Editorial La Jornada
En plena epidemia, cuando
la vida cotidiana de millones de personas se ve prácticamente
circunscrita sólo al ámbito familiar, la violencia en contra de las
mujeres, lejos de disminuir, se ha intensificado en los días que van de
confinamiento por el coronavirus. Bien mirado el dato, no resulta tan
sorprendente si se toma en cuenta que una de las manifestaciones más
comunes de la violencia de género tiene lugar precisamente dentro de la
familia. En ese núcleo se juntan los factores sicológicos, siquiátricos,
sociales y culturales que detonan el comportamiento agresivo que deriva
en lesiones de todo tipo, y en casos extremos culmina con la muerte de
las víctimas. Extremos, pero no por ello inusuales: el hecho de que en
los tres primeros meses del año, incluido el periodo de emergencia
sanitaria, se hayan registrado en el país casi mil asesinatos de mujeres
(la cifra más alta desde 2015, cuando se empezaron a elaborar
estadísticas sobre el tema) indica que la curva de esta forma de
violencia mantiene su alarmante tendencia a crecer.
Desde hace al menos un decenio casi no hay día en que los medios no
informen de abusos y agresiones cometidas contra mujeres, ya sea en sus
entornos familiares o en otros escenarios. En este periodo, algunos
expertos en ciencias del comportamiento han llegado a conclusiones tales
como que la violencia de género en el hogar no se puede atribuir a
desórdenes síquicos ni patologías individuales de los agresores, ni
tampoco a factores derivados del medio externo o de la estructura
socioeconómica, dado que –dicen– las agresiones se producen en todos los
estratos sociales.
Acerca de este punto, sin embargo, no hay coincidencias. Algunos
funcionarios han declarado recientemente que el confinamiento obligado
por el Covid-19 favorece, con sus tensiones, la violencia intrafamiliar,
basándose en que desde que inició la cuarentena los porcentajes de
denuncias por agresión y maltrato se han incrementado, alcanzando otro
indeseable récord desde que se contabilizan dichas denuncias. Además, ni
siquiera se dispone de datos confiables sobre el número real de mujeres
agredidas: una agencia de investigaciones y estadísticas sostiene que
la cantidad de denunciantes de hechos violentos sólo representan 11 por
ciento del universo de afectadas.
Estos números fortalecerían la hipótesis de que el aumento de la
violencia de género se debe, por lo menos en parte, a la situación de
estrés e incertidumbre que provoca el aislamiento familiar debido a la
emergencia sanitaria. Pero tampoco sobre esto hay opiniones
coincidentes. Hay diferencia entre las llamadas por violencia y las
denuncias ante el Ministerio Público, y como estas últimas no se han
incrementado de manera tan dramática como aquéllas no es fácil tener un
dato numéricamente confiable de cuántas son las mujeres víctimas de
violencia.
Como sea, la información disponible indica que el número de víctimas
es inadmisible, incluso cuando una sola constituiría una tragedia. Si se
suman la figura de los homicidios dolosos y la de feminicidio, y se le
agrega la enorme cantidad de casos en que las mujeres agredidas no
pierden la vida, pero sufren distintos grados de lesiones, en su casa o
fuera de ella, con o sin confinamiento, continúa siendo acuciante la
necesidad de combatir con mayor eficacia el terrible problema que parece
haber echado sus malas raíces en nuestra sociedad.
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