Arte y Tiempo
Raúl Díaz
La generación que tuvo la
fortuna de ver la puesta en escena que dirigió Julio Castillo en el
teatro que hoy lleva su nombre, en el Centro Cultural del Bosque, sabe
que Cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal, marcó un
antes y un después en el teatro mexicano. Las generaciones posteriores
que no la vieron, pero están ligadas al arte escénico, lo saben también y
conocen que en ese montaje participaron todos los compañeros del
director, estudiantes de la entonces llamada Escuela de Arte Dramático
de Bellas Artes. El o la que no participó como actor o actriz fue
asistente de dirección, encargado de iluminación, vestuarista,
maquillista o
corre ve y dile, pero todo mundo estuvo. Había algo así como una premonición de que esto sería trascendente y nadie quería quedar fuera, todos intuían que años después sería un orgullo poder decir:
yo estuve allí.
Pero de esos todos había algunos, pocos, que no habían llegado de
forma espontánea, sino llamados por el director, quien sabía que para
montar esa obra –que en teatro sería lo que Los olvidados fue
en el cine– tenían que ser lo mejor del pensamiento y la innovación
creativa. El espacio donde las acciones se desarrollarían jugaría,
necesariamente un papel fundamental. Para crear ese espacio, y decirnos
cómo era real y exactamente el sitio donde los hechos ocurrían, fue
llamada la única artista mexicana capaz de hacerlo: Félida Medina.
Nacida en Oaxaca, la maestra Medina, al igual que su primera gran
creación, marcó un antes y un después en el quehacer escenográfico
nacional. Con una estética en la que los elementos autóctonos siempre
estaban presentes, su obra se alimentaba de lo puramente mexicano,
mandando al diablo lo suntuoso y superfluo que adornaba pero no decía,
dejando sólo lo esencial, lo que servía para expresar, para mostrar la
verdad del espacio construido que debía enmarcar, vestir el resto de la
verdad escénica. Por eso la maestra nunca fue una escenógrafa comercial
ni pasta de todos los moles, sino un pieza muy especial de los proyectos
en los que participaba, misma razón por la que no aceptaba todo lo que
se le proponía ni a todos los directores. Trabajó con Julio, Pepe Solé, hizo Los albañiles, de Vicente Leñero, así como con Willebaldo López y creó la escenografía para otra obra que marcó época, El extensionista,
y otras tantas cosas. Nunca se vendió a la mejor oferta económica;
siempre eligió en qué y con quién trabajar, exigiendo libertad plena
para lo que quería hacer.
Fue la escenógrafa obligada e imprescindible de los hoy también legendarios festivales de
oposición, órgano del Partido Comunista Mexicano (PCM), del cual fue orgullosa integrante desde los años 70 hasta su desaparición, en 1981.
La desaparición de su partido, sin embargo, no fue óbice para no
seguir sus ideas y conducta revolucionaria que se manifestó siempre en
su trabajo escenográfico y en su inmensa labor como docente, ya que,
ingresada a la escuela teatral en 1963, apenas siete años después se
convirtió en la maestra por excelencia de la carrera de escenografía, en
la que sus alumnos se cuentan por decenas. Su concepción comunista,
siempre presente, la llevó a colaborar activamente aun cuando el PCM ya
no existía, con el movimiento revolucionario guatemalteco que en esos
años sostenía lucha a muerte con las dictaduras militares de ese país.
Este aspecto político militante que apenas ha sido mencionado, que
para nada empaña su talento y trabajo espléndido, sino al contrario, lo
enaltece, habla de la congruencia y conducta integral de esta auténtica e
insigne maestra que merece todos los reconocimientos, el nuestro queda
aquí plasmado.
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