Los elementos centrales del desmesurado incremento de la violencia que vive el país han sido, por un lado, el armamento utilizado por los narcotraficantes, que desde luego no surge de las piedras, ni por generación espontánea, sino mediante enormes operaciones de compraventa que esos grupos realizan con las empresas proveedoras de armamento y, por otro, en el hecho de que, a diferencia de lo que sucedía hace 10 o 20 años, el consumo de drogas de los mexicanos se ha incrementado de manera alarmante, a partir del establecimiento de pagos en especie, recibidos por los capos del narco como pago de sus servicios de transportación y distribución hacia Estados Unidos, generando una competencia violenta por el control del mercado mexicano (lo cual parece no suceder en estadunidense, por alguna extraña razón).
Ante las recientes (y muy tardías) demandas del gobierno mexicano, tratando de comprometer a los estadunidenses para que se restrinja la venta de armamentos avanzados a las organizaciones criminales que operan en nuestro país, las declaraciones de los legisladores que recientemente vinieron a una reunión interparlamentaria no dejan duda de lo que podemos esperar: En nuestro país es imposible restringir la venta de armas, porque eso es contrario a nuestras creencias religiosas y libertarias
.
Para los estadunidenses, la venta de armas a otros países ha sido y sigue siendo un gran negocio, sin importarles los efectos que ello tenga en la desestabilización y el deterioro social de esos países. Esto lo han sabido los gobiernos mexicanos desde tiempos de Madero, Carranza y Obregón, cuando los levantamientos y rebeliones se sucedían unas a otras, gracias a las armas que los descontentos podían comprar fácilmente en la frontera, sin restricción alguna. Para lograr la pacificación del país, los gobiernos mexicanos tuvieron que negociar y aceptar condiciones verdaderamente lesivas impuestas por Estados Unidos, sólo así aceptaron pasar por encima de sus creencias religiosas
, suspendiendo la ventas de armas a los revoltosos
de aquellos tiempos. Me temo que las consecuencias de aquellos arreglos todavía siguen vigentes para desgracia de México, mientras la nueva escalada de violencia promovida en forma suicida por el actual gobierno es vista nuevamente como un próspero negocio por los fabricantes y traficantes de estas mercancías.
Pero este es sólo uno de los varios componentes del problema, y quizás no el más importante. Recientemente diversos periódicos dieron espacio a una noticia bastante alarmante y además factible: Cada año ingresan al país del orden de $36 mil millones de dólares como producto de las ventas de drogas de los cárteles mexicanos en diversas naciones. La cifra mencionada en relación con las medidas que supuestamente se están adoptando para controlar el lavado de dinero proveniente de estos grupos tiene en el actual contexto nacional implicaciones muy graves, que parecieran ser desconocidas por los gobernantes.
Para miles de pequeños empresarios, que han tenido que renunciar a sus sueños de crear algún pequeño negocio que les permita asegurar un ingreso para vivir de manera honesta y digna, o por lo menos sobrevivir a las penurias que afectan a la mayoría de los mexicanos, la demagogia del gobierno y de los bancos en torno a supuestos apoyos para las PYMES, que rara vez se otorgan, y si lo hacen es mediante la presentación de garantías desproporcionadas, ha representado una burla más, y en términos económicos, un desmesurado nivel de desequilibrio entre oferta y demanda, generador recurrente de las crisis en que hemos estado inmersos permanentemente.
Sin un esquema de control y una política gubernamental adecuada y responsable, los bancos obtienen grandes utilidades mediante el instrumento ilegal de las tarjetas de crédito, el cual, pasando sobre nuestras leyes, constituye un mecanismo de usura. Al mismo tiempo, su negativa a fondear los procesos de producción nacional dejan como únicas opciones posibles la compra de mercancías extranjeras, o financiadas con capital extranjero, o bien la utilización de los excedentes mencionados en torno al ingreso del narcotráfico. Ciertamente, no cuento con información específica para afirmar que hoy, una cantidad creciente de negocios son financiados de esta manera, quizás sin que ellos lo sepan, sin embargo, el crecimiento de diversas empresas y giros económicos completos, visto como un fenómeno que se da en un escenario de cero créditos de bancos a empresas, necesariamente tiene una explicación, y ésta no viene del callejón de los milagros. ¿Cuántos de los muertos que aparecen día a día fueron personas que adquirieron créditos de este tipo de fuentes, sin conocer su procedencia hasta muy tarde, y que después no pudieron pagar? El crecimiento del crimen organizado es hoy, como hemos visto, una realidad que ya no puede ser negada ni minimizada por el gobierno. La cual tiene que ver con la promoción que está recibiendo, gracias a la corrupción de las autoridades y del sistema de justicia, aunados a la falta de visión del gobierno.
