Escucho el ruido de cristales que se rompen. Nadie tocó nada. Un portarretrato se estrelló contra el suelo sin intervención humana o animal. A veces sucede en la Ciudad de México, en las zonas sísmicas con ligeros temblores que no percibimos.
Quizá estaba mal colocado. Pero si la aprehensión se desata, es porque
estos días se construyen sobre una especie de arena movediza: el
desasosiego. A una le puede dar por interpretar signos. "No es bueno que los cristales estallen, ¿o sí?", "¿será un mensaje de la vida?" "¿La vida me recuerda algo?", "¿es un anuncio de algo muy malo o muy bueno por venir?"
La incertidumbre desata una cierta superstición. Aún en los días más
afortunados, la angustia está allí, como una corriente subterránea.
Negada, dejada de lado, evidente. Allí.
¿Qué será de nosotras/os
de manera individual y colectiva? ¿Cómo vivir, en caso de contagio, la
enfermedad y esa soledad inmensa que trae consigo? Tememos a la
enfermedad. Al aislamiento. A la catástrofe económica. Nos da por llorar
por cualquier cosa. Son los días del desasosiego y de la urgencia de contención. Nos dicen que "lo peor" está por venir, pero también sabemos que "lo peor", para muchas familias ya llegó.
Viven su duelo a como pueden. Duelos de una crueldad para la mayoría de
nosotras/os, inédita. Duelos sin las ceremonias fúnebres emocionalmente
indispensables. La enfermedad en sus modos leves, menos leves, graves,
sin el consuelo que implica la posibilidad del contacto físico.
Estrechar una mano amada.
Cuánta importancia toman los más mínimos gestos. Todo un aprendizaje de vida. Miro a uno de mis hijos caminar hacia la cocina. Lo miro con detenimiento. Me siento la más afortunada del mundo. Después de cuatro años muy lejos geográficamente, está aquí. Nunca hemos pasado tanto tiempo seguido juntos desde que comenzó el jardín de niños. Es tan extraño pensarlo. El tiempo juntos.
Esa calidad de tiempo que nos permite re-conocernos: un hijo adulto y
su madre. Dicen que el azar no existe. Regresó y unos días después, la
amenaza se nos vino encima con esa ferocidad que la acompaña. Estamos
juntos. Conversamos por videollamada con sus hermanos, encerrado cada uno en ciudades distintas. La distancia toma una nueva forma: más dolorosa, más desgarrada. Y, sin embargo, amarnos sigue siendo la fuerza más intensa de la tierra.
Me pregunto si alguna vez una mamá puede mirar a sus hijos, sin ver en ellos también, sus infancias. Es una constante. Mirarlos y recordar.
"Así se ríe desde niño", "le siguen gustando las cerezas", "guarda la
bonita costumbre de embarrar el tubo de la pasta de dientes", "es igual
de telúrico y amoroso". Y al mismo tiempo ya tiene 22 años. Es él y ya
es otro. A cada rato me tiene que recordar que ya
creció, que no es necesario que corra a darle el trapito untado de cloro
cada que baja a recoger el súper, que ha cocinado por años, no es
indispensable que le advierta que, si deja el aceite de oliva mucho
tiempo en el sartén, el recipiente corre el riesgo de partir en llamas.
Y, sí, ahora que me explica análisis económicos complicados y cantidades
de cosas de las que no entiendo nada, hasta que lo escucho, yo sigo
reviviendo nuestros rituales antiguos sin apenas darme cuenta.
Son los días del desasosiego y quisiera que mis hijos fueran niños, que viviéramos todos bajo el mismo techo. Quisiera que mi padre estuviera vivo. Las nostalgias se han instalado en mí casi como un mecanismo de defensa. Las de sus infancias
y las de mi infancia. No recuerdo mis sueños, pero me da por amanecer
en Tabasco. Por mirar la Laguna de las Ilusiones. Leo al poeta José
Carlos Becerra. Leo a Carlos Pellicer, a José Gorostiza. Me paseo por el
Museo de La Venta. Bajo la avenida Méndez a toda velocidad en
bicicleta, junto a mi papá. Quizá una busca las fuentes originarias de
su fuerza. Los trópicos invaden mi casa y entonces, cuido a mis plantas como quien conserva, con alegría, sus memorias y su selva.
La
ternura es más importante que casi nunca antes, quiero decir: toma una
dimensión distinta. Los vínculos familiares afortunados. La amistad. El
trabajo. Las lecturas. Los juegos colectivos a distancia. Las páginas en
blanco que una va llenando, a veces a trompicones, a veces como si nos
arrastrara el Grijalva en temporada de creciente. Que la vida no se
detenga, por favor. Quizá los cristales rotos de esta mañana son el
anuncio de una buena nueva que terminará por llegarnos. Quizá es una
metáfora de una realidad que estalla para transformarse en algo mejor.
La tecnología nos permite encontrarnos, para mí generación es un
milagro. Puedo mirar la terracita en donde lee mi hijo mayor en una
ciudad remota. La calle por donde sale a sus compras mi hijo "el de en
medio", en otra ciudad aún más remota. Compartir honduras y banalidades.
Las pequeñas delicias de la vida cotidiana. Sus miedos, sus
contrariedades.
Son tiempos de desasosiego, nada nos contiene, sino el amor: nuestra absoluta certeza de ese amor. Estamos geográficamente distantes y amorosamente juntos. Esa es nuestra fuerza.
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