11/07/2010

Mar de Historias de Cristina Pacheco



El séptimo día


Dispuesto a salir, Tadeo se cruza la bufanda sobre el pecho y se frota las manos. Debido a la resequedad suenan como si fueran de cartón. Ágata, su mujer, le ha dicho mil veces que se ponga alguna crema suavizante. Él se niega a seguir el consejo. Está orgulloso de sus manos. La aspereza le representa la constancia de que, a pesar de la artritis incipiente, sigue siendo pintor.

No es el único oficio de Tadeo, pero es el que más le gusta; sin embargo, desde hace años, cuando se agravó la crisis económica, sólo ha podido ejercerlo los domingos. El resto de la semana realiza trabajos que le aseguran ganancias regulares. De lunes a miércoles selecciona cartón y fierro en una bodega; el jueves colabora en un dispensario; viernes y sábado atiende a la clientela de un bazar en donde los vejestorios y desechos pasan por antigüedades.

En cada uno de esos lugares Tadeo logra cumplir con sus obligaciones porque está consciente de que sin toda esa actividad no podría cubrir, como hasta ahora, los gastos de su casa, aunque sea pobrecitamente, y también porque lo estimula la ilusión del séptimo día.

Hasta hace unos años la pesadilla de Tadeo era verse imposibilitado para trabajar y entonces depender de sus tres hijos. Hoy no existe ni la más remota posibilidad de que eso ocurra, porque las cosas andan mal para todos. A Carlos le redujeron el sueldo en la embotelladora, ya no tiene alternativa de tiempo extra y los gastos de su familia son cada vez más gravosos. Jerónimo siempre ha vivido de las propinas que recibe en un restaurante típico. Le iba bien hasta que la clientela disminuyó por causa de la inseguridad. Desde entonces él se ha visto precisado a ir de mesa en mesa y, además de levantar las comandas, ofrecer las artesanías que confecciona Estela, su esposa..

En cuanto a Mireya, la menor, Tadeo ni en sueños le pediría ayuda. Sabe que ella, como cuidadora de enfermos, apenas gana lo suficiente para mantener a su marido, desempleado desde hace cuatro años y de tres para acá, rijoso y alcohólico.

II

En medio de esta situación, a Tadeo lo que más le preocupa son los niños, en especial sus nietos. Primero porque no entiende ni siquiera la forma en que se visten y segundo porque no imagina cómo será su futuro en un mundo devorado por la injusticia y la violencia, cada vez más cruel y caótico.

Lo documentan las imágenes en la televisión y en los periódicos, las conversaciones que por azar escucha en la calle, las escenas que se vuelven más y más cotidianas: cuerpos deshechos, casquillos percutidos, paredes y vehículos rafagueados.

Los únicos momentos en que Tadeo logra olvidarse de sus problemas familiares y de todos esos horrores que lo circundan son los que dedica a la pintura. Más allá de las ganancias que pudiera brindarle, antes ejercía su trabajo con la intención de devolverle su buen aspecto a toda construcción, por modesta e insignificante que fuese.

Lograrlo en unas cuantas horas de un domingo era ya suficiente esfuerzo y sin embargo se ha impuesto un nuevo compromiso: diseñar paraísos –aunque sea pobrecitamente, según su expresión personal– a base de pintura de aceite, tíner y tiempo.

Al principio no habló con nadie de sus planes, ni siquiera con Ágata. De haberlos conocido, ella habría dicho que a su esposo, aparte de los huesos de las manos, se le está deformando el cerebro. De otro modo no podría explicarse que a Tadeo se le haya ocurrido convertirse en una especie de creador de brocha gorda en vez de permanecer con ella los domingos para ayudarla en las compras y los preparativos de la comida familiar.

III

Viéndolo bien, Tadeo reconoce que sus nuevos objetivos son una locura, pero se disculpa pensando en que, después de todo, la idea no fue suya, sino de la madre Consuelo. Es superiora de un asilo para niños frente al que Tadeo pasa rumbo al Metro. Siempre que la encuentra en la calle vigilando que el barrendero deje limpia su banqueta se detiene a conversar con ella.

