El mal menor
La cuarentena nos inmoviliza
y nos da oportunidad de actividades, o inactividades: aumenta la
posibilidad de lecturas y de ver cine. Así que al preparar mi artículo
semanal prescindo de mis temas habituales de reflexión política, porque
como la economía, está en tregua. Voy a hablar de una película y a
invitarlos a que la vean. Me he topado con ella en el acervo de muchas.
Es la película Lincoln, dirigida por Steven Spielberg en 2012, de gran calidad.
La película puede ser vista desde varios ángulos. Es un retrato
vívido de los últimos tiempos de la guerra civil estadunidense, pero yo
prefiero referirme al dilema ético que plantea.
El presidente Lincoln es uno de los políticos más puros en la
historia de Estados Unidos, pero está dispuesto a pagar el costo que sea
con tal de sacar la reforma para prohibir la esclavitud que era el
motivo de la guerra civil. La Cámara de Senadores, la aprobó ya pero
ahora tiene que pasar por la de Representantes (Diputados) y los
miembros del Partido Demócrata se oponen y la aprobación resulta muy
difícil.
Lincoln no pacta con los sureños porque condicionan rendirse a que no
se apruebe la reforma. Esto significa prolongar la guerra que ha
sacrificado a 650 mil jóvenes y ha dejado inválidos a cientos de miles.
Si se prolonga el conflicto, morirán miles más.
Lincoln tiene que corromper a varios diputados demócratas y presiona a
otros resistentes. Incluso escribe un mensaje que contiene medias
mentiras para evitar que se posponga la discusión. El relato pone en
evidencia un principio de la política práctica: en caso de conflicto,
hay que optar por
el mal menor. Si la reforma no es aprobada, la esclavitud va a renacer en el sur y probablemente a generar otra guerra. De hecho la sangrienta Guerra Civil habrá terminado en empate. Lincoln no tiene más que seguir su conciencia, aunque tenga que permitirse conductas que serían inadmisibles en otras circunstancias.
Busquen la película, disfrútenla y plantéense a sí mismos el dilema
que contiene, y que después de 155 años reaparece en muchas
circunstancias que tienen que enfrentar hoy los gobernantes y políticos.
¿Trump optará por la guerra con Irán para paliar el desplome del petróleo?
Las terapias esotéricas de
Trump para lidiar con la pandemia lo tienen arrinconado. Pero no hay
que subestimarlo cuando le quedan varios ases bajo la manga de aquí al 3
de noviembre (bit.ly/2VQOiuo).
Estrategas del Partido Republicano y el connotado politólogo Walter
Russell Mead consideran que la “mejor apuesta de Trump para su relección
es irse contra China ( on.wsj.com/3bDxrCb)”, al menos, de forma retórica.
Durante la guerra de precios entre su aliado Arabia Saudita (AS) y
Rusia, las medidas contradictorias que tomó Trump –más bien, su yerno
talmúdico Jared Kushner, quien maneja de manera ineficaz la triple
agenda de: 1. AS/Medio Oriente, 2. México y 3. El combate al Covid-19,
lo que resultó contraproducente y puso en agonía a la industria del
petróleo/gas lutita (shale oil/gas) de Estados Unidos (EU), cuya
viabilidad es sostenida con artificios por Wall Street (bit.ly/2yMahuY).
Los 38 votos electorales de Texas –segundo estado con el mayor PIB de
EU, tras California–, sumados de la demografía mexicana, son demasiado
importantes para descuidarlos sin rescatar a la industria del
petróleo/gas lutita.
Se desprenden dos hipótesis: 1. La del célebre Scott Ritter (SR), que
vislumbra una guerra de EU contra Irán para elevar el precio del barril
a niveles donde sea viable la extracción del petróleo/gas lutita, entre
40 y 60 dólares el barril (bit.ly/3eQ9ucS); y 2. La de un servidor que contempla una teatral tensión paroxística sin llegar a la guerra.
Vargas Llosa y la pandemia
Aludiendo al reciente manifiesto firmado por el escritor peruano y otros ilustres fanáticos neoliberales fulmina el bonaerense Página 12 que
su verdadera intención es levantar la cuarentena,despojar al Estado de su compromiso regulador y dejar librados bienes y vidas, respectivamente, a los rigores de los mercados y el coronavirus.
