5/02/2020

La ruta de un cierto caos


María Teresa Priego



Casi me da ternura recordar que por tanto tiempo, los bichos que nos preocupaban eran los ácaros en los colchones y en las almohadas. Los recuerdo con una cierta nostalgia. Los tiempos llaman a la catatonia, casi en cada hogar, una persona, una familia se esfuerza por construirse una rutina, un orden y apegarse a ellos. No es que falten cosas por aprender o por hacer, es que es necesario generar la fuerza para emprenderlas. Amanece en la Ciudad de México, me arrastro desbrujulada hacia la cafetera, seguro así se sentiría una lagartija exiliada entre las nieves de Siberia. Esa sensación de extrañeza. Los hospitales del Seguro Social atienden a las personas aunque no sean derechohabientes. 

Hasta ahora, no he convencido a la cafetera de que sea ella quien llegue a mí. Esa, su necedad, me obliga a desplazarme en una de las excursiones más demandantes del día. El recorrido de la combatiente. La ruta del desasosiego. ¿Habrá saturación de hospitales? Ni el piso, ni los muros, ni el techo, ni los objetos han tomado todavía su lugar, son las seis de la mañana antes de esa taza de café. Hospitales públicos y privados firman un acuerdo de cooperación. Los empresarios pachones se niegan a pagar sus impuestos. Algunos juegan a las vencidas brutales con el gobierno. Están acostumbrados a ganar. 
Suceden micro-temblores que sólo yo siento. Tengo claro (en medio de mi neblina como la de las Cumbres de Maltrata en una madrugada de invierno), que el desasosiego es responsabilidad de las pesadillas, que las pesadillas son esas viles traiciones que el inconsciente le aplica a la vigilia, que el tránsito de la recámara a la cocina es un juego de vencidas: ¿quién ganará entre esas fuerzas subterráneas que me traen mensajes de un adentro mío que me es desconocido (y que no tengo la fuerza de escuchar por el momento), y la vaga certeza de que después de una cápsula de café, soy hasta capaz de domesticar a mi monstruario interior? Los niños hacen dibujos con el tema del coronavirus. Son muy conmovedores. Dibujan a López Gatell con una capita de superhéroe. Como los adultos, intentan entender. Adaptarse. Crear para disminuir el miedo. 
Ayer terminé un seminario de psicoanálisis en línea y me impactó que nadie, nadie traía las canas sin pintar. Un minúsculo detalle me ofreció una sensación de casi "normalidad". ¿Habrá aún salones de belleza abiertos? ¿Se pintan los cabellos ellas solitas en su casa? ¿Cómo lograrlo sin correr el riesgo de convertirme en "La cantante calva que se sigue peinando de la misma manera?" A unos metros de mi barrio, ya lo extraño. ¿Cómo será cuando regresemos? ¿Quiénes estarán y quiénes no?
¿Habrá para entonces resistido la tortillería de la señora cubana y su venta de guisos para llevar? Sus colas son inenarrables por su arroz con verduras y el chicharrón en salsa verde. ¿Resistirá la carnicería que atienden los tres hermanos, con su cortesía como de película de los años cincuenta, la pollería de la señora Carmelita, su esposo y su hija? Los sábados sus nietos juegan detrás del mostrador. ¿Estarán en su esquina la señora de las frutas y verduras con su esposo, ("ahora sí que nos va a llevar el tren, señora, ¿de qué vamos a vivir?") y la pareja de personas mayores que "desde siempre", atienden su puestecito de flores frescas y hermosas? ¿Y las fonditas? La del "Duende" es histórica. 
Los pequeños negocios familiares. Nuestros rituales. "Me da un kilo de pollo, voy por las tortillas y regreso". "¿Me cuida a la perrita? Nada más entro a pedir la carne". "Unos taquitos con pimiento verde para llevar". "¿Me da dos ramitos de gardenias?" Conocemos a los adultos, a los niños, a sus mascotas. Es una de las dificultades de estos días: cargar con esa sensación de asombro, desconocimiento,  pérdida. Si sobrevivo, habrá cambiado el rostro de nuestros pequeños mundos. Va a cambiar con dolor, con angustia, con miedo. No me despedí de los señores Castillo, la última vez les compré ramos de nube y son florecitas generosas, me duraron quince días. 
Para cuando regresé su puesto estaba cerrado. Sí lloré en esa esquina, como cuando me encontré con ellos después del temblor y estaban sentaditos en sus bancas, tomados de la mano. En pánico. La nubecita se secó y sigue estando bonita. La conservo en su florero para que los Castillo y sus cincuenta años juntos regresen, sanos y salvos. Regresar: "Con todos y a tiempo", como escribió León Felipe. 
Para poder trabajar, leer, estar para nuestras personas entrañables, es necesario concentrarnos. Ataco mi sensación de caos con cloro, glicerina, maestro limpio. Ordeno los libros. Escucho las mañaneras y las conferencias de López-Gatell. ¿Cómo hago conservas con los chayotes, las berenjenas, las calabazas, los tomates? Reviso tutoriales. Mi amiga me dice que las migrañas del coronavirus le han sido insoportables. Su mamá le deja el súper en la puerta. La saluda por la ventana cerrada. Cuando se aleja ella recoge su despensa. Para congelar las zanahorias es necesario "escaldarlas" antes. Por supuesto acudo a la RAE para entender qué es eso de "escaldar". Los testimonios de los familiares de las personas graves y muertas son desgarradores. 
Una amiga me recomienda crear un huerto en los balcones. Me aplico. El virus repunta en Tabasco. Es el mejor momento para sembrar: lechuga, lentejas, frijoles, chícharos, pimientos. Morir solos. Morir en aislamiento. Sembrar es una esperanza. Esperar a los primeros brotecitos. Como tengo cantidad de botellas de vidrio me ensayo en la hidroponia. El teléfono y las hiedras crean raíces en el agua. Crecen con apenas lo indispensable. Crecen en el sol y en la media sombra. A través del cristal miro sus raíces. Si ningún mal extraño las ataca van a adaptarse y a vivir por eso: sus raíces. 
En Tabasco hay unos árboles inmensos que se llaman ceibas, sus raíces son impresionantes, están plantadísimas en la tierra. Nuestras raíces no son sólo los orígenes, y vaya que cuentan. Son cada una de las personas que amamos y hemos amado, son nuestros barrios y las ciudades en los que hemos vivido. Nuestras/os interlocutoras/es en lo cotidiano. Nuestras raíces son nuestras singulares escrituras, cualquiera que sea nuestro oficio.
La tierra, el agua y el sol de lo indispensable. La certeza de que la vida quita, pero da. Mientras estemos vivos. Miro los brotecitos para que la sensación de pérdida disminuya. Una taza de café. Una hojita pequeña que se asoma, la risa de mi hijo, el que está en la casa. Los mensajitos de mis hijos los que están lejos. Los programas de talleres y seminarios en línea. Mis perritas agitando sus colas como si nada sucediera. Porque, ¿qué podría suceder –piensan ellas– si su familia las rodea? Unas palabras en el teléfono, una conversación por inbox. Bienvenidas/os a la vida. Comenzó un nuevo día.


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