Para su sorpresa, Tadeo la encontró un domingo en la puerta. Estaba esperándolo porque deseaba encargarle un trabajo: que le pintara el patio de juegos. Antes de comprometerse, él quiso verlo para calcular tiempo y costos.

No conocía el interior del asilo. Se encontró en un edificio grisáceo y un cubo de cemento rodeado por cuatro paredes altísimas, salitrosas y adustas. Imaginó con tristeza los juegos de los niños entre semejante aridez y se puso a hacer cuentas hasta que pudo decirle a la superiora el monto de su trabajo y los galones de pintura blanca que iba a necesitar.

La madre Consuelo le sonrió de una manera extraña y le dijo que pensara en otros colores. Ella quería que Tadeo recubriera las paredes con un paisaje lleno de árboles, flores y todo aquello de que los asilados sólo podían disfrutar en los esporádicos días de paseo.

Tadeo le preguntó por qué, en vez de plantas pintadas, no adornaba el patio con otras naturales. La Superiora expuso su razón: con su mínimo presupuesto era imposible adquirir flores y renovarlas conforme fueran muriendo. Necesitaba algo duradero por encima de las estaciones. Aunque le gustaba la idea, Tadeo se confesó incapaz de hacer ese trabajo, ni siquiera pobrecitamente.

La madre Consuelo no se dio por vencida: le recordó la conversación en que él le había hablado de sus tiempos como alumno en la academia de pintura Velázquez y los problemas cuando su padre se enteró de que él se escapaba de la escuela para irse a pintar a las plazas y los jardines. Él dijo que de eso hacía mucho tiempo, sus manos se habían entorpecido y ya no recordaban cómo se toman los carboncillos y los pinceles. La superiora le sonrió otra vez: Acuérdese de que Nuestro Señor creó el mundo en siete días a partir de la nada. Lo espero el domingo.

Tadeo, en secreto, cedió a la tentación. Durante varios domingos consecutivos hizo que su memoria recuperara lo olvidado. Las paredes adustas florecieron al toque de los pinceles con los que en la última sesión, en el ángulo inferior de una pared, el pintor dibujó su nombre.

Cuando la madre superiora le entregó el resto de su paga dijo algo que cambió la vida de Tadeo: debería sentirse feliz porque les dio a mis niños un paraíso. Mientras permanezcan aquí se sentirán alegres al verlo, cuando se vayan lo recordarán con alegría y agradecimiento hacia usted.

IV

Tadeo pensó que allí terminaba su aventura creadora y se dispuso a restablecer el trato con sus brochas gordas. No fue así. A la ida o al regreso de alguno de sus trabajos se fijaba en las casas y las escuelas de aspecto sombrío en donde con sus pinceles podría inventar otros jardines.

El problema radicaba en cómo explicarle su interés a Ágata. Empezó por contarle su experiencia en el asilo y para granjearse su consentimiento le dijo que vería la forma de trabajar en la escuela a la que asisten sus nietos. No obtuvo ninguna ganancia por dibujar paisajes primaverales en las paredes de corredores y patios, pero se compensó con la idea de que sus descendientes permanecerían, al menos por unas horas, protegidos contra la violencia y la fealdad del mundo gracias a su empeño de plasmar imposibles y nuevos paraísos.

Luego siguió con otras escuelas del rumbo. Ágata le permitió lo que ella consideraba un capricho, a condición de que cobrara aunque fuese pobrecitamente por su trabajo. Esta vez él sí acató el consejo. Cuando los clientes escasearon enfiló sus baterías hacia las espaldas de los edificios y los inhóspitos estacionamientos.

Por el momento trabaja en uno que tiene muros de adobe con mechones de hierba silvestre en los pretiles.

Empieza muy temprano y termina a las dos de la tarde fatigado, hambriento y listo para escuchar las reconvenciones de Ágata: aún no le perdona que la deje sola con el trajín dominical para irse a la calle a satisfacer una extraña manía que nadie toma en cuenta y por la que gana muy pobrecitamente.

Tadeo la escucha tranquilo, resignado, mientras pone bajo el grifo del agua las manos manchadas con las pinturas que le sirvieron para inventar fragmentos de un nuevo paraíso.

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