Piñera es peor que el virus
Así afirma el diario italiano Il Manifesto.
Aduce que más allá del Covid-19, ha sido el gobierno de Sebastián Piñera
el que ha golpeado más duro a los sectores pobres y que gracias a su
gestión de la pandemia, solo en el mes de marzo fueron despedidos 300
mil trabajadores y más de 800 mil obligados, para no perder el empleo, a
aceptar recortes salariales. Irónicamente, este
logrodel mandatario se apoya en la Ley para la protección del empleo, que permite suspender el pago del salario o una reducción del mismo a los trabajadores obligados a permanecer en cuarentena. Pero peor le va al ejército de precarizados e informales que recibirán por una sola vez el
bono Covid, equivalente a 58 dólares. Para colmo, en pleno crecimiento del número de contagiados con el patógeno, el millonario ocupante de La Moneda dispuso el regreso gradual de los empleados públicos al trabajo, además de la reapertura de las escuelas para el 27 de abril. No en balde se afirma que el virus vino a dar un respiro a Piñera. Mientras, los integrantes de las grandes protestas advierten: teníamos razón en octubre y hoy tenemos mucha más.
No regresaremos más al silencio, y menos a la normalidad neoliberal, consigna Il Manifesto.
Prostitutas colombianas, con esperanza en la caridad o de un cliente ante el coronavirus
Ana María violó la cuarentena para hacer
un domicilio; Estefanía fue más allá y salió para vender droga. Sus alacenas lucen vacías y las cuentas se amontonan. Sobrevivir es una odisea para las trabajadoras sexuales en una Colombia confinada por el coronavirus.
Antes de la emergencia, el dinero las conducía a calles o burdeles.
Ahora, con la mitad de la humanidad confinada y los prostíbulos
cerrados, apelan a la caridad o a lo poco que ahorraron.
Pero eso no basta. La necesidad apremia entre las prostitutas
colombianas, que en muchos casos desafían la prohibición de salir pese a
las multas y amenazas de prisión y a la posibilidad de contagiarse en
un país con 131 muertos y 3 mil contagiados.
“Estaba en cuarentena, pero me tocó ir a hacer
un domicilio(trabajo sexual), cuenta Ana María, de 46 años, quien vive en Facatativá, un municipio a 40 kilómetros de Bogotá.
¿Qué hago? Morirme de hambre no puedo.
Tomó un taxi que la llevó con un cliente. El gas con el que cocina
estaba por acabarse y en su despensa ya no había frutas ni verduras. Le
urgían los casi 10 dólares que cobra por servicio.
Me vi apurada porque la ayuda del Estado no ha llegado, señala. Hasta el 3 de abril, cuando atendió a su cliente, afirma haber cumplido a rajatabla la cuarentena, que empezó el 25 de marzo y se prolongará a fines de abril.
Matar el tiempo
I
Hasta hace muy poco nos
quejábamos de que las horas del día no eran suficientes para poder
cumplir con nuestros programas de trabajo. Hoy, que a causa de la
pandemia tenemos que permanecer recluidos entre cuatro paredes,
lamentamos que los minutos fluyan despacio y con sobrecarga de segundos.
En represalia, nos proponemos matar el tiempo haciendo cosas que
fuimos postergando una y otra vez por considerarlas irrelevantes o
tediosas. Por ejemplo: ordenar el ropero. Hace años que ese mueble
heredado está lleno de prendas que se fueron haciendo viejas: algo
decoloradas, sus pliegues se convirtieron en arrugas profundas. Es el
momento ideal para ventilar esos atuendos que huelen tanto a encierro y
también a humedad. Al desdoblarlos para colgarlos en la ventana con
objeto de que tomen una hora de sol, de ellos caen montones de
recuerdos.
II
En ese vestido gris-acero con falda acampanada se concentran minutos
de la tarde en que nos despedimos de mi hermano menor. Supimos poco de
él, de su vida lejos. Nunca volvió. En el suéter verde tierno quedaron
entretejidas las lecciones de francés que tomábamos los martes y los
jueves, ya muy tarde. En la blusa que tiene flores nomeolvides bordadas
en los puños quedaron la emoción y el nerviosismo de acudir a mi primer
día de trabajo. En el bolsillo de la falda negra encontré el papel que
Lloyd me puso en la mano durante el que iba a ser, sin nosotros saberlo,
nuestro último encuentro. Por ahora no pienso releer el mensaje.
