Fuentes: Ctxt
El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos
obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con
vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en
la nuca unos días más.
Real, escribía hace unas semanas, es la independencia del mundo.
El ejemplo más banal es el hijo. Un hijo es real porque no se puede
escapar de él, porque no tiene final; porque no podemos querer –ni
siquiera imaginar– su final, aún más real que su existencia misma
precisamente porque su existencia es lo más real que existe. No se puede
escapar de él; no podemos desprendernos del hijo como de una tablet o
de un coche viejo. Nadie, que yo sepa, ha huido de un hijo que llora; es
imposible, en efecto, imaginar a una madre de cualquier sexo que, al
oír llorar a su bebé, suelta el pañal y huye escaleras abajo. Esa
barbaridad pusilánime ni se nos pasa por la cabeza. Si el niño llora en
su cuna, acudimos a tranquilizarlo o a alimentarlo o a cubrirlo con una
manta. Es completamente real: sabemos que no hay escapatoria.
Tampoco podemos escapar de los brazos del amado o de la amada. Y
mientras estamos ahí, “cual vid que entre el jazmín se va enredando”,
nos decimos y hasta lo decimos en voz alta: me pareces un sueño. Todas
aquellas cosas de las que no podemos escapar y de las que nos decimos
que “parecen soñadas” son reales. La realidad, cuando aparece, parece
irreal, lo que no deja de ser ilógico y extravagante. Porque al hijo lo
hemos esperado durante nueve meses, sabíamos de su inminente llegada, y,
sin embargo, su nacimiento, su existencia, su estancia repentina en el
mundo nos parece completamente inesperada. No nos lo esperábamos. Eso
ocurre también, sí, con el amor, pero asimismo, a escala colectiva, con
la revolución, la guerra o la catástrofe. Por eso mismo la realidad,
cuando se presenta, lo hace al modo de un déjà vu. Es
inesperado el hijo que esperamos nueve meses; y también al revés, lo
inesperado, si comparece, revela hasta qué punto lo estábamos esperando.
Creo que todos tenemos la sensación de que estábamos esperando, sin
saberlo, esta crisis: nos sorprende justamente porque nos había sido
anunciada. Y eso explica en parte, más que el miedo o junto al miedo, la
mansedumbre y el sentido de la responsabilidad con que hemos aceptado
el confinamiento.
La realidad, cuando aparece, parece irreal. ¿Pero qué ha aparecido en este caso? ¿Y por qué nos parece irreal?
Por primera vez nuestras vidas, todas las vidas, en Roma, Madrid,
Túnez, París, están sincronizadas por el virus. No ha ocurrido nunca
antes. La pandemia de coronavirus no es –ni mucho menos– lo peor que le
ha ocurrido a la humanidad, pero sí lo primero que le ocurre a la
humanidad como sujeto-especie consciente. La amenaza nuclear desde 1945 y
el cambio climático, anunciado desde los años 70 del siglo pasado,
definía ya una temblorosa Humanidad común, pero inalcanzable para la
experiencia cotidiana. Todas las catástrofes, hasta ahora, han sido
“locales” o livianamente ignoradas desde lejos. Lo mismo puede decirse
de las revoluciones y de los placeres. Por muchos millones de
espectadores que vieran una final olímpica o un Madrid-Barça, esa
sincronización no era universal y además duraba, como máximo, un par de
horas. Por muchos millones de personas que murieran –y mueran– en
guerras y tsunamis esa experiencia era –y es– invivible fuera del lugar
de la tragedia, donde la realidad común se ciñe a un espacio limitado.
La sincronización entre las vidas que produce el virus es por primera
vez, precisamente, la vida. Nuestra vida. Nuestra nueva vida, volteada
por el virus y regulada por las medidas tomadas contra él. ¿Qué vida es
ésta?
