La leyenda del tío Boonmee
En la cinta Good-Bye Dragon Inn (2003) el realizador taiwanés Tsai Ming Liang ofrece una evocación parecida. Una vieja sala de cine es el territorio sombrío, la pequeña selva oscura, donde ritualmente se reúnen las figuras espectrales de estrellas de cine y sus últimos espectadores, antes de ese colapso final que anuncia la modernidad.
La leyenda del tío Boonmee se sumerge también en estas aguas melancólicas, pero toma sus distancias frente a toda voluntad de apocalipsis e invita en cambio a una insólita ceremonia de rencuentros afectivos. Convencido de la posibilidad de una rencarnación, el protagonista enfermo ve desfilar, a manera de un bestiario alucinante, las diversas formas que pudieron revestir sus vidas pasadas. Recibe también en su mesa la visita de su esposa fallecida, quien ha regresado para cuidarlo en sus últimos días, y también la de su hijo abrumadoramente hirsuto, desaparecido mucho tiempo atrás, y que ha errado de un árbol a otro en compañía de una simia fantasma. En la reunión familiar conviven los vivos y los muertos, y nada en el encuentro sobrenatural produce espanto, antes bien la serena aceptación de la fragilidad de la existencia y la convicción también de que las almas pueden migrar y alojarse en animales y plantas, en una princesa oriental, en un fantasma o en un pez extraño, en un búfalo o una vaca, o en el conjunto de la floresta que el realizador recrea como universo animista, sin recurso a efectos especiales, con los trucos de un cine primitivo, el mismo que estuvo presente en una exposición reciente llamada Primitivo, en el Museo de Arte Moderno de París, y de cuyo primer proyecto esta cinta es sólo una de las partes.
Desde hace unos años el director tailandés ha intrigado a la crítica internacional, indignando a no pocos de sus connacionales, y asombrado a muchos otros cinéfilos con la fuerza expresiva de sus imágenes y sus recreaciones ambientales en cintas como Malestar tropical o Síndromes y un siglo. Lo que este cine minimalista, tan emparentado con las búsquedas estéticas del mencionado Tsai Ming Liang, pero también del argentino Lisandro Alonso o del francés Philippe Grandrieux, o de los mexicanos Carlos Reygadas (Luz silenciosa) y Nicolás Pereda (Verano de Goliat), es simplemente la inaplazable expansión de la forma cinematográfica y la implosión también de sus contenidos convencionales. Que este deseo de expansión regrese en ocasiones a los orígenes mismos del cine, a sus formas más primitivas, y con ellas enriquezca sus inquietudes estéticas, sólo muestra la enorme inventiva que despliegan hoy los nuevos exploradores audiovisuales. La leyenda del tío Boonmee obtuvo muy merecidamente la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes.
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