De acuerdo con la Secretaría
de Hacienda y Crédito Público (SHCP), entre el año 2000 y el presente,
la deuda del sector público mexicano pasó de 19 a 45 por ciento del
producto interno producto (PIB), un crecimiento a todas luces
preocupante que, además, no considera el débito contraído por el Estado
para el rescate bancario y de las carreteras concesionadas tras la
crisis de 1995. Sólo en la década anterior, la deuda del sector público
federal se disparó en 166 por ciento, al pasar de 4 billones 213 mil 878
millones al cierre de 2010, a 11 billones 27 mil 500 millones de pesos
en diciembre de 2019. En este periodo, que abarca los últimos dos años
del sexenio de Felipe Calderón, la administración completa de Enrique
Peña Nieto y el primer año de Andrés Manuel López Obrador, el
endeudamiento trepó de 31.5 a 45.5 por ciento del PIB.
Cabe recordar que la relación entre deuda y PIB es uno de los
indicadores más usados para medir la sostenibilidad del débito de una
nación, es decir, su capacidad de cumplir los compromisos contraídos con
sus acreedores. En este sentido, aunque la deuda del sector público
mexicano se encuentra lejos de los ni-veles considerados peligrosos por
los organismos multilaterales y las agencias calificadoras, el constante
debilitamiento de este indicador de las finanzas estatales supone una
mayor carga en materia de pago de intereses, al mismo tiempo que una
contracción en el margen de maniobra de las autoridades para financiar
sus actividades por la vía del crédito. Como señaló el titular de la
Secretaría de Hacienda, Arturo Herrera, dicho escenario se complica al
considerar que la pandemia en curso ha traído consigo el desplome del
precio del petróleo, una de las principales fuentes de ingresos del
país.
Es en este contexto que debe entenderse el debate entre el gobierno
federal y el heterogéneo grupo de organizaciones y voceros de los
sectores privado, académico y político, que se pronuncia a favor de que
las autoridades usen el endeudamiento como una de las herramientas a su
alcance para hacerse de los recursos que le permitan paliar los
devastadores efectos económicos de la pandemia en curso. Así, mientras
el presidente López Obrador y su equipo hacen énfasis en la posibilidad
de capear la situación mediante medidas de austeridad y con los recursos
de los que podría disponer si algunos grandes contribuyentes cumplieran
con sus obligaciones fiscales; desde el otro lado se resalta que el
crédito, sobre todo si se negocia en condiciones favorables y se aplica
bajo criterios adecuados, puede proveer soluciones en medio de la crisis
global que se avecina. Asimismo, estos últimos insisten en que las
restricciones presupuestales prolongarán la depresión de la economía y
tendrán un costo mayor a largo plazo, tanto para las finanzas públicas
como para el conjunto de la sociedad.
Ante esta disyuntiva, lo cierto es que el gobierno federal deberá
ponerse al frente de los esfuerzos de reactivación económica para
devolver al país la normalidad, una vez superada la pandemia de
Covid-19. Hacerlo sin comprometer a las futuras generaciones es un
imperativo, como también lo es el no renunciar de antemano a las
herramientas que permitan sacar adelante a la nación. Lo importante es
que cualquier decisión al respecto deberá tomarse sin presiones ni
chantajes, con total transparencia, y a partir de criterios
eminentemente técnicos para coadyuvar al bienestar de las mayorías.
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