He dicho que hasta hoy la humanidad no había compartido nada. No es
verdad. Hay una cosa que compartimos todos los humanos al mismo tiempo
mientras estamos vivos: la mortalidad. Ahora bien, de la mortalidad,
como de la miseria, sí podemos huir por procedimientos antropológicos,
estupefacientes o imaginarios; y eso es normal y casi bueno. Las
sociedades humanas serían inviables si estuviesen presididas por la
conciencia inmediata de la muerte individual; si escuchásemos sin parar
el tic-tac de la degradación de los órganos en nuestros cuerpos. Pero
una cosa es no vivir ininterrumpidamente la mortalidad, condición de la
supervivencia, y otra muy distinta no tomarla en cuenta ni siquiera
delante de un cadáver. De hecho, si algo caracterizaba a nuestras
sociedades occidentales es que sus habitantes, más que compartir la
realidad de la mortalidad, compartían la ilusión de la inmortalidad, y
con tanta más seguridad cuanta más gente de otras razas u otras
geografías moría a nuestro alrededor. Y de pronto el virus y las medidas
tomadas contra él hacen que nuestras vidas sincronizadas se vean
sincronizadas por la realidad irreal de la mortalidad, así como por unas
rutinas de confinamiento que alteran de manera simultánea el tiempo
individual y el tiempo del capitalismo.
La cuestión es que esa realidad –como el sexo en la conocida película japonesa El imperio de los sentidos,
de Nagisa Oshima– se ha vuelto completamente dominante, y ello hasta el
punto de que no sólo ha desterrado las ilusiones de la normalidad
fantasiosa en la que vivíamos sino que ha puesto fuera de juego,
cautelarmente, todas las otras realidades. El 27 de marzo, pocos días
después del establecimiento del estado de alerta, en el pueblo donde
paso el confinamiento murió un hombre. Murió a sesenta metros de mi
casa, a dos calles de distancia. La sacudida de la noticia quedó
enseguida sumergida en una indiferencia fría y casi desdeñosa al
enterarnos, pocos segundos después, de que no había muerto a causa del
coronavirus. ¡Había muerto asesinado a hachazos! Una noticia que en
cualquier otro momento habría conmovido y excitado a todos los
habitantes del pueblo, y habría generado habladurías febriles y
estremecimientos numinosos, y abundante amarillismo periodístico, nos
dejó a todos indiferentes y –por qué no decirlo– aliviados. Frente a la
sincronía de la pandemia, esa muerte –tan espantosamente real– era una
muerte acrónica, a destiempo, que no sincronizaba nuestras vidas sino
que más bien las desajustaba de un modo casi inoportuno y, por eso
mismo, inatendible e irrelevante. Si no había muerto por el virus, ¡es
que no había ocurrido nada! Me acordé de las primeras páginas de La montaña mágica, cuando
Hans Castorp empieza a “aclimatarse” al tiempo enfermizo del sanatorio,
presidido por la sombra de la Tuberculosis, que va deslizándose en
todos los pulmones y que “distingue” –pero como una distinción
nobiliaria– a los residentes en tratamiento en la Montaña de los banales
hombres sanos del valle (“allá abajo”), donde se muere siempre de otra
cosa. Hasta tal punto el bacilo de Koch ha sincronizado esas vidas
descritas por Thomas Mann que, cuando uno de los huéspedes acude a la
consulta médica aquejado de una enfermedad fulminante que lo matará sin
remedio en pocos días, el dr. Behren le dice, tranquilizador, tras
examinarlo: “No tiene de qué preocuparse. No es tuberculosis”. Cuando
pase la pandemia, me temo, va a quedar un gran vacío en nuestras vidas.
Tendremos mono, por así decirlo, de realidad. Nos encontraremos en un
mundo vacío de acontecimientos que habrá que llenar de nuevo en una
sociedad inevitablemente transformada. ¿Lo haremos mejor que antes?
¿Dejaremos entrar las otras realidades –desigualdades sociales, guerras,
catástrofes climáticas– que la ilusión de inmortalidad llamada
“normalidad” excluía o buscaremos y nos chutaremos dosis intensas de
irrealidad elitista o –del otro lado– de realidad salvaje, instantánea y
feroz? ¿Tantearemos una nueva sincronía plural o nos entregaremos al
“sálvese quien pueda” de las acronías paralelas y los destiempos sin
nexo (época neovieja de solitarios con mascarilla y comunidades
enmascaradas y autoconfinadas en identidades de grupo sin ventanas y con
troneras)?