III
Al fondo del último entrepaño descubrí la mantilla negra
que usaba mi madre cuando iba a dar un pésame o a la iglesia. Ese
rectángulo de encaje negro contiene el recuerdo de su voz, de su mirada,
de su cabello. Sería un alivio tenerla junto, acariciarla y aspirar su
olor a polvos de arroz y tabaco. Pequeñas nubes de humo la envolvían
siempre que nos contaba alguna de sus historias. Eran alegres y
divertidas cuando deseaba hacernos menos amargos los momentos en que
padecíamos una enfermedad, una pérdida, un fracaso, o nos sentíamos
agobiados por la sensación de abandono cuando mi padre se refugiaba en
el
Ni de vacunas
Nos envuelve, a la humanidad,
un peligro común que se llama Covid-19, sin que podamos culpar a nadie
ni hallar en nada ni nadie (ni siquiera en el Dios respectivo de
algunos) la certeza de poder salvarnos. La amenaza tiene nombre y
figura, pero sus alcances son angustiosos por su imperceptibilidad,
ubicuidad y posible letalidad (más imaginada por cada quien que
realmente estadística). En otras palabras, el peligro común es sólo la conciencia repentina de nuestra mortalidad, esa que en un a diario normal soterramos con el hecho simple de vivir, como si esto fuera algo adquirido para un impreciso siempre, que vamos llenando como cada quien puede, esperanzados en un futuro permanente.
Pero, si la impermanencia de la vida suele ser un sentimiento
individual llegado en un momento preciso del devenir de cada quien, este
sentimiento se vuelve emoción colectiva en medio de catástrofes
naturales o provocadas por los hombres en situaciones y regiones
concretas. Hoy, lo inédito y espeluznante es que abarca a toda la humanidad el
sentimiento de su propia fragilidad sin responsables visibles ni
remedios infalibles (que de todos modos no existen para ninguno al final
de cada vida). Sí, vivimos un inédito colectivo y, sin embargo, y
paradójicamente, esto puede levantar en cada quien un estado superior de
conciencia y responsabilidad con tendencia a entretejerse en todos los
niveles de agregación social en el mundo.
Editorial
En plena epidemia, cuando
la vida cotidiana de millones de personas se ve prácticamente
circunscrita sólo al ámbito familiar, la violencia en contra de las
mujeres, lejos de disminuir, se ha intensificado en los días que van de
confinamiento por el coronavirus. Bien mirado el dato, no resulta tan
sorprendente si se toma en cuenta que una de las manifestaciones más
comunes de la violencia de género tiene lugar precisamente dentro de la
familia. En ese núcleo se juntan los factores sicológicos, siquiátricos,
sociales y culturales que detonan el comportamiento agresivo que deriva
en lesiones de todo tipo, y en casos extremos culmina con la muerte de
las víctimas. Extremos, pero no por ello inusuales: el hecho de que en
los tres primeros meses del año, incluido el periodo de emergencia
sanitaria, se hayan registrado en el país casi mil asesinatos de mujeres
(la cifra más alta desde 2015, cuando se empezaron a elaborar
estadísticas sobre el tema) indica que la curva de esta forma de
violencia mantiene su alarmante tendencia a crecer.
Despertar a la vida
Este asombroso, milagroso y
extraordinario ser vivo que llamamos planeta Tierra, como todo ser vivo,
respira, se sacude, estornuda, se enferma y se cura, y lo mas
fascinante es que genera vida de sí mismo. Una infinita variedad de
hermosos hermanos nuestros de patas, aletas, alas y raíces conviven con
nosotros cada día. Todo muere para volver a nacer y todo nace para morir
un día. Esta extraordinaria perla azul en la que vivimos, danza cada
día como un virtuoso derviche girando alrededor del Sol, esa hermosa
estrella que es el patriarca amoroso que cuida nuestra familia
planetaria más cercana.
En el último capítulo de su clásico libro El espejismo de la salud,
publicado en 1959, el microbiólogo René Dubos explicaba que era muy
probable que nos expusiéramos a epidemias nuevas o que reaparecieran
cada sesenta o cien años y tendríamos que afrontarlas como una sociedad
global. ¡Poca gente le hizo caso! Ahora vemos que su hipótesis tenía
razón. Y lo más probable es que este Covid-19 sea la actual pandemia
pero que a la vez lo veremos, cada diez años, más y más veces.