Porfirio Muñoz Ledo
Los mexicanos solemos festejar las derrotas como vertiente de nuestra familiaridad con la muerte. Ganamos algunas batallas pero perdemos casi todas las guerras. Transitamos del “México, ya se pudo” al “México, ya valimos”. Después, el conformismo de nuestro melodrama histórico: somos pobres pero honrados y caímos con la cara al sol. En este caso: disciplinados y entusiastas, pero fatalmente ineficaces.
La economía latinoamericana ha tenido uno de los mejores desempeños frente a la crisis, con excepción de México. Los cuatro países del Mercosur están en cuartos de finales mientras los nuestros ya regresaron a casa. En la impotencia, el futbol parecía convertirse en el placebo que resolviera los problemas del Estado, un éxito virtual que disfrazara la decadencia ostentosa. Fue no obstante el espejo de nuestras derrotas esenciales. Cuántas veces hemos merecido la democracia o la justicia, pero siempre nos quedamos en la raya. En nuestras maneras de perder nadie nos gana.
El retroceso democrático parece imparable. El único avance de los últimos años: elecciones confiables que condujeran a la pluralidad, se ha tornado en pesadilla. A semejanza de la implosión soviética, la liberalización política y económica generó la disolución de las estructuras del Estado. Los aprendices de brujo trocaron la fortaleza de los poderes públicos en vértigo de impotencia colectiva.
En Europa se preguntan si el crimen organizado ha decidido asestar jaque-mate a la política o si se propone la toma formal del poder. Hablar de narcoelecciones parece una simplificación. La señal es más compleja: entre los poderes fácticos hay uno que rebasa a los demás, porque concentra el mayor volumen de recursos financieros y comienza a ejercer el monopolio de la fuerza.
El secretario de Gobernación todavía cree que “los votos son más poderosos que las balas”, ignora que el secuestro de la autoridad nulifica el sufragio. Voces piden la renuncia de Calderón, que hace poco hubiese permitido la formación de un gobierno constitucional de mayoría. Los excesos de la clase política, así como su recurrencia a los arreglos clandestinos, pervierten hoy la hipótesis de un genuino acuerdo político.
El Ejecutivo lanza un llamado al diálogo como quien arroja una botella al mar en el naufragio. La presidenta del PRI descubre que Calderón ha “envilecido la política” y descalifica el diálogo con “liderazgos ilegítimos”. Extiende así un certificado póstumo al fraude electoral que consintió y se erige en cómplice confeso de un gobierno espurio al que durante años protegió para luego despojarlo.
La situación es grave y merece otro nivel de reflexión. El país exige un nuevo consenso nacional, tanto más difícil cuanto mayor sea el encono al término de las elecciones. Pero, como diría el refranero, las cosas se han puesto tan mal que ya sólo pueden ponerse mejor. De la catarsis habría que extraer una salida viable de la ratonera.
La agenda debe ser clara y las decisiones contundentes. Con o sin dimisión presidencial es indispensable la formación de un nuevo gobierno, como ocurre en todo los regímenes democráticos. La cuestión es cómo llegar al 2012. La respuesta mínima es una nueva estrategia de seguridad con respeto a los derechos humanos.
Se impone también un sistema renovado de seguridad electoral y la democratización sustantiva de la radio y la televisión, una reforma mínima del Estado y el inicio de un proceso constituyente, el cese de la persecución sindical, un ámbito de distensión social y un programa económico de emergencia. El otro camino es aceptar el hundimiento irremisible del Estado-nación.
Diputado federal del PT
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