Lo inquietante, en todo caso, es que esta “sincronizacion vital” sin
precedentes es indisociable de nuestra dependencia tecnológica, que el
confinamiento ha agravado, revelando todas sus ventajas y todos sus
peligros. La “conciencia de especie”, digamos, es digital y, por eso
mismo, impura, paradójica, llena de riesgos antropológicos. No sólo
porque económicamente estamos reforzando el capitalismo digital (Amazon y
compañía) sino porque esta dependencia consuma una tendencia o
tentación de confinamiento tecnológico ya presente en nuestras vidas
“normales” de “allá abajo”. El confinamiento nos ha encerrado en el
espacio físico, del que huimos a través de los intestinos de la red, de
cuya existencia sin interrupciones dependemos para abastecernos no menos
que para comunicarnos con el exterior. Telatrabajamos, tele-estudiamos,
telecompramos. Así que el confinamiento, que entraña la posibilidad de
recuperar el cuerpo y su mortalidad, también induce la tentación de
abolirlo definitivamente. Especialmente las nuevas generaciones, nacidas
y moldeadas en la “distancia social” del móvil y la tablet, ¿sentirán
la necesidad de volver a la calle o, por el contrario, la infinita
pereza de tener que afrontar de nuevo el espacio lento y sin vida de las
plazas, los autobuses, los cuerpos, las montañas? En este sentido aún
nos podría ocurrir algo peor que una pandemia: y es un apagón
informático, una catástrofe digital que nos confinara en nuestros
cuerpos y nos obligara, como en el neolítico, a usarlos para pedir amor y
pan. Imagino que en algún momento, antes de eso, cuando se levante el
confinamiento, habrá que hacer campañas de recuperación de la fisicidad;
y hasta montar piquetes revolucionarios –cuando ya no esté prohibido
pero sí mal visto– que agarren manos, roben arrimos y den palmaditas en
la espalda a conocidos y desconocidos. Habrá que ver asimismo cómo
cambian las relaciones sexuales. ¿Se producirá un estallido de
sexualidad indiscriminada o, al contrario, una inhibición onanista a la
japonesa? Puede que, tras esta experiencia, un cuerpo desnudo y cercano
nos parezca demasiado “crudo”. Y vestido demasiado desnudo.
¿Y el tiempo? El tiempo del aburrimiento es lento, es tiempo
estancado en el cuerpo, pero en la memoria, retrospectivamente, se
percibe como tiempo uniforme que ha pasado en un solo bloque y de una
sola vez. El tiempo de la aventura, de la variedad, del acontecimiento,
es al contrario rápido, pero en la memoria se presenta diferenciado,
rico y denso. En cuanto al tiempo del confinamiento, es paradójico:
porque, encajonado o aprisionado en un espacio estrecho, él mismo se
vuelve espacio, de manera que se recorre la jornada en los mismos cuatro
pasos con que recorremos la habitación: de un solo paso, sí, ha llegado
la noche. ¿Y el tiempo de las nuevas tecnologías? No es tiempo
estancado y no es tiempo variado. Es el discurso mismo del tiempo
desplegado en una ráfaga erosiva, pulverizado en una aceleración de
fotogramas más rápidos que el universo. Hay memoria de la costumbre y
hay memoria de la aventura. No hay memoria del tiempo tecnológico.
Internet es un órgano rumiante que no distingue entre la ingestión y la
evacuación. Y una escupidera que no devuelve la saliva.
El capitalismo no es un sujeto y, por lo tanto, no piensa. Es una
estructura que determina los márgenes de intervención de los sujetos –y
sus pensamientos– y que se reproduce a su vez a través de las decisiones
individuales que moldea. Por este motivo se hace presente, de manera
simultánea, como un modo de producción, una civilización y una medida
del tiempo que, por su propia dinámica interna, ha acabado por ceñir los
límites mismos del universo, por fuera y por dentro: un estado del
mundo y un estado del alma, como diría Kafka. Por eso mismo, y al
contrario que otros modos de producción y otros modelos
civilizacionales, ya no tiene exterior. No hay ningún “afuera” en el que
cultivar un huerto ni ningún desierto al que huir de las tentaciones.
Todos dependemos de él, los ricos y los pobres, los veganos y los
caníbales, los fachas y los comunistas. No cabe ya en él ni un Thoreau
ni un Unabomber. O mejor dicho, caben perfectamente en él, y con sus
extravagancias reproducen también esa estructura que no piensa ni desea
pero que aquilata nuestros pensamientos y deseos; y que no tiene ningún
plan pero que obliga a sus gestores y beneficiarios –heterogéneos y
pugnaces– a hacer solo planes a muy corto plazo.
