11/10/2010

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La Muestra

Anticristo

Carlos Bonfil

Viaje al fin de la noche. La cinta más reciente del realizador danés Lars von Trier, Anticristo, fue sin duda la obra más polémica en el Festival de Cannes del año pasado. Recibió elogios desmesurados por su pretendida temeridad estética, y de modo abrumador la acusación no menos desmedida de ser una ocurrencia onanista fuertemente misógina.

Este último reproche es tan apresurado como acusar al Ingmar Bergman de Gritos y susurros de odiar a las mujeres por mostrar una escena violenta en la que Ingrid Thulin se lacera la vagina con un pedazo de vidrio, o decir algo similar de Michael Haneke por los castigos corporales que se inflige Isabelle Huppert en La pianista.

A nadie sorprende la pose de enfant terrible nórdico que con harta publicidad adopta Lars von Trier, pero ello no le resta méritos artísticos a una obra como Anticristo, que venturosamente rompe con la tibieza y adocenamiento de buena parte de la narrativa fílmica occidental.

Un prólogo notable, filmado en sensual cámara lenta, y con un aria de Häendel (“Deja que llore…”), muestra la cópula apasionada de una pareja (Charlotte Gainsbourg y Willem Dafoe) mientras el hijo de ambos, un bebé de tres años, se dirige vacilante hacia una ventana desde la que se deja caer al vacío. Lo que sigue es el funeral del niño y el principio del prolongado abatimiento moral de la pareja consumida por la culpa, incapaz de superar el accidente trágico.

Los capítulos en que se divide el relato (pena, dolor, desesperación, epílogo) semejan las estaciones de un camino doloroso, vía crucis plagado de autoflagelaciones y aturdimiento sexual, hacia una redención imposible.

El hombre, de profesión sicoterapeuta, intentará sin éxito ocuparse de la sanación de su compañera. Ella, estudiosa de la brujería y las ciencias ocultas, se precipitará en un infierno de autoconmiseración que incluye la mutilación genital y una laboriosa tortura a su pareja.

Para este ritual de purificación eligen refugiarse en un bosque irónicamente denominado Edén, poblado de un bestiario fantástico (un venado, un cuervo, un zorro), que el protagonista puede incluso en su delirio escuchar hablar o anunciar bíblicamente el reino del caos.

La inmersión en este bosque de penitencia alucinada semeja el recorrido por un cuento de hadas perversamente invertido, dominado por el horror que hace de un amante el enemigo acérrimo del otro (a la manera sartreana, El infierno son los demás), y a los dos en el paradigma de una vida conyugal marcada por el desorden, la incomunicación y la fatalidad.

Tratándose, sin embargo, del autor de Dogville y Manderlay, las colisiones y violencias de la pareja no quedan reducidas a la esfera de lo privado. Ilustran y magnifican en su microcosmos un espectro social marcado por la violencia física y moral que se ejerce contra las mujeres, y que la cinta nombra con toda claridad genocidio.

Las buenas conciencias que se escandalizan con las escenas de violencia sexual en Anticristo, ¿no son acaso las mismas que aceptan la trivialización mediática de la ablación genital en África o la lapidación de las mujeres en Irán?

Para Lars von Trier el demonio de esta brutalidad anda suelto en las sociedades, y esa visión dantesca, a la que tal vez habría suscrito su maestro Carl Dreyer (El amo de la casa, 1925), admite hoy también la oportuna representación del gran guiñol y la caricatura, espejo apenas deformante de un horror cotidiano.

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