerdo a necesidades y coyunturas económicas y
políticas– afirman un integracionismo asimilacionista de las entidades
étnicas diferenciadas a la nacionalidad
mexicana, o establecen un diferencialismo segregacionista, siendo ambas políticas, negadoras de las culturas y los pueblos indígenas.
La constatación de esta tesis en el movimiento indígena y la traición
a los Acuerdos de San Andrés provocan una ruptura con el Estado
mexicano que da cauce a procesos autonómicos de profundidad histórica,
como los Municipios Rebeldes-Juntas de Buen Gobierno zapatistas, y
experiencias muy diversas en Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Jalisco,
Chihuahua, entre otras entidades. Con toda razón se consideró que en el
diálogo de San Andrés, habían tenido lugar los funerales del
indigenismo. El reconocimiento a la libre determinación mediante la
autonomía rompe con el cordón umbilical del indigenismo y con las
políticas corporativas del régimen de partido de Estado que, por muchos
años, sometieron política e ideológicamente a los pueblos originarios.
Los antropólogos contribuyen al desarrollo teórico y práctico de
estas políticas, desde que Gamio definió a la antropología como
la ciencia del buen gobierno, iniciándose una relación orgánica entre antropólogos y Estado mexicano cuya ruptura inicia con el movimiento estudiantil-popular de 1968, que creó las condiciones para que las corrientes críticas antropológicas se manifestaran y denunciarán los procesos etnocidas contenidos en el indigenismo, definido por el entrañable Rodolfo Stavenhagen como un “aparato de control burocrático y político de los pueblos indígenas por parte de las autoridades estatales… (y una) forma de recrear sistemas jerárquicos, autoritarios, estatificados de clientelismo”.
El desarrollo del indigenismo ha pasado por diversas fases y sus
ideologías se adaptan y persisten en el tiempo; sin embargo, su
especificidad es que se trata de una política de Estado criollo-mestizo
para con los pueblos indígenas y, en consecuencia, en todas sus
variantes, ha sido por naturaleza autoritario y jerárquico y constituye
un sistema teórico-práctico que se impone a los pueblos desde aparatos
burocráticos, como una fuerza objetivamente opresiva, manipuladora y
disolvente. El indigenismo se caracteriza por el uso de una retórica de
respeto a las lenguas y costumbres indígenas, con una práctica de
destrucción de las estructuras étnicas de los pueblos indios.
Con el próximo Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) y sus 132
coordinaciones regionales, ahora,
a cargo de integrantes de las propias etnias, los viejos fantasmas del indigenismo regresan como formas de mediación del apoyo asistencialista del Estado, impuestas desde arriba y desde fuera. Estas coordinaciones dividirán a los pueblos y difícilmente podrían apoyar las luchas autonómicas contra la recolonización de sus territorios por parte de las corporaciones capitalistas petroleras, mineras, eólicas, hídricas y turísticas, dado que jerárquicamente dependen de un organismo de gobierno.
¿Que posición tomara el flamante INPI si tienen lugar movilizaciones
en contra de los anunciados megaproyectos del nuevo gobierno? ¿Se
escucharán las voces de los pueblos indígenas o se impondrá el
neoindigenismo de Estado?
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