Adicionalmente, Iván Ilich escribió en 1969 en su controversial Némesis médica
que la medicina había llegado a la ilusión de creer que ya habíamos
vencido a las enfermedades infecciosas, que eso era de países pobres y
atrasados. La némesis, es decir la venganza de los dioses por aspirar a
la divinidad, es lo que está padeciendo el gobierno, empresas de seguros
médicos, medicina institucionalizada y en general el pueblo de Estados
Unidos. Nunca creyeron, como en Inglaterra o Italia tampoco, que una
enfermedad infectocontagiosa los fuera a alcanzar. Eso es del
subdesarrollo, y entre ellos México. E igual se piensa desde Texas hasta
California; no lo pueden creer y las declaraciones del presidente Trump
van en ese sentido: ¡El mal viene del sur!
Son tiempos agitados en América Latina. Eso ya era verdad antes de la emergencia de la pandemia global.
La historia se repite, una y otra
vez, pero no se aprende. En 1939 se dio la última gran deportación de
migrantes mexicanos, en ese decenio trágico, y dos años después, en
1942, Estados Unidos volvió a tocar la puerta de México, solicitando
braceros para sus campos agrícolas.
Repleto de turistas cada fin de
semana, el viejo pueblo nahua de Tepoztlán se encuentra hoy bajo
resguardo. A pocos días de la Semana Santa, en una asamblea convocada
por las mayordomías tradicionales y los barrios, la población de Tepoz
dio un vuelco radical y detuvo el continuo flujo de vacacionistas para
evitar la entrada de un virus que ya cobraba víctimas en la capital, a
sólo 45 minutos del pueblo.
Comentando algunas afirmaciones
del presidente López Obrador sobre su programa económico, en el sentido
de que respondían a un modelo distinto del neoliberal, externé mi
desconcierto porque la propuesta presidencial es contraccionista y
recuerda más que a Roosevelt, a H. Hoover. Ante esto, un querido colega
reviró sarcásticamente:
a lo mejor el Presidente piensa en un desarrollo sin crecimiento. No es la primera vez que escucho tal hipótesis, pero ésta me pareció contundente, independientemente de que choque con la evidencia económica; incluso, me atrevo a decir que es contraria a todo sentido común que pueda basarse en la experiencia histórica, universal y nacional.
Los hallazgos científicos en el mundo son propiedad de la humanidad. Cuba es el ejemplo de ese principio, exponiendo al mundo los beneficios del Interferón Alfa 2B.
Las políticas de salud
pública, ingresos –salariales y transferencias–, financieras
–protagonismo de la banca pública y más y mejor crédito para las
pequeñas y medianas empresas– y regulatorias –precios y monopolios– que,
con distinto hincapié, están aplicando todos los países de la región
son tan urgentes y necesarias como insuficientes para fortalecer la
economía latinoamericana frente a la pandemia; menos suficientes aún
para prepararla para el desafío futuro de la recuperación.
Después de varias semanas de
aislamiento –los que tenemos la fortuna– hemos desarrollado rutinas y
horarios para pasar el día con cierta
normalidad. Despertar, ejercicio, baño, desayuno, quehaceres hogareños y comida. La tarde procuramos que sea para los gozos del espíritu y la mente: escribir, leer, escuchar un concierto, conferencia, recorrer un museo y tomar cursos.
▲ La novelista y poeta Carmen Boullosa durante una entrevista con este diario en enero pasado.
Foto Cristina Rodríguez
El optimismo es una obligación
moral, importa siempre no desistir. Esta breve frase, proferida por
Carmen Aristegui ante la cámara de la cineasta mexicana Juliane Fanjul (Muchachas, 2015), concentra el espíritu y actualidad de su nuevo documental Silencio radio
(2019), una crónica fiel y bien organizada de la actividad profesional
de la periodista durante los cuatro años que van desde su despido
injustificado de su programa de radio en MVS, en 2015, hasta los días de
actividad febril en su portal noticioso en Internet, hacia 2017, y la
exitosa colaboración final con una potente radiodifusora que hoy le
permite ejercer un periodismo en libertad.
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