La Jornada
Gabriela Ramos, directora general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en México, expresó ayer el aval
en principiodel organismo multilateral a la política social planteada por el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador. De acuerdo con la funcionaria, a reserva de conocer los detalles de las medidas que habrá de implementar el próximo gobierno, se saluda su intención de atender a los sectores más vulnerables y orientar sus esfuerzos a la reducción de las desigualdades.
La preocupación actual de la institución por las enormes brechas
sociales prevalentes en nuestro país parte de sus propios estudios, de
acuerdo con los cuales el futuro de los mexicanos está determinado desde
su nacimiento: mientras que uno de cada dos hijos de padres directivos
se convertirá a su vez en directivo, 70 por ciento de quien nace pobre
morirá pobre, por lo que a los hijos de las familias con mayores
cafrencias les tomaría 150 años romper este ciclo de exclusión. Este
sombrío panorama resulta aún más desalentador para los jóvenes, pues la
Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del Instituto Nacional de
Estadística y Geografía indica que sólo cuatro de cada 100 trabajadores
de entre 20 y 35 años perciben más de 12 mil pesos mensuales, mientras
11 de cada 100 se ven obligados a sobrevivir con menos de 2 mil 400
pesos.
En circunstancias como las señaladas, sin duda, resulta loable que la
OCDE considere la reducción de la desigualdad un objetivo prioritario
de política pública, así como el hecho de que exprese su preocupación
por la ausencia de movilidad social en nuestro país. Sin embargo,
resulta llamativo que su representante emita una autoexoneración
respecto la responsabilidad sobre las recetas dictadas desde este mismo
organismo, las cuales, debe recordarse, han recibido un acatamiento
acrítico y una aplicación inflexible por todos los gobiernos del país en
los pasados 30 años.
Por más que se busquen justificaciones a modo para la situación
crónica y degenerativa de las desigualdades múltiples que atraviesan a
la sociedad mexicana, resulta inocultable que en ella juegan un papel
central las medidas diseñadas desde la propia OCDE, entre las cuales se
encuentran la desregulación generalizada y la aceptación casi
incondicional de inversiones extranjeras depredadoras, la privatización
de los bienes nacionales –que durante décadas fueron palanca clave del
desarrollo y las medidas redistributivas– y la disminución o supresión
de derechos y conquistas laborales indispensables para sostener el poder
adquisitivo de las mayorías.
Así, está claro que la reducción de las desigualdades y el combate de
sus causas estructurales constituyen tareas ineludibles e inaplazables
del próximo gobierno, ya sea que tal compromiso se aborde mediante las
políticas planteadas hasta ahora o que las propuestas existentes se
adapten a los diagnósticos que se hagan en los próximos meses. Asimismo,
parece pertinente prescindir por completo de los consejos emitidos
desde la OCDE, no por algún prúrito ideológico, sino atendiendo a los
resultados inequívocamente desastrosos arrojados por la aplicación de
sus recomendaciones.
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