Que no piensa –y que sólo hace planes a corto plazo– se demuestra en
el hecho de que ha generado un sistema de dependencias que, como decía
alguien hace poco, no es ni viable ni transformable, y ello precisamente
porque convierte todas las bendiciones en maldiciones y todas las
utopías en distopías. Un ejemplo particularmente paladino es el del
petróleo. Ayer leía en la página The oil crash, de Antonio Turiel, una buena noticia,
de la que ofrezco aquí una versión muy simplificada y narrativa: el
consumo del petróleo ha disminuido en un 30% gracias a la pandemia y es
muy probable que su caída –tanto en consumo como en precio– se precipite
en picado todavía más. Esto debería ser saludable para el planeta y
esperanzador para las economías individuales. Pero resulta que no. Es
una maldición. Porque el capitalismo se ha preparado para producir
petróleo, no para dejar de producirlo, y hay que sacarlo de la tierra
sin parar, a riesgo de que los pozos se petrifiquen sin vuelta atrás; y
el ya sacado no se puede almacenar más de seis meses sin que su
putrefacción genere más problemas ecológicos de los que ahorra su
combustión en el aire. Así que, con independencia ya de los beneficios,
la supervivencia material de todos depende de que minemos sin cesar las
condiciones materiales de supervivencia de todos. O de otra manera: el
capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos
voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura
de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días
más.
Otro ejemplo –para terminar– es el de la medicina. Hace unos días leía con inquietud un artículo de David Cayley, discípulo y amigo del teólogo y filósofo Ivan Illich, en el que se resumían las advertencias recogidas en Némesis Médica, un
polémico libro de finales de los años 70 del siglo pasado. Allí Illich
exponía los peligros de la institución médica, a partir del presupuesto
de que todas las instituciones empiezan haciendo el bien y, si no saben
mantener el equilibrio, acaban haciendo el mal. La institución médica,
que nació para ampliar a todos los desconocidos –según su visión
religiosa– el radio de acción de la caridad cristiana, devino en la
segunda mitad del siglo XX un “sistema” autónomo y omniabarcante de
anulación y confiscación de los cuerpos, expropiados de sí mismos y de
su propia muerte. La medicalización de la vida se tradujo, según Illich,
en una dictadura iatrogénica;
es decir, en una dictadura de los efectos colaterales negativos de esta
intervención médica masiva y minuciosa. Illich se refería no sólo a las
muertes en hospitales, por errores o infecciones adventicias, sino,
sobre todo, a la iatrogénesis
social y cultural; al hecho, es decir, de que los ciudadanos
occidentales hemos puesto nuestras vidas –y nuestras muertes– en manos
de una Medicina a la que pedimos y que promete garantizarnos una
Seguridad Total; una Medicina “sistematizada” que busca anticiparse
siempre a todo riesgo y que, en nombre de la protección prospectiva,
induce y satisface “un deseo patológico de salud”, colaborando
tentacularmente en lo que Foucault llamó “biopolítica”.
A partir de aquí, David Cayley cuestiona el modo en que se ha
abordado, desde este Sistema Médico, la pandemia del coronavirus,
apostando de algún modo por la necesidad de “correr riesgos” frente al
confinamiento severo y universal. No es que Cayley asuma la posición
inicial de Trump o de Johnson. Su texto es provocativo pero prudente. Lo
que hace es utilizar las medidas de los gobiernos –dictadas por
expertos en epidemiología– para revelarnos esta “dictadura médica” que
venimos asumiendo desde hace años como natural y beneficiosa, olvidando
no sólo los miles de muertos de la iatrogénesis clínica sino, sobre
todo, la dejación de derechos existenciales que ella entraña: de la
farmacologización de la vida –de trágica vigencia– a la muerte en
residencias, en soledad y sin despedida ceremonial. Y Cayley se pregunta
si no habrá muchos abuelos que –como él mismo– elegirían, si se los
dejara, sacrificarse en favor de los más jóvenes: que elegirían, es
decir, la libertad de arriesgarse y morir en lugar del “confinamiento en
la supervivencia” impuesto por una Medicina que, en su afán de asegurar
la salud, reprime libertades antropológicas y metafísicas elementales.
Este derecho a la “libertad del riesgo”, por cierto, se ha hecho
presente en España estos días en las protestas de nuestros mayores,
que exigen que no se les excluya, por razones de edad, del futuro
alivio del confinamiento y se les reconozca, como ciudadanos mayores de
edad, su derecho, no lesivo para los demás, a salir a la calle –y
exponerse, si así lo deciden– en igualdad de condiciones que sus vecinos
más jóvenes.
Illich y Cayley explican mucho mejor que yo algunas de mis
reflexiones de los últimos años. Lo único que le reprocharía a Cayley,
quien por lo demás, como digo, es bastante prudente en sus propuestas,
es que la pandemia en ningún caso ha permitido plantear una alternativa
fuera del Sistema. Lo más inquietante es que esta crisis ha revelado
precisamente la ausencia de un exterior y, en todo caso, la lucha entre
dos Sistemas muy entrelazados o –dicho del modo más rotundo– íntimamente
conniventes, provisionalmente separados por la disrupción de la
pandemia. Cuando Trump cuestiona el Sistema médico no lo hace desde el
cristianismo illichiano sino desde el Sistema capitalista
neoliberal, que sería el que, en lugar del Médico y en lugar del abuelo
mismo, decidiría la cuestión de “qué hacemos con el abuelo”. Por
desgracia nos movemos en esta disyuntiva, pues hace tiempo que hemos
sobrepasado esa fase –“mesopotamia humana”, la llamaba yo, “equilibrio”,
dice Illich– en la que los seres humanos estaban lo bastante dotados de
cuerpo como para ver en el cuerpo mismo un equilibrio reñido entre la
vida y la muerte y no un “sistema” potencialmente confiado a la
eternidad y amenazado desde fuera por una muerte siempre injusta y –como
el dios de los judíos– ya casi innombrable. El cuerpo como “sistema”,
tecnológicamente explorado y vigilado, es nuda vida; el cuerpo previo al
sistema era tan vulnerable y friolero que sería un error echar de menos
la Peste Negra, pero integraba, en todo caso, la vida y la muerte en un
solo molde, confundidas en el mismo lecho. Antes del capitalismo, por
así decirlo, éramos bígamos: nos acostábamos con la vida y con la muerte
al mismo tiempo; y algo de eso habría que salvar al hilo de la crisis.
Creo que la obra de Illich es en estos momentos más valiosa que nunca,
no para llamar a dejar morir a los ancianos, claro, sino para entender
ese contexto sistémico en el que ya no está en nuestras manos decidir,
en ningún campo, sobre nuestros cuerpos. Y mucho menos sobre su final.
Pero no nos equivoquemos. Porque la alternativa real, al contrario de lo
que piensa o propone Cayley, no es “que decida el abuelo”. En estos
momentos –incluso en términos de modelo de Estado– el conflicto no se da
entre dictadura médica y libertad de morir; tampoco entre libertad de
morir y dictadura de mercado. Se da entre Dictadura Médica y Dictadura
de Mercado. “Riesgos” y “sacrificios” ya sólo los pide esa economía
neoliberal que niega la corporalidad misma que ella explota, distribuye y
encadena. Frente a eso el hospital público, incluso infradotado de
recursos, se nos antoja Jauja y Cucaña y Utopía. Habría que arrancar
esos términos –como tantos otros– de las manos de los neoliberales que
citan a Adam Smith con el propósito de destruir países enteros y
devolvérselos a los “cristianos” como Illich y Cayley. No vamos
desgraciadamente por ese camino. No queremos ni riesgos ni sacrificios y
dejamos, por tanto, que se nos “arriesgue” y se nos “sacrifique” (como
ocurre estos días con los trabajadores no confinados o despedidos). Por
eso deberíamos aprovechar el confinamiento, que ha desmedicalizado
radicalmente nuestra vida cotidiana (porque nadie va ya al hospital si
no tiene el coronavirus y porque, según me cuenta un amigo médico, ha
disminuido drásticamente el número de ictus e infartos desde el 14 de
marzo) para cuestionar también el Sistema Médico, basado en los
protocolos tecnológicos, las urgencias “masculinas” y la
farmacologización de la existencia. Ahora bien, para poder hacer eso no
basta con oponerse al Sistema Médico, que es sólo relativamente
autónomo, y defender en su lugar la medicina como ciencia y como arte;
atrapados como moscas en la red de dependencias de la civilización
capitalista, sólo podremos desmedicalizarnos –y recuperar nuestro cuerpo
y su cónyuge la Muerte– si cuestionamos el Sistema Capitalista,
secuestrador de cuerpos y cuidados, que quizás es contemporáneamente inviable e indestructible; que quizás
sólo permite elegir entre la protección institucional de vidas
pasivizadas, con sus efectos iatrogénicos a veces terribles, y la
desprotección selectiva de la mayor parte de la población.
Aferrémonos a este quizás con todas nuestras fuerzas colectivas.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en
Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha
desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario